Por segunda vez en tres semanas, un acontecimiento político ha importado de verdad. El intento de asesinato de Donald Trump, evadido solo por un breve giro de cabeza, ha creado un raro momento de reflexión nacional sobre el estado actual de la política americana. Si es o no un momento que tiene verdadera relevancia histórica más allá de simplemente influir en una sola elección o canonizar una nueva foto icónica en los futuros libros de texto escolares será decidido por la seriedad con que sus lecciones sean internalizadas por el público.
En primer lugar, los aspectos más notables de este intento de ataque son precisamente lo poco sorprendente que fue un acto tan extraordinario. Si uno se toma en serio la oposición del régimen a Donald Trump y reconoce lo debilitado que está el control del régimen sobre la opinión política, entonces la larga expectativa ha sido que surja algún tipo de evento de cisne negro para evitar que un proceso democrático dicte quién ocupa la presidencia de los próximos cuatro años.
Reconocer esto no requiere creer que el propio tirador era algún tipo de activo del régimen. El ambiente para la violencia se ha avivado durante años, con todas las instituciones importantes —desde la prensa corporativa hasta la Corte Suprema— introduciendo en el espíritu de la epóca la idea de que Donald Trump, un político relativamente moderado, representaba una amenaza fascista que destruiría todo lo que es sagrado en la política americana. Si uno cree sinceramente que Trump es un Hitler moderno, tiene la obligación moral de intentar matar a semejante figura si tiene la oportunidad.
Desde esa visión del mundo, hacerlo sería un verdadero acto de abnegación justa, un raro incidente de heroísmo de valor en una época en la que escasean esas cualidades.
El problema, por supuesto, es lo absurdo de esta comparación. Son los aliados y partidarios de Trump los que se han enfrentado a la mayor parte de los procesamientos, no sus enemigos. Son los enemigos de Trump los que han trabajado activamente para socavar las normas políticas relacionadas con la celebración de elecciones, el procedimiento legislativo y el tratamiento de las Cortes. Son los mayores críticos de Trump, en ambos partidos, los que han abogado por una América más musculoso en el extranjero, tanto a través del ejército como del abuso del dólar.
Los fallos de Trump, y son muchos, siempre han sido aquellos aspectos en los que más se parece a sus críticos políticos.
Un régimen más inteligente habría tenido más éxito a la hora de cooptar el atractivo populista de Trump para sí mismo. En cambio, su negativa a abrazar a Trump ha servido para convertirlo en un símbolo del rechazo radical a la clase dominante. Su respuesta inmediata a una bala que le hizo un agujero en la oreja es un recordatorio de por qué es así, su bravuconería y patriotismo retórico son un recordatorio constante y sorprendente de lo poco impresionantes que son los líderes del régimen y de lo mucho que desprecian al público al que saquean.
Esta naturaleza poco impresionante del régimen moderno hace aún más difícil discernir la verdadera historia sobre el posible asesinato de Trump. Los agentes del Gobierno han demostrado que no tienen ningún problema en utilizar activos para acabar con figuras políticas molestas. Al mismo tiempo, es igualmente creíble que el régimen simplemente carezca de la competencia para proteger adecuadamente a aquellos a quienes se les ha encomendado proteger.
Como tal, se hace difícil averiguar si las preguntas obvias, tales como ¿cómo fue un hombre joven con un rifle capaz de tomar un posición de francotirador en una estación identificada de alta prioridad se responden mejor con incompetencia o con una siniestra conspiración. Del mismo modo que el puño ensangrentado de Trump ilustra por qué inspira tanto a América, la imagen de una agente encargada de su protección encogida detrás del expresidente y luchando con su funda es la ilustración perfecta del Estado americano moderno.
Afortunadamente para los americanos, el FBI se ha encargado de investigar a fondo el asunto.
De cara al futuro, la pregunta es qué impacto duradero tiene este roce con la muerte en la cada vez más probable segunda Administración Trump.
De cara a la oportuna Convención Nacional Republicana, Trump ha hablado de su deseo de «unificar» el país.
Unidad en manos de la mayoría de los políticos es una palabra que debería producir escalofríos. Unidad política significa bipartidismo, el triunfo del régimen. La unidad nacional nos dio el New Deal, la Ley de Derechos Civiles, la Patriot Act y la Guerra de Irak, entre otros desastres. Está envuelta en la propaganda más poderosa del Estado, normalmente alguna forma de patriotismo paternal.
Si la guerra es la salud del Estado, la unidad política ha sido el instrumento para aplicar la medicina.
También debería hacernos reflexionar que lo más cerca que Trump estuvo de un momento de «unidad» durante su primer mandato fue la respuesta de la nación al covid-19, que resultó en la canonización de Fauci y provocó la mayor transferencia de riqueza de la historia moderna.
Una defensa de este momento, sin embargo, destacaría que la respuesta de Trump al covid, más allá de la respuesta económica, fue en gran medida un momento federalista en términos de acción estadual. Fueron los que lo tacharon de fascista autoritario los que exigieron un desencadenamiento más enérgico del poder federal para aplastar a los que exigían libertad médica.
Sin embargo, lo que Trump podría entender por «unidad» de cara al futuro sigue siendo una incógnita. Una sugerencia que ya ha hecho abandonar los procesos penales en contra de él.
Lo que podría parecer la unidad nacional es una consolidación del resentimiento público contra el régimen que se ha empeñado en destruir al que probablemente será el próximo presidente.
Trump ya ha evitado un escollo importante al anunciar a J.D. Vance, y no a una neoconservadora «respetable» como Nikki Haley, como su candidato a la vicepresidencia, lo cual es un paso en la dirección correcta. Aunque algunos de los puntos de vista económicos de Vance son motivos válidos de preocupación, complementa mejor, como ha señalado Daniel McCarthy, la agenda populista America First, que es tan anatema para los peores elementos del Partido Republicano.
Del mismo modo, en la medida en que existe algo parecido a una plataforma sustancial para la campaña de Trump, hay un tamborileo constante de atacar al Estado administrativo, socavar las agencias federales e incluso proporcionar una mayor libertad monetaria. Es digno de mención que junto con el nuevo aprecio de Trump por Bitcoin (o al menos, las donaciones políticas de la industria), el infame Proyecto 2025 ha sugerido incluso la necesidad de considerar «alternativas a la Reserva Federal».
El gran valor de estas reformas es que todas ellas son necesarias para golpear lo que en última instancia es la raíz de la naturaleza tóxica de la política moderna: la consolidación del poder en manos de una ciudad imperial decadente y delirante. Mientras los momentos de crisis se traduzcan en unidad política, estos momentos sólo servirán para seguir alimentando el cáncer que asola la nación.
Es bastante probable que el intento de asesinato de Donald Trump sea visto como un momento decisivo en el restablecimiento de una Administración Trump y cualquier impacto duradero en la política americana que venga con ella. En caso de que el llamamiento de Trump a la «unidad» se traduzca en una mayor moderación de su política, el resultado podría ser, en última instancia, una victoria para el régimen que deseaba su muerte o que, al menos, no estaba interesado en evitarla.
Sin embargo, si sirve como momento para alimentar una Administración Trump que actúe mejor sobre los temas de su candidatura, entonces podría lograr algo que realmente merece la pena celebrar: una nación mejor unificada como resultado de un gobierno nacional disminuido.