Es otra aventura de Trump, esta vez sin las alegaciones de acoso sexual (y peor), las acusaciones y contraacusaciones, las demandas y todo lo demás. Así que no ha conseguido el tipo de titulares que ha cosechado Stormy Daniels, pero en lo que respecta a influencia, política exterior estadounidense y asuntos de guerra y paz, no podría importar más o ser una historia más grande (o tener más dinero o cabilderos implicados en ella). Pensad en ella como la gran aventura amorosa de la época de Trump, entre el Donald y la familia real saudí. Y si hay algún lugar por el que empezar la historia, es naturalmente en una boda, en este caso en una ceremonia trágica que resultó tener lugar en Yemen, no en Washington.
El domingo, 22 de abril, aviones de la coalición liderada por Arabia saudita lanzaron dos bombas sobre una boda en Yemen. El novio quedó herido, la novia muerta, junto con al menos 32 otros civiles, muchos de ellos niños.
En respuesta, los saudíes no admitieron su error ni expresaron condolencias a las familias de las víctimas. Por el contrario, destacaron que su “coalición continúa tomando todas las medidas preventivas y de precaución” para evitar bajas civiles en Yemen. Esta desconexión entre la retórica saudí y las realidades sobre el terreno no es una anomalía: ha sido la norma. Durante cuatro años, los saudíes y sus aliados han estado realizando allí ataques aéreos con descuidado abandono, contribuyendo a una asombrosa cifra de muertes civiles que ahora mismo parece llegar a las 10.000.
Los saudíes y su aliado cercano, Emiratos Árabes Unidos (EAU) han garantizado repetidamente a los legisladores estadounidenses que están haciendo todo lo imaginable para impedir bajas civiles, solo para seguir lanzando ataques aéreos contra objetivos civiles, incluyendo escuelas, hospitales, funerales y mercados.
Por ejemplo, el pasado mayo, cuando Donald Trump llegó a Arabia saudita en su primera visita al extranjero como presidente, los cabilderos saudíes distribuyeron una “hoja de hechos” acerca de los prodigiosos esfuerzos del ejército del país por reducir las bajas civiles en Yemen. Sin embargo, cinco días después de que Trump llegara a Riad, un ataque aéreo mataba a 24 civiles en un mercado yemení. En diciembre, esos ataques mataron a más de 100 civiles yemeníes en diez días. La respuesta saudita: condenar a la ONU por sus críticas a dichos ataques y luego ofrecer todavía más promesas vacías.
A lo largo de todo este tiempo, el presidente Trump ha mantenido constante su apoyo, mientras el ejército de EEUU continúa proporcionando repostaje aéreo para los ataques saudíes, así como las bombas usadas para matar a tantos civiles. ¿Pero por qué? En pocas palabras: por el dinero de Arabia Saudita y EAU, que fluye en cantidades prodigiosas hacia el mundo de Trump, hacia los fabricantes estadounidenses de armas y docenas de cabilderos, empresas de relaciones públicas e influyentes think tanks en Washington.
La aventura amorosa de Trump con el régimen saudí
La influencia de Arabia Saudita sobre Donald Trump tuvo su primera cumbre en su primera visita presidencial al extranjero, que empezó en Riad en mayo de 2017. La familia real saudita, que había entendido claramente la naturaleza del Donald, le ofreció lo que parece amar más: adulación, adulación y más adulación. El reino desplegó la alfombra roja de los grandes momentos. La fanfarria incluía poner estandartes con fotos del presidente Trump y el rey saudita Salman a lo largo de la carretera del aeropuerto hasta Riad, proyectar una imagen de Trump del tamaño de cinco pisos en la fachada lateral del hotel en el que se alojaría y realizar un concierto solo para hombres del cantante country Toby Keith.
Según el Washington Post, “Los saudíes alojaron a los Trump y los Kushner en el palacio de la familia real, los transportaron en carros de golf y homenajearon a Trump con una gala en su honor de varios millones de dólares, completada con un asiento similar a un trono para el presidente”. Además, le obsequiaron con la medalla Abdul-Aziz al-Saud, un recuerdo con el nombre del primer rey de Arabia Saudita, considerado el máximo honor que el reino puede conceder a un líder extranjero.
Luego los saudíes dieron a Trump algo que indudablemente valoraba más que todas las adulaciones: la posibilidad de presentarse como el mejor negociador del mundo. Para el viaje, Trump llevaba consigo una sorprendente representación de CEO de grandes empresas estadounidenses, incluyendo Marillyn Hewson, de Lockheed Martin, Jamie Dimon, de JPMorgan Chase, y Stephen Schwarzman, de Blackstone Group. Se indicaron grandes cifras sobre el valor potencial de futuros acuerdos de negocio entre Estados Unidos y Arabia Saudita, incluyendo 110.000 millones de dólares en ventas de armas y cientos de miles de millones más en inversiones en energía, petroquímica e infraestructuras, afectando a proyectos en ambos países.
El nuevo presidente no dudó en atribuirse el mérito de esos potenciales megaacuerdos. En una conferencia de prensa, hablaba de “tremendas inversiones en Estados Unidos… y trabajo, trabajo, trabajo”. Al volver a Estados Unidos inmediatamente presumió en una reunión del gabinete de que esta negociación traería “muchos miles de empleos a nuestro país (…) En realidad, traerá a largo plazo millones de empleos”. Como es habitual, nos ofreció ningún análisis que respaldara esas afirmaciones, pero ya está claro que algunos de estos acuerdos nunca se llevarán a cabo y muchos de los que lo hagan es más probable que creen empleos en Arabia Saudita que en Estados Unidos.
Aun así, la historia de amor del presidente Trump con la familia real de ese país no hizo más que intensificarse, llevando a una visita triunfante en Estados Unidos el mes pasado por parte del príncipe coronado saudí Mohammed bin Salman, el poder fáctico detrás del trono en esa nación. También es el artífice de su brutal guerra yemení, donde, además de estos miles de civiles muertos gracias a ataques aéreos indiscriminados, millones han quedado en riesgo de hambruna debido a un bloqueo del país, liderado por Arabia Saudita. Pero ninguna de estas actividades que, como ha señalado el congresista demócrata Ted Lieu, “parecen crímenes de guerra”, ni el deplorable historial interno sobre los derechos humanos han generado una palabra de desánimo de Trump o cualquiera de su gabinete. Lo primero es lo primero. Hay negocios a realizar y así se hará.
La visita de Mohammed bin Salman a la Casa Blanca tuvo lugar el mismo día en el que el Senado estaba considerando una propuesta para acabar con el apoyo de Estados Unidos a la campaña de bombardeos de Arabia Saudita en Yemen. Mientras los senadores debatían la autoridad constitucional del Congreso para declarar la guerra y el impacto sobre los derechos humanos del apoyo de Estados Unidos al esfuerzo bélico saudí, Trump estaba presumiendo de nuevo sobre todos esos empleos que crearía la venta de armas a Arabia saudita, añadiendo (en una señal del éxito total de la ofensiva carismática saudí) que la relación entre los dos países “es ahora probablemente la mejor que haya habido nunca” y “probablemente no hará más que mejorar”.
La pieza central del mitin de Trump fue una presentación centrada en cómo las ventas saudíes de armas estimularían el empleo estadounidense. Mientras cantaba las alabanzas de esas compras saudíes, mostraba un mapa de Estados Unidos con la leyenda “Acuerdos pendientes con el reino de Arabia Saudita” por encima de un óvalo rojo que decía “40.000 empleos en EEUU”. Los más importantes eran los empleos en los estados oscilantes que hicieron que Trump ganara las elecciones de 2016: Pennsylvania, Ohio, Michigan y Florida. Otro punto más para la influencia saudí en la forma de creencia firme de Trump de que su relación con ese régimen mejorará sus futuras perspectivas políticas.
Así que el cortejo público de Trump por parte de la familia real saudí ya está dando grandes dividendos, pero la adulación pública y los acuerdos masivos de armamento son solo la parte más conocida de la imagen. El presidente también ha sido muy cortejado en privado, tanto a través de relaciones personales como de una operación de cabildeo expansivo que es importante, aunque no haya declaraciones de la administración sobre el tema.
El cortejo personal
Para empezar (como se ha publicado ampliamente), Jared Kushner, el yerno del presidente y hombre ungido para la paz en Oriente Medio (un resultado para el que está especialmente mal preparado), ha creado una bonita amistad con el príncipe coronado saudí Mohammed bin Salman. Su relación se consolidó en un almuerzo en la Casa Blanca en marzo de 2017, seguido de numerosas llamadas telefónicas y varias visitas de Kushner a Arabia Saudita, incluyendo una poco antes de que el príncipe purgara a sus rivales nacionales. Aunque esa purga se justificó públicamente como un movimiento anticorrupción, curiosamente atacaba a todos los que podrían haberse interpuesto en la consolidación en el poder de bin Salman. Según Michael Wolff en Fire and Fury, después del poderoso movimiento de bin Salman, Trump dijo alegremente a Kushner: “¡Hemos puesto a nuestro hombre en todo lo alto!”, una indicación de que Kushner había ofrecido la aprobación de Trump a la maniobra política del príncipe durante su viaje a Riad.
La amistad ha ofrecido claros resultados para los sauditas. Parece que Kushner fue el principal defensor de que Trump hiciera su primera visita al exterior a ese país, por encima de las objeciones del secretario de defensa, James Mattis, que pensaba que enviaría señales incorrectas a los aliados acerca de la actitud de Trump hacia la democracia y la autocracia (cosa que hizo). Kushner también presionó con fuerza a Trump para que respaldara un bloqueo de Arabia Saudita-EAU y una campaña de propaganda contra Qatar, algo que hizo Trump con energía en un tweet: “Es estupendo ver que la visita a Arabia Saudita con el rey y 50 países ya ofrece resultados. Dijeron que adoptarían una línea dura contra la financiación del extremismo y todas las referencias apuntaban a Qatar. ¡Tal vez sea el principio del final del horror del terrorismo!”
Trump cambio posteriormente de ideas sobre este tema… después de saber que Qatar acoge la mayor base militar aérea de Estados Unidos en Oriente Medio y después de que Qatar iniciara una ofensiva propia de relaciones públicas y cabildeo. Este estado pequeño y extremadamente rico contrató nueve empresas de cabildeo y relaciones públicas, incluyendo la del exfiscal general John Ashcroft, en los dos meses después de que empezara el bloqueo saudí-EAU, según los registros realizados bajo la Ley de Registro de Agentes Extranjeros. Lo más notable es que los qataríes acordaron gastar 12.000 millones de dólares en aviones de combate de Estados Unidos solo unas semanas después del tweet de Trump.
En cuanto Trump acabó con la campaña contra Qatar (motivado en parte por una creencia saudí en que su emir no se había acercado lo suficiente a una línea dura en Irán) el papel de Kushner en el asunto da un nuevo giro a la antigua expresión “Lo personal es lo político”. Según una fuente que habló al veterano reportero Dexter Filkins, la antipatía de Kushner hacia Qatar puede haberse debido en parte a su enfado por su falta de voluntad de rescatar con un préstamo masivo a su padre por una mala inversión inmobiliaria en Manhattan.
Otra instantánea de la necesidad de Arabia Saudita y EAU de mantenerse cercanos al Donald se aprecia en el extraño caso de George Nader, un operativo político e importante asesor de EAU, y Elliott Broidy, que supuestamente puede hablar cara a cara con el presidente Trump cuando quiera. Nader evidentemente convenció con éxito a Broidy para que presionara privadamente a Trump para que adoptara posturas más en línea con los intereses de Arabia saudita y EAU en Qatar y para pedir que el secretario de estado, Rex Tillerson, fuera acompañado a la salida. Hayan afectado o no las apelaciones de Broidy a las decisiones de Trump, no puede acusársele de no haberlo intentado. Sus abusos subrayan lo lejos que ambos países están dispuestos a llegar en sus intentos de condicionar la política exterior de Estados Unidos a favor de sus necesidades e intereses.
En su campaña para ganarse a Broidy, Nader le dio 2,7 millones de dólares para financiar una conferencia contra Qatar patrocinada por la Foundation for Defense of Democracies, una suma a la que además le siguieron más de 600.000$ en donaciones a candidatos republicanos.
El principal orador en esa conferencia fue el presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara, Ed Royce, que luego escribió una propuesta de ley de sanciones contra Qatar y (milagro, milagro) poco después recibió una contribución de campaña de Broidy. Vinieran de donde vinieran esos fondos, no puede creerse que fuera una coincidencia. Para endulzar el trato, Nader también añadió la perspectiva de más contratos para la empresa de seguridad privada de Broidy, Circinus. El acuerdo con EAU, por 200 millones de dólares, ya se ha firmado, mientras que se está trabajando en otro con Arabia Saudita. En este momento, quién sabe si alguno de ellos es ilegal. Pero en el mundo del tráfico de influencias de Washington, lo que es legal es a menudo tan escandaloso como lo que no lo es.
El cortejo del cabildeo
Si esas conexiones tan profundas entre Arabia Saudita y la administración Trump a veces parecen aflorar desde la nada, demasiado a menudo todas parecen derivar de una campaña de cabildeo y relaciones públicas extraordinariamente influyente, aunque en buena parte no publicitada, de Arabia Saudita.
Tras las elecciones de noviembre, los saudíes no perdieron el tiempo en añadir más potencia de fuego a su influencia ya sólida en este país. En los menos de tres meses antes de que Trump jurara como presidente en enero de 2017, los saudíes firmaron contratos con tres nuevas empresas: una de orientación republicana, el McKeon Group (cuyo tocayo, Howard “Buck” McKeon, es el recientemente jubilado presidente del Comité de Servicios Armados de la Cámara); el CGCN Group, una empresa bien relacionada con republicanos conservadores, cuya clientela incluye también a Boeing, que vende bombas a Arabia saudita, y una organización asociada con los demócratas, el Podesta Group, que se disolvió posteriormente después de revelaciones acerca de su trabajo con Paul Manafort, el exjefe de campaña de Trump, y bancos rusos bajo sanción.
Incluso antes de que Trump viajara a Riad ese mayo, según un análisis de los registros de la Ley de Registro de Agentes Extranjeros, los saudíes firmaron contratos con seis empresas más de relaciones públicas y luego añadieron otras dos inmediatamente después de romper lazos diplomáticos con Qatar a principios de junio. Todo incluido, en solo el primer año de la administración Trump, los saudíes gastaron más de un millón de dólares mensualmente en más de dos docenas de organizaciones registradas de cabildeo y relaciones públicas. EAU no le iba a la zaga, mostrando dieciocho empresas registradas de cabildeo y relaciones públicas en 2017, incluyendo más de diez millones de dólares solo ese año que fueron a solo una de ellas, el Camstoll Group.
Todo este poder de cabildeo daba estos dos países una capacidad sin parangón para dirigir la política exterior de Estados Unidos en Oriente Medio. Entre otras vías de influencia, su campaña incluía un flujo de propaganda constante hacia los legisladores acerca de la guerra en Yemen.
Los grandes cabilderos extranjeros de este tipo también disfrutan de una vía todavía más directa para influir a través de las contribuciones a campañas. Aunque es ilegal que los ciudadanos extranjeros hagan esas contribuciones en las elecciones de EEUU, hay una manera sencilla de eludir esto: limítate a contratar cabilderos para que lo hagan por ti. Esas empresas y personajes han admitido en el pasado haber actuado como intermediarios de este tipo y se sabe que han donado, a veces con generosidad. Por ejemplo, un estudio de Maplight e International Business Times concluía que los cabilderos registrados que trabajaban en solo cuatro empresas contratadas por los saudíes dieron más de medio millón de dólares a candidatos federales en las elecciones de 2016.
Otra importante vía de influencia para los saudíes y emiratíes: sus contribuciones financieras a think tanks en Washington. El grado real de su alcance en esta área es difícil de saber, porque los think tanks y otras organizaciones sin ánimo de lucro no tienen obligación de revelar sus donantes y muchos prefieren no hacerlo. Sin embargo, una exclusiva reveladora del New York Times en 2014 revelaba una lista extensa de think tanks que recibían dinero de los saudíes o emiratíes, incluyendo el Atlantic Council, la Brookings Institution, el Center for Strategic and International Studies y el Middle East Institute. En la época de Trump, es razonable apostar por que las cosas no han hecho más que empeorar.
¿Una alianza bélica?
Hay más en juego en la red actual de relaciones de Washington con estos dos países que solo negocios. La adopción sin críticas de esos regímenes despiadados, extremistas y antidemocráticos por parte del presidente Trump y muchos miembros del Congreso tiene implicaciones de largo alcance para el futuro de la política exterior estadounidense en Oriente Medio. El príncipe coronado saudí Mohammed bin Salman ha afirmado que el líder iraní, el ayatolá Ali Jamenei “hace que Hitler parezca bueno” y ha sugerido acciones militares contra Irán en diversas ocasiones. Añadamos a esto los intentos con éxito del príncipe por mantener a bordo a la administración Trump en su apoyo a la guerra en Yemen, más la interferencia política de Riad en Qatar y Líbano, y veremos que hay un peligro real de que la defensa sin críticas de Trump del régimen saudita pueda generar una guerra regional. La matanza indiscriminada de yemeníes por la coalición saudita, con la ayuda de armas estadounidenses, ya ha contribuido a la mayor crisis humanitaria del mundo, haciendo supuestamente a la franquicia de al-Qaeda en Yemen “más fuerte que nunca”.
Hay mucha preocupación en el Washington oficial acerca de la actitud aparentemente caballeresca de Trump hacia las alianzas duraderas de Estados Unidos, pero en el caso de Arabia Saudita, sería indudablemente recomendable un drástico cambio de rumbo. Lo menos que podemos hacer es ayudar a garantizar que el pueblo de Yemen no tema por sus vidas en sus propias bodas.