Power & Market

El encubrimiento y la censura del gobierno son el problema

«Lo que hace posible que gobierne una dictadura totalitaria o de cualquier otro tipo es que la gente no esté informada; ¿cómo puedes tener una opinión si no estás informado? Si todo el mundo te miente siempre, la consecuencia no es que te creas las mentiras, sino que ya nadie se cree nada... Y un pueblo que ya no puede creerse nada no puede decidir. Está privado no sólo de su capacidad de actuar, sino también de su capacidad de pensar y de juzgar. Y con un pueblo así puedes hacer lo que quieras» —Hannah Arendt

En un ejemplo perfecto de la mentalidad del Estado niñera en acción, Hillary Clinton insiste en que el poder necesita un «control total» para hacer de Internet un lugar más seguro para los usuarios y protegernos de los daños.

Clinton no es la única que rechaza la libertad de expresión no regulada en Internet.

Un coro bipartidista que incluye a los candidatos presidenciales Kamala Harris y Donald Trump lleva tiempo clamando por debilitar o eliminar la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones, que actúa esencialmente como baluarte contra la censura en línea.

Es una cuestión jurídica complicada que implica debates sobre la inmunidad, la responsabilidad, la neutralidad de la red y si los sitios de Internet son o no editores con responsabilidad editorial por el contenido publicado en sus sitios, pero en realidad, se reduce al tira y afloja sobre dónde empieza la censura (corporativa y gubernamental) y dónde termina la libertad de expresión.

Como Elizabeth Nolan Brown escribe para Reason, «Lo que comparten los ataques de la derecha y la izquierda a la disposición es la voluntad de utilizar cualquier excusa que resuene —salvar a los niños, detener los prejuicios, prevenir el terrorismo, la misoginia y la intolerancia religiosa— para garantizar un control más centralizado de la expresión en línea. Puede que lo expresen en términos partidistas que encajen bien con sus respectivas bases, pero su objetivo es esencialmente el mismo».

En otras palabras, el gobierno utilizará cualquier excusa para suprimir la disidencia y controlar la narrativa.

Puede que Internet sea la última frontera en la que todavía florece la libertad de expresión, sobre todo para las expresiones políticamente incorrectas y la desinformación, que ponen a prueba los límites de nuestro supuesto compromiso igualitario con los principios de amplitud de miras de la Primera Enmienda.

En Internet abundan las falsedades y las mentiras, dominan el despiste y la desinformación, y las teorías conspirativas se hacen virales.

Esto es de esperar, y la respuesta debería ser más discurso, no menos.

Como escribió el juez Brandeis hace casi un siglo: «Si hay tiempo para exponer a través de la discusión, las falsedades y falacias, para evitar el mal por los procesos de la educación, el remedio que debe aplicarse es más discurso, no el silencio forzado».

Sin embargo, para el gobierno, estas formas de «desinformación» están a la altura del terrorismo, las drogas, la violencia y las enfermedades: males sociales tan amenazadores que «nosotros, el pueblo» deberíamos estar dispuestos a renunciar a un poco de nuestras libertades en aras de la seguridad nacional.

Por supuesto, nunca funciona así.

La guerra contra el terrorismo, la guerra contra las drogas, la guerra contra la inmigración ilegal, la guerra contra el COVID-19: todos estos programas empezaron como respuestas legítimas a preocupaciones acuciantes sólo para convertirse en armas de cumplimiento y control en manos del gobierno.

De hecho, frente a los abusos de poder, encubrimientos y conspiraciones del propio gobierno, una Internet relativamente libre puede ser nuestra única esperanza de decir la verdad al poder.

El derecho a criticar al gobierno y a denunciar sus irregularidades es la quintaesencia de la libertad.

La desinformación no es el problema. El encubrimiento y la censura del gobierno son el problema.

Desgraciadamente, el gobierno se ha vuelto cada vez más intolerante con la libertad de expresión que desafía su poder, revela su corrupción, expone sus mentiras y anima a la ciudadanía a oponerse a las numerosas injusticias del gobierno. En este país, quienes se atreven a decir la verdad al poder son censurados, silenciados o despedidos todos los días.

Aunque hoy en día se ponen todo tipo de etiquetas a los discursos «inaceptables», el verdadero mensaje que transmiten los gobernantes es que los americanos no tienen derecho a expresarse si lo que dicen es impopular, controvertido o contrario a lo que el gobierno considera aceptable.

El problema surge cuando el poder de determinar quién es un peligro potencial queda en manos de los organismos gubernamentales, las cortes y la policía.

Recuerde, este es el mismo gobierno que utiliza las palabras «antigubernamental», «extremista» y «terrorista» indistintamente.

Este es el mismo gobierno cuyos agentes están tejiendo una telaraña pegajosa de evaluaciones de amenazas, advertencias de detección de comportamientos, «palabras» marcadas e informes de actividades «sospechosas» utilizando ojos y oídos automatizados, medios sociales, software de detección de comportamientos y espías ciudadanos para identificar amenazas potenciales.

Este es el mismo gobierno que sigue renovando la Ley de Autorización de la Defensa Nacional (NDAA, por sus siglas en inglés), que permite a los militares detener a ciudadanos americanos sin acceso a amigos, familiares o cortes si el gobierno considera que son una amenaza.

Este es el mismo gobierno que tiene una lista cada vez mayor —compartida con los centros de fusión y los organismos encargados de hacer cumplir la ley— de ideologías, comportamientos, afiliaciones y otras características que podrían señalar a alguien como sospechoso y dar lugar a que se le etiquete como enemigo potencial del Estado.

Por ejemplo, si usted cree en sus derechos constitucionales y los ejerce (a saber, su derecho a hablar libremente, a practicar libremente su culto, a asociarse con personas afines que compartan sus ideas políticas, a criticar al gobierno, a poseer un arma, a exigir una orden judicial antes de ser interrogado o registrado, o cualquier otra actividad considerada potencialmente antigubernamental, racista, intolerante, anárquica o soberanista), podría encabezar la lista de vigilancia antiterrorista del gobierno.

Así pues, por muy bienintencionados que los políticos hagan parecer estos cercenamientos de nuestros derechos, en las manos adecuadas (o equivocadas), los planes benévolos pueden ponerse fácilmente al servicio de fines malévolos.

Incluso la ley o el programa gubernamental mejor intencionado puede ser —y ha sido— pervertido, corrompido y utilizado para promover fines ilegítimos una vez que el beneficio y el poder se añaden a la ecuación. Por ejemplo, las mismas tecnologías de vigilancia masiva que supuestamente eran tan necesarias para luchar contra la propagación del COVID-19 se utilizan ahora para reprimir la disidencia, perseguir a los activistas, acosar a las comunidades marginadas y vincular la información sanitaria de las personas a otras herramientas de vigilancia y represión.

Avanzamos rápidamente por esa pendiente resbaladiza hacia una sociedad autoritaria en la que las únicas opiniones, ideas y discursos expresados son los permitidos por el gobierno y sus cohortes corporativas.

La próxima fase de la guerra del gobierno contra el discurso antigubernamental y los denominados delitos de pensamiento bien podría consistir en redadas de salud mental y detenciones involuntarias.

Bajo el pretexto de la salud y la seguridad públicas, el gobierno podría utilizar la atención de salud mental como pretexto para perseguir y encerrar a disidentes, activistas y cualquier persona lo suficientemente desafortunada como para figurar en una lista de vigilancia del gobierno.

Así es como empieza.

En comunidades de todo el país, ya se está facultando a la policía para detener por la fuerza a personas que creen que pueden ser enfermos mentales, basándose únicamente en su propio juicio, aunque esas personas no supongan ningún peligro para los demás.

En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, usted podría encontrarse hospitalizado a la fuerza por sospecha de enfermedad mental si tiene «creencias firmemente arraigadas que no son congruentes con las ideas culturales», muestra «disposición a entablar un debate significativo», tiene «miedo excesivo a estímulos específicos» o rechaza «recomendaciones voluntarias de tratamiento».

Si bien estos programas tienen como objetivo aparente sacar a las personas sin hogar de las calles, cuando se combinan con los avances en las tecnologías de vigilancia masiva, los programas impulsados por inteligencia artificial que pueden rastrear a las personas por su biometría y comportamiento, los datos de los sensores de salud mental (rastreados por datos portátiles y supervisados por agencias gubernamentales como HARPA), las evaluaciones de amenazas, las alertas de detección de comportamientos, las iniciativas previas a la comisión de delitos, las leyes de alerta roja sobre armas de fuego y los programas de primeros auxilios en salud mental destinados a formar a los guardianes para que identifiquen quién puede suponer una amenaza para la seguridad pública, podrían marcar un punto de inflexión en los esfuerzos del gobierno por penalizar a quienes cometen los llamados «delitos de pensamiento».

Como informa Associated Press, los funcionarios federales ya están estudiando la forma de añadir «’datos identificables de pacientes‘, como información sobre salud mental, consumo de sustancias y salud conductual procedente de hogares de acogida, refugios, cárceles, centros de desintoxicación y escuelas», a su conjunto de herramientas de vigilancia.

No nos equivoquemos: estos son los cimientos de un gulag americano no menos siniestro que el de los gulags de la Unión Soviética de la época de la Guerra Fría.

La palabra «gulag» hace referencia a un campo de trabajo o de concentración donde se encarcelaba a prisioneros (a menudo presos políticos o los llamados «enemigos del Estado», reales o imaginarios) como castigo por sus delitos contra el Estado.

El gulag, según la historiadora Anne Applebaum, utilizado como una forma de «exilio administrativo —que no requería juicio ni procedimiento de sentencia— era un castigo ideal no sólo para los alborotadores como tales, sino también para los opositores políticos al régimen».

Esta práctica milenaria por la que los regímenes despóticos eliminan a sus críticos o adversarios potenciales haciéndolos desaparecer —o forzándolos a huir— o exiliándolos literal o figurada o virtualmente de sus conciudadanos, está ocurriendo con creciente frecuencia en América.

Ahora, mediante el uso de leyes de bandera rojaevaluaciones de amenazas conductualesprogramas de prevención policial previa a la delincuencia, se están sentando las bases que permitirán al gobierno convertir en arma la etiqueta de enfermedad mental como medio para exiliar a los denunciantes, disidentes y luchadores por la libertad que se nieguen a marchar al unísono con sus dictados.

Cada estado tiene su propio conjunto de leyes de internamiento civil o involuntario. Estas leyes son extensiones de dos principios jurídicos: parens patriae Parens patriae (que en latín significa «padre de la patria»), que permite al gobierno intervenir en nombre de los ciudadanos que no pueden actuar en su propio interés, y el poder de policía, que obliga al Estado a proteger los intereses de sus ciudadanos.

La fusión de estos dos principios, junto con el cambio hacia un criterio de peligrosidad, ha dado lugar a una mentalidad de Estado niñera llevada a cabo con la fuerza militante del Estado policial.

El problema, por supuesto, es que el diagnóstico de enfermedad mental, aunque es una preocupación legítima para algunos americanos, se ha convertido con el tiempo en un medio conveniente por el cual el gobierno y sus socios corporativos pueden penalizar ciertos comportamientos sociales «inaceptables».

De hecho, en los últimos años hemos asistido a la patologización de los individuos que se resisten a la autoridad como enfermos de trastorno negativista desafiante (TOD), definido como «un patrón de comportamiento desobediente, hostil y desafiante hacia las figuras de autoridad».

Según esta definición, todos los activistas importantes de nuestra historia —desde Mahatma Gandhi a Martin Luther King Jr. o John Lennon— podrían considerarse afectados por un trastorno mental TOD.

Por supuesto, todo esto forma parte de una tendencia más amplia de la gobernanza americana, según la cual la disidencia se criminaliza y patologiza, y los disidentes son censurados, silenciados, declarados no aptos para la sociedad, etiquetados de peligrosos o extremistas, o convertidos en parias y exiliados.

Como dejo claro en mi libro Battlefield America: The War on the American People y en su homólogo ficticio The Erik Blair Diaries, así es como se somete a un pueblo.

El consiguiente silencio ante la tiranía, el terror, la brutalidad y la injusticia patrocinados por el gobierno es ensordecedor.

Este artículo se publicó originalmente en el Instituto Rutherford.

image/svg+xml
Note: The views expressed on Mises.org are not necessarily those of the Mises Institute.
What is the Mises Institute?

The Mises Institute is a non-profit organization that exists to promote teaching and research in the Austrian School of economics, individual freedom, honest history, and international peace, in the tradition of Ludwig von Mises and Murray N. Rothbard. 

Non-political, non-partisan, and non-PC, we advocate a radical shift in the intellectual climate, away from statism and toward a private property order. We believe that our foundational ideas are of permanent value, and oppose all efforts at compromise, sellout, and amalgamation of these ideas with fashionable political, cultural, and social doctrines inimical to their spirit.

Become a Member
Mises Institute