[Este artículo es una transcripción del episodio del podcast Libertarian Tradition «William Godwin (1756–1836)».]
William Godwin murió hace 174 años el pasado mes, en 1836, a los 80 años. Hacía mucho que estaba olvidado en el momento de su muerte, pero en años posteriores su reputación se ha ido recuperando lentamente, si no a la que tenía inicialmente, en la década de 1790, al menos a algo bastante más importante de la que pudo exhibir en la década de 1830. Godwin había nacido en Wisbech, Inglaterra, un pequeño pueblo en el río Nene a unos 150 kilómetros al norte de Londres, el 3 de marzo de 1756. Era, hijo, nieto y sobrino de ministros disidentes, o inconformistas — es decir, ministros que rechazaban tanto las doctrinas como las prácticas de la Iglesia de Inglaterra, el tipo de protestantes que añoraban el periodo, cien años antes, en el que Oliver Cromwell había dirigido el gobierno inglés, el tipo de protestantes que, en el siglo XVII, a menudo levaban anclas, conseguían un barco y abandonaban completamente Inglaterra hacía, por ejemplo, las condiciones salvajes y primitivas de la Colonia de la Bahía de Massachusetts.
A mediados del siglo XVIII, cuando nació William Godwin, aunque los disidentes, o inconformistas, estaban tolerados legalmente —lo habían estado durante casi 80 años— «los disidentes no podían registrar sus nacimientos, entrar en las universidades nacionales o tener cargos públicos». O en todo caso así lo indica Peter Marshall, el último biógrafo de Godwin, cuyo libro William Godwin fue publicado hace un cuarto de siglo, en 1984. Marshall escribe que, como «consecuencia, [los inconformistas] formaban un grupo cultural separado y distinto», que «defendía a toda costa el derecho de juicio privado» y «constituían una oposición permanente al Estado de Inglaterra». Marshall indica que «de niño», Godwin, el 7º de 13 hijos en su familia, «fue profundamente religioso e intelectualmente precoz» y «aspiró desde muy pronto a seguir» a su padre, tío y abuelo en como ministro.
Y eso hizo. El ingreso en Cambridge le estaba vetado por razones religiosas, independientemente de lo «intelectualmente precoz» que fuera, así que se formó para ministro en su lugar en la Academia Disidente en Hoxton, a la que Peter Marshall describe como «uno de los mejores centros de educación superior en la Inglaterra del siglo XVIII».
Se presentó como ministro en entres comunidades rurales diferentes en el sur de Inglaterra. Las tres congregaciones le rechazaron. Sus sermones eran serios y nobles y todo eso, pero tal vez un poco radicales para el gusto de la mayoría de los inconformistas de pueblos pequeños de aquel tiempo. Godwin había estado continuando con su formación por sí mismo, leyendo vorazmente. Peter Marshall escribe que el «desarrollo intelectual [de Godwin] fue rápido. El debate político activo en el momento sobre la Guerra Americana de Secesión le llevó pronto a apoyar la oposición whig a la guerra».
Pero «la influencia más importante iba de venir de la lectura de los philosophes franceses», los intelectuales franceses del siglo XVIII —el más famoso probablemente sea Voltaire— que promovían el deísmo, el liberalismo clásico y la confianza en la razón como los mejores medios de aprender la verdad acerca de todo. Las ideas de estos philosophes franceses influyeron en los activistas responsables de las revoluciones políticas americana y francesa a finales del siglo XVIII. Y, como dice Marshall, cuando Godwin «cerró las cubiertas de sus libros, toda su visión del mundo había cambiado. Inmediatamente socavaron su visión calvinista del hombre».
Es más, los feligreses en los tres pequeños pueblos en los que Godwin trató de ser ministro le encontraron un poco remoto, un poco frío, falto de la calidez, de la anchura de miras, del tipo de atención exterior que tiende a buscarse en el clérigo propio. Como dice Marshall, Godwin no tardó «en darse cuenta de que no podía adaptarse a ser un ministro». «Decidió ir a Londres y tratar de ganarse la vida enseñando y escribiendo».
Era 1782. Godwin tenía 26 años. Empezó a trabajar con energía y determinación. Publicó una recopilación de sus sermones que tocaban temas de la historia inglesa. Escribió una biografía de William Pitt el Viejo. Escribió tres novelas cortas. Se dedicó al periodismo, escribiendo sobre política, tendencias culturales y libros e ideas actuales para varias revistas semanales y mensuales. Realizó un prospecto para una escuela que esperaba abrir y aunque, como informa Marshall «no recibió alumnos, el prospecto sigue siendo una de las explicaciones más incisivas y elocuentes de la educación libertaria y progresista».
Godwin creía que «la libertad es la escuela de la comprensión». Creía que «el niño, desde el momento de su nacimiento, es un filósofo experimental: ensaya con sus órganos y sus extremidades y aprende el uso de sus músculos. Todo el que le observe atentamente encontrará que este es su empleo perpetuo. Pero todo el proceso depende de la libertad». Godwin creía que
la libertad es la madre de la fortaleza. La naturaleza enseña al niño, con el funcionamiento de los músculos y empujando sus extremidades en todas direcciones, para darle espacio para desarrollarse. Por eso le gustan tanto los deportes y los juegos al aire libre y por eso estos deportes y juegos son tan beneficiosos para él. Corre, salta, trepa, practica la exactitud del ojo y la puntería. Sus extremidades se hacen rectas y estrechas y sus articulaciones bien unidad y flexibles. La mente de un niño no es menos vagabunda que sus pasos; busca la finura y salta de un objeto a otro, sin leyes ni límites: y es igualmente necesaria para el desarrollo de su marco que sus pensamientos y su cuerpo estén libres de cadenas.
Godwin creía también que
tendría que desanimarse el proyecto de una educación nacional, debido a su evidente alianza con el gobierno nacional. Es una alianza de una naturaleza más formidable que la antigua y muy contestada alianza entre iglesia y estado. Antes de poner una maquinaria tan poderosa bajo la dirección de un agente tan ambiguo, es necesario que consideremos bien qué es lo que hacemos. El gobierno no dejará de emplearla para fortalecer sus manos y perpetuar sus instituciones. Si pudiéramos siquiera suponer que los agentes del gobierno no se lo proponen como objetivo, que podría parecerles a sus ojos, no meramente inocente, sino meritorio, el mal no dejaría de producirse. Sus opiniones como instituyentes de un sistema de educación no dejarán de ser análogas a sus opiniones sobre su capacidad política: los datos sobre los que se reivindica su conducta como estadistas serán los datos sobre los que se fundan sus instrucciones. No es verdad que nuestra juventud tenga que ser educada para venerar la constitución, por muy excelente que sea: debería ser educada para venerar la verdad y la constitución solo en la medida en que corresponda con sus deducciones no influidas de la verdad. Si se hubiera adoptado el plan de una educación nacional cuando el despotismo era más triunfante, no se puede creer que podría haber acallado por siempre la voz de la verdad. Pero hubiera sido el más formidable y profundo obstáculo para ese fin que pueda sugerir la imaginación. Aun así, en los países en los que prevalece principalmente la libertad, es razonable suponer que hay errores importantes y una educación nacional tiene la tendencia más directa a perpetuar esos errores y a formar todas las mentes siguiendo un modelo.
A principios de la década de 1790, Godwin había atraído suficiente atención como periodista y escritor de libros que fue capaz de tener dinero suficiente como para permitirle dedicar su tiempo completo durante casi un año y medio a escribir una respuesta en forma de libro al notable libro de Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, que se había publicado en 1790.
No es que las Reflexiones de Burke no hubieran provocado ya una respuesta libertaria. Estuvo, en 1790, «A Vindication of the Rights of Men» (una reivindicación de los derechos del hombre), un ensayo publicado como panfleto por la principal mujer periodista del momento, Mary Wollstonecraft. Estuvieron los dos tomos —uno en 1791, el otro en 1792— del libro de Thomas Paine, Los derechos del hombre. Godwin había trabajado en el comité que había tratado de buscar un impresor dispuesto a arriesgarse a ser acusado de sedición por publicar una edición inglesa de la obra de Paine.
Pero Godwin aún sentía la necesidad de escribir una réplica propia a Burke. Quería referirse menos a los detalles históricos de la Revolución Francesa, como habían hecho Wollstonecraft y Paine, y en su lugar dedicar la mayor parte de su atención a lo que pensaba que eran los principios fundamentales y subyacentes del debate sobre dicha Revolución Francesa. Su editor, que le estaba pagando para escribir la obra, decidió componer cada capítulo a medida que los concluía Godwin, así que una vez terminó el último, todo el libro podría ir casi inmediatamente a la imprenta. Según Peter Marshall, la decisión del editor de «hacer la composición e incluso empezar a imprimir las hojas mucho antes de que dicha composición estuviera terminada» se basaba en su creencia, compartida con Godwin, de que «mucho del beneficio de la obra dependería que apareciera pronto».
Godwin reconocía en su prólogo al libro finalizado, que apareció en 1793 bajo el título Disquisición sobre la justicia política, que «algunos inconvenientes» habían «aparecido por el hecho» de que «la impresión (…) se inició mucho antes de que se acabara la composición». El mayor de estos «inconvenientes», escribía Godwin, era el hecho de que
las ideas del autor se hicieron más perspicaces y digeridas al avanzar en sus investigaciones. Cuanto más ha considerado la materia, más claramente le parece entenderla. Esta circunstancia le ha llevado a algunas impropiedades en el lenguaje y el razonamiento, particularmente en la primera parte de la obra, respecto de las propiedades y utilidad del gobierno. No entró en el tema sin ser consciente de que el gobierno por su propia naturaleza va en contra de la mejora del intelecto individual, pero, como las opiniones que tiene en este particular se salen del camino común, difícilmente puede asombrarse que entendiera la proposición más completamente al proceder y ver más claramente la naturaleza del remedio. Este defecto, junto con algunos otros, podría haberse evitado, bajo un modo distinto de preparación.
En realidad, Godwin pretendía escribir un libro y acabó escribiendo otro. Cuando empezó a escribir creía en lo que un libertario de hoy llamaría un «estado mínimo». Cuando acabó de escribir, 16 meses después, era un defensor de la abolición total del estado. Como dice Marshall, Godwin «empezó muy cerca de los jacobinos ingleses, como [Thomas] Paine, para acabar como una anarquista convencido y declarado, el primer gran exponente de una sociedad sin gobierno».
Y así llegamos a la razón de la aparición de William Godwin en esta serie de audios sobre la tradición libertaria. Fue el primer gran exponente de una sociedad sin gobierno, el primer defensor de algo así que escribió largo y tendido sus razones para defender lo que defendía. Era, por tanto, uno de los nuestros. Por eso puede reclamar con justicia un lugar en la tradición libertaria. ¿Cierto?
Sin embargo, no es tan sencillo.
Godwin ha sido un personaje polémico desde el momento en que centró por primera vez la atención del público en 1793, con 36 años, con la publicación de su Disquisición sobre la justicia política. Durante los más de 200 años que han pasado desde entonces, Godwill ha sido el proverbial elefante que fue examinado por tres sabios ciegos. Uno de los sabios ciegos, recordarán, había puesto sus manos en la trompa del elefante e insistía en que un elefante era un tipo de serpiente. Otro ciego, tocando una de las piernas del elefante, estaba convencido de que un elefante se parecía más a un árbol que a cualquier otra cosa en toda la naturaleza — incluyendo por supuesto a las serpientes.
Godwill se parece mucho a un elefante. Un experto dice que es un individualista. Otro dice que es un comunista. Y el problema es que ambos tienen razón. Igual que el elefante de la vieja historia es al tiempo como una serpiente y como un árbol, también Godwin es al tiempo un anarquista individualista —uno de los nuestros— y un anarquista comunista, una persona de la que como mínimo recela normalmente mucha gente como nosotros.
Esto pasa, en parte, porque, como se ha señalado, le pensamiento de Godwin cambió y creció mientras estaba escribiendo su Disquisición sobre la justicia política. Trabajó continuamente durante años en la tarea de revisar su libro para reconciliar sus secciones en conflicto. Pero no fue bien. No podía hacerse. El hombre que escribió los últimos capítulos de Disquisición sobre la justicia política no era el mismo hombre que escribió los primeros capítulos de esa obra. La Disquisición sobre la justicia política de Godwin es realmente, como he dicho, dos libros distintos al mismo tiempo — el libro que empezó siendo y el libro que acabó siendo. El resultado no puede considerarse completamente coherente, salvo reescribiendo completamente la primera o la segunda mitad — o tal vez reescribiendo todo. Ninguna cantidad de simple revisión y retoque podría conseguirlo.
Así, por ejemplo, cuando Murray Rothbard rechaza a Godwin en una línea desechable en un corto artículo sobre Edmund Burke en un número de 1958 del Journal of the History of Ideas, calificándole como «el inglés de finales del siglo XVIII que fundó el anarquismo comunista», no es difícil imaginar por qué Rothbard podría haber creído eso. Por ejemplo, podría haber leído este pasaje:
Se dice que [el hombre — el animal humano] tiene derecho a la vida y la libertad personal. Si se admite esta proposición, debe admitirse con grandes limitaciones. No tiene ningún derecho a su vida cuando su deber le reclama que la entregue. Otros hombres están obligados (…) a privarle de su vida o libertad, si en algún caso resultara indispensablemente necesario para impedir un mal mayor.
O tal vez Rothbard podría haber leído este pasaje:
«La justicia es recíproca. Si es justo que deba conferir un beneficio, es justo que otro hombre deba recibirlo y si le retengo aquello a lo que tiene derecho, puede quejarse con justicia. Mi vecino quiere diez libras que puedo entregar». Por tanto «salvo que pueda demostrarse que el dinero puede emplearse más benéficamente, su derecho es tan completo… como si tuviera mi derecho en su posesión o me hubiera proporcionado bienes equivalentes».
O tal vez Rothbard viera esta declaración de Godwin:
Para cualquier hombre, disfrutar del acomodo más trivial, mientras, al mismo tiempo, no esté accesible un acomodo similar a todos los demás miembros de la comunidad, es hablando en términos absolutos, algo erróneo.
El problema es que estos pasajes no nos cuentan toda la historia. Si Rothbard hubiera leído un poco más, podría haber llegado a este pasaje:
Todo hombre tiene una cierta esfera de discreción, que tiene un derecho a esperar que no sea invadida por sus vecinos. Su derecho deriva de la propia naturaleza del hombre. Primero, todos los hombres son falibles: ningún hombre puede estar justificado en establecer su juicio como un patrón para otros. No tenemos un juicio infalible de las controversias, cada hombre en su propia capacidad de comprensión tiene razón en sus decisiones y no podemos encontrar ningún modo satisfactorio de ajustar sus pretensiones discordantes. Si todos desearan imponer su sentido a otros, resultaría al final una controversia, no de razón sino de fuerza. En segundo lugar, incluso si tuviéramos un criterio infalible, nada se conseguiría, salvo que fuera reconocido como tal por todos los hombres. Si se nos asegura frente a la posibilidad de error, resultaría el mal y no el bien, al imponer mis verdades infalibles sobre mi vecino y solicitar su sumisión independientemente de cualquier convicción que pudiera producir en su comprensión. El hombre es un ser que nunca puede ser objeto de justa aprobación, más allá de que es independiente. Debe consultar a su propia razón, sacar sus propias conclusiones y conformarse conscientemente con sus ideas de la propiedad.
Godwin continuaba:
Para ese propósito cada uno debe tener su esfera de discreción. Ningún hombre debe entrar en mi espacio, ni yo el suyo. Puede aconsejarme… pero no debe esperar darme órdenes. Puede censurarme libremente y sin reservas, pero debe recordar que voy a actuar de acuerdo con mi deliberación y no con la suya. (…) Nunca puede recurrirse a la fuerza, salvo en caso de la mayor y más imperiosa emergencia. Yo tendría que ejercitar mis talentos en beneficio de otros, pero ese ejercicio debe ser fruto de mi propia convicción: ningún hombre debe intentar presionarme para el servicio. Yo tendría que apropiarme de la parte de los frutos de la tierra que por accidente lleguen a mi propiedad y lo que no es necesario para mi beneficio, para el uso de otros, pero deben obtenerla de mí por argumentos y protestas, no por violencia. Es en este principio en el que se basa el comúnmente llamado derecho de propiedad. Cualquier cosa que por tanto llegue a mi posesión, sin violencia hacia ningún otro hombre o las instituciones de la sociedad, es mi propiedad. Esta propiedad (…) no tengo ningún derecho a disponerla a mi capricho, todo chelín de ella es apropiado por las leyes de la moralidad, pero ningún hombre puede estar justificado, al menos en los casos ordinarios, a arrebatármelo por la fuerza.
Advertirán que en este segundo grupo de pasajes Godwin sigue creyendo que los humanos tienen un deber de dar cualquier propiedad que no necesiten a quienes sí la necesiten y que quienes la necesitan tienen un «derecho» a ella. Cuando Godwin aún creía en el gobierno limitado, quería que protegiera estos «derechos». Pero después de ver que ese gobierno coactivo debería abolirse, empezó a albergar una opinión que los libertarios modernos no deberían tener ninguna dificultad en compartir: si quieres mi propiedad, tienes que obtenerla de mí, convenciéndome para que te la dé o te la venda, no me la puedes quitar por la fuerza. Godwill era todavía una especie de comunista, pero el comunismo que defendía era puramente voluntario.
No sé qué piensan ustedes, pero a mí me parece bien. Me recuerda algo que ciertos libertarios solían decirse en la década de 1970, cuando estaban discutiendo la necesidad de aumentar nuestros esfuerzos de reclutamiento entre izquierdistas. Muchos izquierdistas, solíamos asegurarnos unos a otros, son realmente libertarios que no entienden de economía. Me parece una buena descripción de William Godwin. E igual que en la década de 1970 estaba a favor de dar la bienvenida a izquierdistas, hoy estoy a favor de dar la bienvenida a William Godwin en la tradición libertaria.
La Disquisición sobre la justicia política de Godwin fue un gran éxito, igual que su siguiente libro, una novela —en realidad, un thriller— con implicaciones sociales, políticas y filosóficas, llamada Las cosas como son, o Las aventuras de Caleb Williams. Durante la década de 1790, Godwin fue famoso. Su ficción podría incluso describirse como popular. Y era reclamado como escritor para las revistas y como conferenciante en varias tribunas locales.
El periodista y ensayista inglés William Hazlitt recordaba, remontándose a los 90, cuando él mismo era un adolescente, que en aquel tiempo Godwin «estaba en su cénit de una popularidad bochornosa y dañina; brillaba como un sol en el firmamento de la reputación, de nadie se hablaba más, a nadie se miraba más, a nadie se buscaba más y allí donde se trataba sobre libertad, verdad y justicia, su nombre no estaba lejos». Es bastante más que 15 minutos de fama. Pero fue igual de fugaz.
Como dice Peter Marshall, «fue una desgracia para Godwin que su nombre estuviera ligado íntimamente a la Revolución Francesa». Básicamente «fue arrojado por el vórtice de [esa] revolución y se hundió cuando se aquietó». Al crearse la reacción contra la Revolución, informa Marshall, Godwin «fue al principio denigrado y luego rápidamente olvidado. En 1812 su eclipse era tan grande que fue con ‘emoción inconcebible’ que su futuro yerno [el poeta Percy] Shelley descubrió que el autor de Justicia política aún estaba vivo».
La Disquisición sobre la justicia política de Godwin se había publicado en 1793, cuando Shelley era un niño. Ahora Shelley tenía 20 años, había leído el libro de Godwin y quería conocer al autor. Encontró a este en Londres, casado por segunda vez, escribiendo, regentando una librería y dirigiendo asimismo, con la ayuda de su esposa, una pequeña editorial que publicaba libros educativos para niños. Shelley conoció a Godwin, como había deseado. También conoció a Mary, la hija de 16 años de Godwin, el resultado de un breve matrimonio en la década de los 90 con la madre de la niña, Mary Wollstonecraft, que había muerte menos de dos semanas después del nacimiento de su hija.
Cuando Shelley se fugó con Mary, Godwin tenía solo 57 años. Aún le quedaban otros 23 años por vivir. Consiguió mantenerse durante 20 de esos 23 años. Pero en 1833, cuando tenía 77 años, se quedó tanto sin dinero como de perspectivas realistas de conseguir más. Encontró necesario, aunque algo desagradable, aceptar una oferta del gobierno británico de convertirse en custodio de la oficina y guía de la guardia del Tesoro con un salario anual de 200£ a cambio de poco o ningún trabajo real. Como escribe Peter Marshall, «se le dio alojamiento en el New Palace Yard, junto a las Casas del Parlamento. Fue la paradoja suprema de la complicada vida de Godwin que acabara sus días acudiendo a una institución obsoleta que deseaba que se aboliera».
«Murió en la oscuridad», como dice Marshall, el 7 de abril de 1836, en un momento en que la atención del mundo estaba en otra parte. «Su última voluntad», escribe Marshall, «fue ser enterrado junto a su gran amor, Mary Wollstonecraft: en la muerte como en la vida, la unión de primer gran anarquista y la primera gran feminista simbolizaron la lucha común por la completa emancipación de hombres y mujeres».