Este artículo es una adaptación de una conferencia presentada el 3 de agosto de 2024 en la Universidad Mises 2024 en Auburn, Alabama.
El nombre completo de esta charla es «Autodeterminación, imperialismo y secesión: 3 caras de la misma moneda». Abuso un poco de la metáfora, pero también podríamos decir que la autodeterminación y la secesión —y su opuesto, el imperialismo— son tres formas de ver el mismo objeto.
La defensa de la autodeterminación está bien establecida dentro de la llamada tradición liberal «clásica», así que empecemos por Ludwig von Mises, que entendió bien el liberalismo.
En su libro de 1927 Liberalismo, Mises adoptó una postura estricta y expansiva a favor de la autodeterminación. En concreto, señalaba que el respeto del derecho de autodeterminación exigía que los Estados permitieran la separación de nuevos estados mediante la secesión. Escribe:
El derecho de autodeterminación en lo que respecta a la cuestión de la pertenencia a un Estado significa, por tanto: siempre que los habitantes de un territorio determinado, ya se trate de una sola aldea, de todo un distrito o de una serie de distritos adyacentes, hagan saber, mediante un plebiscito libremente celebrado, que ya no desean permanecer unidos al Estado al que pertenecen en ese momento... sus deseos deben ser respetados y acatados.
Dicho de otro modo, la secesión es el medio o la herramienta mediante la cual se expresa y preserva la autodeterminación en la política del mundo real. Ambos conceptos van de la mano.
¿De dónde saca Mises esta idea de autodeterminación? Se inspiró en corrientes de pensamiento muy vivas en Europa a finales del siglo XIX y principios del XX.
Orígenes en la Revolución Americana
El concepto de autodeterminación —aunque no la frase- ya era bien conocido como la fuerza motriz de los revolucionarios americanos cuando las colonias se separaron del Imperio Británico en la década de 1770. El historiador David Armitage describe la guerra de independencia de los Estados Unidos como el punto de partida práctico y político de las ideas modernas de autodeterminación. Aunque las raíces filosóficas de la autodeterminación se atribuyen a menudo a Immanuel Kant, el prototipo de un movimiento de secesión en la vida real se encontró en la guerra de independencia americana. Refiriéndose a la Declaración de Independencia de Jefferson, Armitage escribe: «La idea de que ‘un Pueblo’ pudiera considerar ‘necesario’ disolver sus vínculos con una política más amplia, es decir, que pudiera intentar legítimamente la secesión... era algo casi sin precedentes y apenas aceptado en la época de la Revolución Americana».
El éxito de los Estados Unidos a la hora de reivindicar el derecho de autodeterminación provocó movimientos similares en Europa y América Latina en las décadas posteriores a la independencia americana. Por ejemplo, Armitage señala que el «lenguaje para la autodeterminación» de la Declaración de Independencia aparecería repetidamente en los movimientos latinoamericanos, europeos y asiáticos que buscaban la independencia política.
En la Declaración, Jefferson se inspiraba en gran medida en el pensamiento de John Locke, quien reconocía el derecho a la autodeterminación a través de la secesión. Pero no tan explícitamente como lo hace Jefferson. Según el politólogo Lee Ward, Locke «tenía un derecho de revolución muy desarrollado, análogo al derecho de secesión». Basado, en parte, en «los derechos de propiedad de un pueblo conquistado». Locke, por ejemplo, reconoció que los griegos dentro del imperio otomano poseían un derecho de secesión para defenderse a sí mismos y a sus propiedades contra sus señores turcos. Es decir, los griegos tenían derecho a la autodeterminación.
Locke temía a dónde conducía todo esto si no se ponía algún tipo de limitación sobre quién podía hacer valer el derecho a la autodeterminación.
Locke sugirió que sólo los grupos con un tamaño, unas instituciones y una cohesión lo suficientemente importantes como para formar sus propias legislaturas podrían ejercer el derecho a la secesión y a la autodeterminación política. Sin embargo, incluso en este caso, Locke no es excesivamente rígido. Es decir, en la formulación de Locke sigue existiendo la posibilidad de que una amplia variedad de comunidades afirme su independencia y autodeterminación. Ward señala que en el pensamiento de Locke «[l]a afirmación de que el poder legislativo nunca puede revertir a los individuos no excluye la posibilidad de que una comunidad dentro de una sociedad más amplia pueda asumir el poder legislativo». De este poder se deriva entonces el derecho a la secesión y a la autodeterminación.
Jefferson adopta una actitud más flexible que Locke y asume que en el futuro surgirán nuevos movimientos de secesión en América. Nunca se mostró muy preocupado por los detalles de qué grupos se secesionarían o con qué instituciones. Jefferson apoyó los esfuerzos que mitigaran la necesidad de la secesión como medio para hacer realidad la autodeterminación.
La idea se extiende por Europa
En Europa, el concepto se extendió a finales del siglo XVIII y durante el XIX. Por ejemplo, la autodeterminación fue un tema central en la lucha de Polonia en 1794 para separarse totalmente de los estados prusiano, austriaco y ruso. El principal separatista polaco era Tadeusz Kościuszko, que había sido oficial del Ejército Continental durante la Revolución Americana y conocía bien la Declaración de Independencia. Como señala el historiador Victor Kattan, Kościuszko abogaba por la autodeterminación mucho antes de que el concepto entrara en el léxico común en Europa.
Mises, buen conocedor de la historia polaca, probablemente era consciente de ello. Mises estaría aún más familiarizado con las batallas por la autodeterminación que asolaron las tierras de los Habsburgo una generación antes de su nacimiento. La principal fue el intento de Hungría de separarse del imperio austriaco en 1848. Estos conflictos se plantearon en términos de autodeterminación.
En la década de 1870, la expresión «autodeterminación» parece haber sido cada vez más común, especialmente en alemán. La forma alemana de la expresión aparece entre los parlamentarios checos del Consejo Imperial Austriaco en 1870. También aparece en escritos franceses al menos desde 1862. Es notable que en la versión inglesa del Liberalismo de Mises que todos leemos ahora —una traducción de Ralph Raico—, Raico traduce la frase alemana pertinente como «autodeterminación».
La autodeterminación a través de la secesión también obtuvo el apoyo de los liberales radicales franceses Gustave de Molinari y Charles Dunoyer. De hecho, es con Molinari que vemos lo que quizás sea el primer apoyo explícito a la secesión más o menos de arriba abajo con lo que Molinari llamó un «doble derecho de secesión». La idea aquí es que la comuna puede separarse de la provincia, y la provincia puede separarse del Estado central. Es decir, la autodeterminación no se limita en modo alguno a ninguna gran entidad política, etnia o grupo religioso reconocidos.
Aquí vemos un punto de vista similar al que Mises adoptó unos 40 años más tarde. El derecho a la autodeterminación, expresado y garantizado mediante un plebiscito, se extiende hasta la entidad política más pequeña.
Murray Rothbard, discípulo tanto de Mises como de Molinari, adoptó, como era de esperar, un punto de vista muy flexible sobre la autodeterminación a través de la secesión. Rothbard escribió en 1969:
La secesión es una parte crucial de la filosofía libertaria: que se permita a cada estado separarse de la nación, a cada subestado del estado, a cada barrio de la ciudad y, lógicamente, a cada individuo o grupo del barrio.
Esta visión de la secesión y la autodeterminación no debe confundirse con las visiones limitadas o distorsionadas de la «autodeterminación» que ofrecen algunos otros secesionistas.
Por ejemplo, los nacionalistas húngaros de 1848 querían la autodeterminación para ellos dentro del Imperio austriaco, pero se la negaban a otros grupos étnicos como los croatas y los eslovenos.
Otro ejemplo son los secesionistas americanos del siglo XIX, que negaban un derecho general a la autodeterminación. Teóricos como John C. Calhoun, por ejemplo, no permitían la secesión para ningún grupo que no fueran los gobiernos estatales. Rothbard señaló la incoherencia y la falta de una teoría general de la autodeterminación subyacente a esta postura.
Huelga decir que estas opiniones estaban muy lejos del tipo de autodeterminación que apoyaban Mises, Molinari o Rothbard.
A principios del siglo XX, la autodeterminación no era sólo una expresión utilizada por liberales como Mises. El término también fue utilizado —aunque con una intención mucho más cínica— por personajes como Vladimir Lenin y Woodrow Wilson, ninguno de los cuales era un liberal jeffersoniano, por supuesto.
Lenin utilizó la autodeterminación como herramienta contra lo que consideraba el imperialismo capitalista. Woodrow Wilson utilizó el término con fines de realpolitik, es decir, para justificar la separación de partes de Austria y Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cabe destacar que Wilson no concedió la autodeterminación a los enclaves alemanes en países con mayorías no alemanas.
Las Naciones Unidas y la autodeterminación
Resulta extraño que muchos comentaristas políticos americanos de hoy —incluidos incluso muchos de los llamados libertarios— intenten designar los esfuerzos modernos de secesión y autodeterminación como algún tipo de estrategia reaccionaria o de derechas.
Esto probablemente sería una novedad para los autores de la Carta de las Naciones Unidas, que enumera explícitamente el derecho a la autodeterminación —y, por tanto, el derecho a la separación política mediante la secesión— entre los derechos básicos que enumera.
La autodeterminación es un derecho bien establecido en todo el espectro político, y en este momento el debate sobre la autodeterminación es sólo un debate sobre cuándo y dónde se puede invocar este derecho.
Cuando se adoptó la Carta en 1945, las potencias coloniales como Gran Bretaña y Francia se mostraron reacias a aprobar cualquier interpretación amplia del concepto de autodeterminación. Winston Churchill, tras años denunciando a los alemanes por violar los derechos de autodeterminación en Europa, dio media vuelta e insistió en que el concepto no se aplicaba a los africanos. Con el tiempo, sin embargo, muchas colonias consiguieron utilizar las palabras de la Carta de la ONU sobre la autodeterminación para justificar la secesión de sus amos coloniales.
En respuesta, muchos Estados miembros de la ONU insistieron en que la autodeterminación a través de la «secesión unilateral» sólo se aplica a los sujetos coloniales de naturaleza obvia, es decir, a los habitantes de lugares como Kenia y Nigeria. Se pensaba que los sujetos «no coloniales» no tenían los mismos derechos de secesión y autodeterminación. Sin embargo, la base de esta distinción entre secesión colonial y no colonial siempre ha sido turbia, en gran parte porque no existe una definición indiscutible de qué regiones o poblaciones son de naturaleza «colonial». La definición de este estatus ha llegado a ser a veces tan arbitraria que un criterio ha sido si la colonia y la metrópoli están separadas o no por una masa de agua salada. Una línea divisoria de mera agua dulce, o un desierto o una cordillera, no contaría. Esto niega convenientemente a los aborígenes australianos, a los indios norteamericanos y a los nativos siberianos el derecho a la autodeterminación. Además, los Estados miembros de la ONU han insistido con frecuencia en que la autodeterminación sólo puede invocarse como «autodeterminación reparadora» en casos de violaciones graves de los derechos humanos, como el genocidio. Es decir, sólo se puede recurrir a la secesión como remedio a violaciones de derechos in extremis.
Por supuesto, nunca se ha establecido qué se considera «in extremis». No hay acuerdo sobre cuántos abusos deben soportarse a manos de un gobierno imperial para que pueda invocarse el derecho de secesión. No hay acuerdo sobre los medios para hacer valer el apoyo público a la separación. Tampoco hay acuerdo sobre lo que constituye una subyugación colonial.
Lo que no se discute, sin embargo, es que existe el derecho a la autodeterminación mediante la secesión, y que la secesión está justificada al menos en algunos casos. Así pues, las fronteras actuales de los Estados soberanos del mundo no son ni sacrosantas ni perpetuas.
Por otra parte, y no es sorprendente, las potencias del statu quo tienden a aceptar sólo a regañadientes el derecho a la autodeterminación, e incluso entonces sólo para algunas personas que sufren crímenes de guerra escandalosos. Desgraciadamente, esta postura significa esencialmente que no se reconoce el derecho a la autodeterminación de las víctimas de los abusos del régimen mientras los crímenes del Estado no lleguen al genocidio, la esclavitud y crímenes similares.
Desde la década de 1940, el concepto de autodeterminación en el derecho internacional se ha ampliado, aunque sin acercarse a la interpretación de Mises. Por ejemplo, la «Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados» de la ONU de 1970 amplía explícitamente la autodeterminación más allá de los sujetos coloniales. Previsiblemente, la declaración enumera la subyugación colonial como justificación de la secesión, pero una lectura atenta de esta sección también lleva a concluir que los Estados que pierden el apoyo de «todo el pueblo» —ya sea en una relación colonial o de otro tipo— pueden legitimar el desmembramiento del Estado.
Además, el lenguaje de la declaración puede abrir aún más la puerta a legitimar el uso de la secesión para hacer frente a violaciones de la autodeterminación «in moderato». Es decir, el discurso del derecho internacional reconoce cada vez más que la secesión no tiene por qué estar justificada únicamente por crímenes de guerra y genocidio.
Lo que constituye «injusticias graves», por supuesto, sigue siendo objeto de debate, al igual que los medios «aceptables» para obtener y hacer cumplir esta separación. El enfoque misesiano sería lo que el filósofo Allan Buchanan llama la «teoría del plebiscito puro» del derecho a la secesión. Según Buchanan, la teoría propone que «cualquier grupo que pueda constituir una mayoría (o, en algunos casos, una mayoría «sustancial») a favor de la secesión dentro de una parte del Estado tiene derecho a separarse». De hecho, este planteamiento se ha utilizado para establecer el apoyo político y la legitimidad de los movimientos de secesión en muchos casos a lo largo del siglo pasado. Ejemplos modernos son Islandia en 1944, Malta en 1964, Eslovenia en 1990. También podría incluirse aquí la secesión de Noruega de Suecia en 1905. Sin embargo, no siempre se recurre al plebiscito, como ponen de manifiesto los ejemplos de la Revolución americana y los Estados bálticos postsoviéticos.
Limitar el alcance de la autodeterminación
En cuanto a la cuestión de cuándo se puede disfrutar y ejercer la autodeterminación, podríamos apropiarnos de un viejo chiste sobre el socialismo y decir que «la autodeterminación es como la comida en un estado socialista. No todo el mundo recibe un poco».
¿Y por qué no todos lo consiguen? Porque los sistemas políticos existentes —los Estados del mundo moderno— no están dispuestos a reducir su propio poder concediendo la autodeterminación a los separatistas.
En consecuencia, observamos que, aunque los liberales radicales como Rothbard sostienen que la autodeterminación es un derecho individual, en el mundo real es excepcionalmente raro que un individuo tenga alguna vez los medios para exigir y asegurar la autodeterminación por sí mismo. La realidad de la vida en el planeta Tierra exige algún tipo de acción colectiva para garantizar estos derechos. Sin embargo, como ha observado Allen Buchanan, el hecho de que los movimientos de secesión que buscan la autodeterminación sean a menudo impulsados por grupos de personas no significa que la autodeterminación no pueda ser un derecho individual.
Para Buchanan, el derecho de revolución de John Locke también entra en esta categoría. Es un derecho individual ejercido generalmente por grupos. Por tanto, cuando Jefferson escribe que «un pueblo» puede «disolver las bandas políticas» entre los estados, no está diciendo que este derecho sea sólo comunitario. Buchanan sugiere que tanto la revolución como la secesión en busca de la autodeterminación deben «entenderse como el derecho de las personas sujetas a una autoridad política a defenderse de injusticias graves» (énfasis añadido).
Incluso en un mundo en el que los líderes políticos admiten a nivel teórico que existe un derecho a la autodeterminación, los líderes políticos intentan fabricar muchas razones por las que no se debe permitir la autodeterminación.
Esencialmente, casi todas las razones aducidas se reducen a diversos tipos de paternalismo, colonialismo e imperialismo.
Esto es fácil de ver tanto en la retórica colonialista del siglo XIX, como en la retórica centralista de hoy en día que niega la autodeterminación a aquellos etiquetados como «atrasados» o como no suficientemente ilustrados para que se les permita la autodeterminación.
Se niega la autodeterminación mediante el imperialismo «humanitario» y el colonialismo
Es importante tener en cuenta que lo contrario de la autodeterminación es la subyugación imperial. Como afirman Locke, Jefferson, Mises y muchos otros, estar retenido en un sistema político contra tu voluntad es estar sometido a un tipo de dominio colonial. Por lo tanto, negar la autodeterminación y su realización a través de la secesión, es abrazar el imperialismo y el colonialismo.
Los imperialistas modernos lo niegan, por supuesto, y se creen humanitarios que sólo quieren proteger los derechos humanos manteniendo su despotismo ilustrado sobre los demás.
Lo vemos en cómo el llamado humanitarismo sigue siendo una excusa común para la centralización imperialista del poder.
La prevención de las violaciones de los derechos humanos y la propagación de la civilización en general se han utilizado durante mucho tiempo como excusa para la construcción del Estado mediante el colonialismo y el imperialismo, es decir, mediante la centralización política. Esta idea se remonta al menos a los primeros esfuerzos españoles y coloniales en el Nuevo Mundo, y la justificación se empleó inicialmente como una de tantas.
Sin embargo, la importancia de la pretensión de conquista-propagación-civilización aumentó a medida que el liberalismo ganaba terreno en Europa en el siglo XIX. Los liberales eran más escépticos respecto a los beneficios del imperialismo. Así, en este periodo, como señala la politóloga Lea Ypi: «A finales del siglo XIX y principios del XX, se declaró que el propósito del dominio colonial era la ‘misión civilizadora’ de Occidente para educar a los pueblos bárbaros». La conclusión implícita era que era necesario que los gobernantes europeos «se hicieran cargo de la administración [de los nativos], y establecieran nuevos funcionarios y gobernadores en su nombre, o incluso les dieran nuevos amos, siempre que pudiera demostrarse que ello redundaba en su interés».
Esta última advertencia se convertiría en un elemento importante de la lógica colonial tardía: se decía que el dominio colonial era en interés de los propios nativos, que eran incapaces de autogobernarse de forma adecuada y legítima. Los británicos adoptaron estas nociones españolas como propias en siglos posteriores y, en el siglo XIX, encontramos a John Stuart Mill afirmando que a los «bárbaros» se les debía negar la autodeterminación por su propio bien.
Hoy en día, el mismo pensamiento adopta la forma de apoyo a la intervención humanitaria tanto a escala internacional como nacional. Al igual que los imperialistas tradicionales suponían que los habitantes de las colonias eran demasiado atrasados para ser capaces de autogobernarse, los opositores modernos a una aplicación amplia de los derechos de autodeterminación suponen que los gobiernos centrales deben seguir actuando como garantes de los derechos humanos en todo el mundo.
Sigue prevaleciendo la vieja mentalidad imperialista: hay que oponerse a la independencia política en nombre de la protección de los derechos humanos.
No es de extrañar, por cierto, que los viejos liberales radicales que apoyaban ampliamente la autodeterminación no cayeran en esta artimaña imperialista del humanitrain.
De hecho, muchos liberales clásicos —como el gran Richard Cobden— han negado durante mucho tiempo que tales políticas merecieran la pena. Ludwig von Mises era un liberal típico en este sentido cuando escribió en la década de 1920:
Ningún capítulo de la historia está más empapado de sangre que la historia del colonialismo. Se derramó sangre inútilmente y sin sentido. Se arrasaron tierras florecientes, se destruyeron y exterminaron pueblos enteros. Todo esto no puede en modo alguno atenuarse ni justificarse. El dominio de los europeos en África y en partes importantes de Asia es absoluto. Está en el más agudo contraste con todos los principios del liberalismo y la democracia, y no cabe duda de que debemos luchar por su abolición.
También es notable que Mises no se dejara engañar por la afirmación de que los imperialistas están difundiendo la paz y la civilización. Mises escribe:
Se ha intentado atenuar y ocultar el verdadero motivo de la política colonial con la excusa de que su único objetivo era hacer posible que los pueblos primitivos participaran de las bendiciones de la civilización europea.
El hecho de que las intervenciones humanitarias modernas a menudo terminen en baños de sangre y pobreza para las poblaciones locales —como en Irak y otros países que han sido víctimas de las intervenciones humanitarias americanas en las últimas décadas— nos recuerda lo que resulta de negar la autodeterminación. Cuando sumamos el coste humano de la Lucha por África, la expansión americana hacia el oeste, la conquista rusa de Siberia, la anexión francesa de Argelia y la larga marcha del imperio británico, resulta difícilmente evidente que todo ello «mereciera la pena» para llevar la ilustración a los provincianos. De hecho, el imperialismo occidental ha funcionado en gran medida para crear animadversión contra Occidente.
La excusa humanitaria para aumentar el poder del régimen sobre los retrógrados locales también tiene aplicaciones nacionales. Hoy en día, en los Estados Unidos, a menudo vemos cómo se aplica la excusa humanitaria para negar la autodeterminación a los gobiernos estatales y locales. A menudo se nos dice que sólo el gobierno central de Washington está cualificado para dictar sentencias definitivas —a través de la Corte Suprema— sobre lo que constituye la interpretación «correcta» de los derechos humanos. Las interpretaciones locales se consideran sospechosas y nulas si entran en conflicto con los valores de la metrópoli. (Este razonamiento difiere poco del de un imperialista británico con casco ortopédico de los de antaño, perorando sobre la carga del hombre blanco). El humanitarismo se invoca igualmente cada vez que se menciona la secesión como medio de proteger la autodeterminación de algunos grupos. No se puede tolerar la autodeterminación, nos dicen muchos antisecesionistas, porque tenemos a la Corte Suprema y a la Casa Blanca para imponer un gobierno «humanitario» e ilustrado en todas las partes del país. Las asambleas legislativas estatales o los ayuntamientos que deciden no gobernar de acuerdo con las decisiones de la élite de Washington se han convertido en una amenaza para los derechos humanos y, por tanto, han renunciado a su derecho al autogobierno.
De hecho, sigue abundando la oposición vehemente a la autodeterminación de los separatistas y los descentralistas. Entre los escritores de la clase experta, se utiliza cualquier cantidad de argumentos para afirmar que la autodeterminación de los grupos minoritarios fuera del poder no es deseable ni moral.
En estos casos, las élites centralizadoras insisten en que no se puede tolerar la autodeterminación de los separatistas porque sus defensores son racistas y bárbaros fascistas y no se les puede confiar el autogobierno. He aquí un ejemplo representativo de esta línea de pensamiento de Joy Reid, de MSNBC, comentando lo que ocurriría si la gente que no está de acuerdo con ella pudiera obtener la autodeterminación a través del llamado divorcio nacional:
Hoy en día, aproximadamente la mitad de los afroamericanos siguen viviendo en los 11 estados del Sur que formaban la Confederación, por lo que, si se produjera este divorcio nacional, se verían atrapados en un paisaje infernal de apartheid en un nuevo país con cero asistencia sanitaria, escuelas públicas de mierda, apenas derecho al voto y un retorno total a la propiedad ajena de sus cuerpos, excepto que esta vez no serían sólo las mujeres negras, serían todas las mujeres.
Sin embargo, los socialdemócratas no son los únicos que adoptan esta línea de pensamiento. Esta misma retórica es empleada por algunos libertarios. Por ejemplo, Zach Weissmueller de la revista Reason escribe:
En el post-divorcio de América, California tendría más libertad para confiscar armas. Los legisladores de Florida podrían hacer caso omiso de la Primera Enmienda y prohibir las expresiones «ofensivas». Los policías de todo el mundo no tendrían que preocuparse por violar los derechos constitucionales de los ciudadanos.
Tanto en el punto de vista socialdemócrata como en el libertario que se muestra aquí, el argumento es esencialmente que, si se permite que cualquier región del país se separe del control de Washington, entonces la región escindida se pondrá inmediatamente a trabajar violando los derechos humanos. La conclusión que se supone que debemos sacar es que apoyar la autodeterminación equivale a apoyar la esclavitud, la prohibición de armas, la censura y un estado policial. Según esta forma de pensar, se supone que el régimen de Washington DC es un defensor fiable de los derechos humanos. Esta última afirmación es, como mínimo, ingenua.
Los izquierdistas y los libertarios difieren en qué derechos humanos se ponen en peligro por la extensión de la autodeterminación, pero en ambos casos los argumentos equivalen a esto: sin la coerción y la aplicación de la ley por parte del gobierno central ilustrado, los gobiernos estatales y locales de Estados Unidos son simplemente demasiado propensos a la tiranía y la mala gestión. Si se les permite un gobierno independiente y localizado, esas personas de allí podrían adoptar políticas con las que no estoy de acuerdo. Por lo tanto, deben ser subyugados a un gobierno central con políticas que yo prefiero. Por lo tanto, no se permite la autodeterminación.
Tenemos palabras para este tipo de pensamiento: imperialismo y colonialismo. De hecho, la suposición de que hay que obligar a los separatistas potenciales a someterse a un gobierno más «ilustrado» desde el centro —por el propio bien de los locales— es propaganda colonialista estándar. Es esencialmente lo que los imperialistas europeos y americanos decían hace 200 años para justificar la continuación de los esfuerzos de sus respectivos gobiernos como conquistadores y metrópolis imperiales. Después de todo, la mayoría de la gente que vivía en los territorios coloniales conquistados tenía sus propias ideas sobre el gobierno, la cultura y los derechos naturales. Muchas de estas ideas eran objetables para la sensibilidad de las élites de las capitales como Londres, París, Moscú y Washington DC. Por ello, el régimen americano consideraba bárbaras a las tribus indias.
Por qué es fundamental definir a los aspirantes a separatistas como inferiores incapaces de autogobernarse
La filósofa Uma Narayan ha identificado estas tácticas como fundamentales en el esfuerzo por centralizar y aumentar el poder político sobre poblaciones consideradas no aptas para la independencia política. Para consolidar el dominio de la metrópoli, se hace necesario, señala Narayan, emplear «estereotipos sobre la condición negativa e inferior» de los habitantes de las provincias conquistadas y «construir a los colonizados como súbditos infantiles e inferiores...». Así, los imperialistas emplearon palabras como «salvaje», «bárbaro», «atrasado» y «patriarcal» para describir a las poblaciones conquistadas y apoyar la afirmación de que los territorios coloniales requerían un gobierno ilustrado por parte del Estado central.
En décadas más recientes, se emplean nuevos términos como «antidemocrático», «misógino», racista, «loco de las armas» o «paleto».
Otra táctica consiste en insistir en que cualquier intento de autogobierno por parte de la población conquistada no sólo sería poco inteligente, sino francamente ilegítimo. Por ejemplo, como ha demostrado Ypi, los Estados imperiales han empleado una «teoría del Estado legítimo» en virtud de la cual las reivindicaciones locales de derechos territoriales están «supeditadas al cumplimiento de una serie de condiciones internas y externas». Es decir, la metrópoli insiste en que no puede permitir la autodeterminación a menos que esté convencida de que la población que busca la autodeterminación establecerá instituciones políticas que sean del agrado del Estado central. Del mismo modo, los colonialistas pueden emplear lo que John Ladd llama la «doctrina de la descalificación moral». Esta doctrina se emplea cuando el grupo de dentro —en este caso la clase dirigente del Estado central— define al «otro» o al grupo de fuera como inferiores moralmente, y cuyas costumbres atrasadas les descalifican para ser «miembros de pleno derecho de la comunidad moral». Y lo que es más importante, como dice Eric Reitan, los que se considera que están fuera de la comunidad moral «pueden recibir un trato que nunca se permitiría» a los miembros del grupo moral interno.
No importa cómo se exprese exactamente, el mensaje de los opositores a la autodeterminación es claro: no se debe permitir que los separatistas se marchen pacíficamente porque no quieren o no son capaces de autogobernarse legítima o moralmente. Más bien, estos separatistas necesitan que el régimen central garantice la administración de un gobierno ilustrado y ordenado. Es una vieja reivindicación con un largo pedigrí entre los imperialistas de antaño.