[Nota del editor: el siguiente artículo es un extracto de Dinero, crédito bancario y ciclos económicos de Jesús Huerta de Soto, escrito originalmente en 2001]
La característica más típica de los ciclos económicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial es que han tenido su origen en políticas deliberadamente inflacionistas dirigidas y coordinadas por los bancos centrales. Así, bajo inspiración teórica keynesiana, durante las décadas siguientes al conflicto y hasta finales de los años sesenta, se consideró que mediante una política fiscal y monetaria «expansiva» podía evitarse el advenimiento de cualquier crisis. La dura realidad llegó con la grave recesión de los años setenta, recesión inflacionaria (stagflation) que echó por tierra y desprestigió teóricamente los postulados keynesianos. Es además precisamente a partir de los años setenta cuando, coincidiendo con el surgimiento de la recesión inflacionaria, comienzan a estudiarse y valorarse de nuevo las teorías económicas de la Escuela Austriaca, logrando Hayek el Premio Nobel de Economía en el año 1974, precisamente por sus estudios sobre la teoría del ciclo. En efecto, la crisis y recesión inflacionaria de los años setenta fue una «prueba de fuego» que los keynesianos no lograron superar, y supuso un gran espaldarazo para los teóricos de la Escuela Austriaca, que desde hacía tiempo la venían anunciando. El único aspecto en el que en un principio se equivocaron fue en cuanto a la duración del proceso inflacionario que, como reconoce Hayek, al no estar limitado por las exigencias del antiguo sistema de patrón-oro, pudo prolongarse mediante dosis adicionales de expansión crediticia a lo largo de dos decenios, hasta que apareció un fenómeno hasta entonces históricamente desconocido: una profunda depresión con altas cotas, simultáneamente, de inflación y de paro.1
El estudio detallado de la crisis de finales de los setenta pertenece a la historia económica reciente y en él no nos vamos a extender. Sólo queremos manifestar aquí que fue muy costoso el ajuste que fue preciso efectuar a nivel mundial. Y quizá, tras esta amarga experiencia, podría haberse exigido a los responsables financieros y económicos de Occidente que, una vez iniciada la etapa de recuperación, se tomaran las medidas de precaución necesarias para evitar otra futura expansión crediticia generalizada y, con ello, una futura depresión. Desafortunadamente, no fue así, y a pesar de todos los esfuerzos y costes que supuso la reestructuración y reajuste de las economías occidentales después de la crisis de finales de los setenta, en la segunda mitad de los años ochenta comenzó, de nuevo, una amplísima expansión crediticia que, iniciada en Estados Unidos, se extendió por Japón, Inglaterra y el resto del mundo. A pesar de los «avisos» dados por el mercado bursátil, entre los que destacó el colapso de la bolsa de Nueva York el «lunes negro» de 19 de octubre de 1987 (en el que el índice de la bolsa de Nueva York cayó un 22,6%), las autoridades monetarias reaccionaron nerviosamente inyectando nuevas dosis masivas de expansión crediticia para mantener el nivel alcanzado por los índices bursátiles.
W.N. Butos, en un estudio empírico sobre la recesión de comienzos de los noventa,2 ha puesto de manifiesto cómo, de 1983 a 1987, la tasa media de crecimiento anual de las reservas proporcionadas por la Reserva Federal al sistema bancario americano creció al 14,5 por ciento al año (es decir, de 25 mil millones de dólares en 1985 a más de 40 mil tres años después); esto generó una tremenda expansión crediticia y de la oferta monetaria que, a su vez, alimentó un importante boom bursátil y todo tipo de movimientos financieros especulativos. Además, la economía entró en una etapa de gran expansión con un importante alargamiento de las etapas de bienes de capital más alejadas del consumo y un incremento espectacular en la producción de bienes de consumo duradero, que se ha dado en llamar «etapa dorada de los años de Reagan y Thatcher», y que en gran parte se construyó sobre los cimientos de barro de la expansión crediticia.3 Estos efectos son confirmados por otro estudio empírico debido a Arthur Middleton Hughes, que además estudia el impacto de la expansión crediticia y la recesión sobre diferentes sectores pertenecientes a distintas etapas de la estructura productiva (más y menos alejadas del consumo), confirmando su trabajo empírico de series temporales las conclusiones más importantes de nuestra teoría del ciclo.4 Además, la última recesión ha venido acompañada de una importante crisis bancaria que en Estados Unidos se manifestó por la caída de varios bancos importantes y, sobre todo, por el derrumbamiento del sector de cooperativas de ahorro (savings and loans associations) cuyo análisis ha sido objeto de estudio en una profusa y reciente literatura.5
De nuevo, la última recesión ha sorprendido a los teóricos de la escuela monetarista, que no se explican por qué haya podido ocurrir tal cosa.6 Sin embargo, las características típicas de la expansión, el advenimiento de la crisis y la posterior recesión responden todas ellas a lo previsto por la teoría austriaca del ciclo.
Quizá uno de los hechos diferenciadores más interesantes en el último ciclo haya sido el importante papel que en el mismo ha jugado la economía japonesa. Ésta experimentó una tremenda expansión monetaria y crediticia, especialmente en los cuatro años que mediaron entre 1987 y 1991, expansión que afectó, como indica la teoría, básicamente a las industrias más alejadas del consumo. En efecto, aunque los precios de los bienes de consumo prácticamente sólo aumentaron entre un 0 y un 3 por ciento a cómputo anual durante este periodo, el precio de los activos fijos, y especialmente de la tierra y los inmuebles, de las acciones y de las obras de arte y joyería aumentó extraordinariamente, multiplicando en muchas veces su valor y entrando los respectivos mercados en un boom especulativo. La crisis empezó a partir del segundo trimestre de 1991, y ha continuado varios años, habiéndose puesto de manifiesto una generalizada mala inversión de los recursos productivos que hasta ahora era desconocida en Japón y que ha obligado a que la economía japonesa inicie un doloroso proceso global de reestructuración en el que sigue implicada en el momento de escribir estas líneas (1997).7
En cuanto al efecto de la última crisis económica mundial en nuestro país, es preciso señalar que se dejó sentir con toda su virulencia en el año 1992, habiendo durado la recesión al menos cinco años. De nuevo, todas las características típicas de la expansión, crisis y recesión se han dado en nuestro más próximo entorno económico, quizá con la peculiaridad de que la expansión artificial fue aún más exagerada como consecuencia de los efectos inducidos por la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Además, la recesión llegó en un contexto de sobrevaloración de la peseta, que tuvo que ser devaluada tres veces consecutivas a lo largo de un periodo de doce meses. La bolsa se vio muy afectada y se produjeron conocidas crisis de naturaleza financiera y bancaria, en un entorno de cultura especulativa y de enriquecimiento fácil del que tardaremos mucho tiempo en recuperarnos. Y todavía hoy no se han tomado todas las medidas de flexibilización de la economía en general y del mercado laboral en particular que, junto con una política monetaria prudente y una disminución del gasto y déficit públicos, son imprescindibles para que nuestro país consolide cuanto antes un proceso de recuperación estable y sostenido.8
- 1Milton Friedman, en un artículo en el que analiza los datos de las crisis acaecidas de 1961 a 1987, dice que no encuentra una correlación entre el tamaño de una expansión y la posterior contracción y concluye que estos resultados «would cast grave doubt on those theories that see as the source of a deep depression the excesses of the prior expansion (the Mises cycle theory is a clear example)». Véase Milton Friedman, «The ‘Plucking Model’ of Business Fluctuations Revisited», Economic Inquiry, vol. XXX1, abril de 1993, pp. 171-177 (la cita está en la p. 172). Sin embargo, la interpretación que Friedman hace de los hechos y de su adaptación a la teoría austriaca no es correcta por los siguientes motivos: a) Friedman utiliza como indicador de la evolución del ciclo las magnitudes del PIB que, como ya sabemos, ocultan casi la mitad de la renta social bruta total, que recoge el valor de los productos intermedios y que es la que más oscila a lo largo del ciclo; b) la teoría austriaca del ciclo establece una correlación entre expansión crediticia consiguiente mala inversión y recesión y no entre la expansión económica y la recesión, ambas medidas por el PIB; c) el periodo de tiempo considerado por Friedman es muy corto (1961-1987) y durante el mismo toda señal de recesión fue seguida por enérgicas políticas expansivas que hicieron corta la posterior recesión, salvo en los dos casos que comentamos en el texto (crisis de finales de los setenta y de principios de los noventa) en que se entró en el callejón sin salida de la recesión inflacionaria. Agradezco a Mark Skousen que me haya proporcionado su abundante correspondencia privada con Milton Friedman sobre este tema. Véanse, además, las consideraciones de Roger W. Garrison (Time and Money: The Macroeconomics of Capital Structure, ob. cit., pp. 222-235) que demuestra cómo los datos empíricos presentados por Friedman son plenamente compatibles con la teoría austriaca del ciclo.
- 2W.N. Butos, «The Recession and Austrian Business Cycle Theory: An Empirical Pers-
pective», en Critical Review, vol. VII, nn. 2-3, primavera y verano de 1993. Butos concluye
que la teoría austriaca del ciclo económico es una buena explicación analítica para la expansión de la década de los ochenta y la siguiente crisis de los primeros años noventa. Otro interesante artículo que aplica la teoría austriaca al último ciclo económico es el de Roger W. Garrison, «The Roaring Twenties and the Bullish Eighties: The Role of Government in Boom and Bust», Critical Review, ob. cit., pp. 259-276. En España, el crecimiento de la oferta monetaria durante la segunda mitad de la década de los ochenta fue igualmente muy elevado, pasando de 30 a casi 60 billones de pesetas, desde 1986 a 1992, año en que se manifiesta la crisis en nuestro país con toda virulencia (Banco de España, Boletín estadístico, agosto de 1994, p. 17). - 3La propia Thatcher, en su autobiografía, ha terminado reconociendo cómo todos
los problemas económicos de su Administración surgieron cuando el dinero y el crédi-
to se expandieron con demasiada rapidez y terminaron elevándose vertiginosamente los
precios de los bienes de consumo. Margaret Thatcher, Los años de Downing Street, El País-
Aguilar, Madrid 1993, pp. 565-566. - 4Arthur Middleton Hughes, «The Recession of 1990: An Austrian Explanation», The Review of Austrian Economics, 10, n.º 1 (1997), pp. 107-123.
- 5Así, entre otros, Lawrence H. White, «What has been breaking U.S. banks?», en Critical Review, ob. cit., pp. 321-334, y Catherine England, «The Savings and Loans Debacle», en Critical Review, ob. cit., pp. 307-320. Entre nosotros, destaca el trabajo de Antonio Torrero Mañas, La crisis del sistema bancario: lecciones de la experiencia de Estados Unidos, Editorial Cívitas, Madrid 1993.
- 6En este sentido es muy ilustrativa la conclusión de Robert E. Hall, para el cual «established models are unhelpful in understanding this recession, and probably mostof its predecessors. There was no outside force that concentrated its effects over the few months in the late summer and fall of 1990, nor was there a coincidence of forces concentrated during that period. Rather, there seems to have been a cascading of negative responses during that time, perhaps set off by Irak’s invasion of Kuwait and the resulting oil-price spike in August 1990.» Es desesperanzador que un autor de este prestigio esté tan despistado en cuanto al surgimiento y desarrollo de la crisis de los años noventa, y esta situación nos dice mucho respecto al lamentable estado actual de pobreza teórica y confusión de la macroeconomía. Robert E. Hall, «Macrotheory and the Recession of 1990-1991», The American Economic Review, mayo de 1993, pp. 275-279 (la cita viene en las pp. 278-279).
- 7El índice Nikkei 225 de la Bolsa de Tokio se redujo de más de 30.000 yenes a comienzos de 1990 a menos de 15.000 yenes a finales de 1997, habiéndose verificado una serie de quiebras de bancos y casas bursátiles (como la del Hokkaido Takushoku, Sanyo y Yamaichi Securities y otras) que han afectado gravemente a la credibilidad del sistema financiero del país, que tardará mucho tiempo en restablecerse. Además las crisis bancarias y bursátiles japonesas han contagiado gravemente al resto de los mercados asiáticos (así destacan las quiebras del Peregrine Bank de Hong Kong, del Bangkok Bank of Commerce y del Bank Korea First, entre otros), y en el momento de escribir estas líneas (1997) amenazan con extenderse al resto del mundo. Sobre la aplicación de la teoría austriaca a la recesión japonesa debe consultarse el interesante artículo de Yoshio Suzuki, presentado en la Reunión Regional de la Mont Pèlerin Society, que tuvo lugar del 25 al 30 de septiembre de 1994 en Cannes, Francia; así como las atinadas consideraciones de Hiroyuki Okon, Austrian Economics Newsletter, Ludwig von Mises Institute, Auburn University, Alabama, invierno de 1997, pp. 6-7.
- 8No podemos referirnos aquí, con carácter adicional, al demoledor efecto que la crisis económica y bancaria ha tenido en los países subdesarrollados (por ejemplo Venezuela) y en las antiguas economías de socialismo real (Rusia, Albania, Letonia, Lituania, República Checa, Rumanía, etc.), que con gran ingenuidad y entusiasmo se han lanzado por la senda de la expansión crediticia descontrolada. Así, y por vía de ejemplo, en Lituania a finales de 1995 se desató, tras un periodo de euforia, la crisis bancaria, que condujo al cierre de 16 de los 28 bancos existentes, a la súbita contracción del crédito, la disminución de inversiones y al paro y malestar popular. Lo mismo puede decirse del resto de los casos citados (muchos de ellos incluso de mayor gravedad). Véase, finalmente, lo indicado al final de la n. 24 de la p. 335.