¿Tiene el neoliberalismo, la consigna cansina de nuestro tiempo, una definición precisa?
La respuesta corta es que no, no la tiene. Al menos no una inmediata a mano, si este artículo de New Republic sirve como guía:
Para la izquierda, neoliberalismo tiene a menudo connotaciones de una forma de política liberal que ha adoptado soluciones basadas en el mercado para los problemas sociales: los intercambios de la Ley de Atención Asequible, por ejemplo, en lugar de un programa universal de un solo pagador como Medicare. [Jonathan] Chait argumenta que los izquierdistas usan la palabra para “agrupar al centro izquierda junto a la derecha” y así hacer del socialismo la única alternativa real. Pero la palabra también tiene sus detractores en la izquierda: El economista político Bill Dunn la considera demasiado estrecha de miras, raramente adoptada por la gente que se dice que describe. El historiador Daniel Rodgers, por su parte, argumenta que neoliberal significa demasiadas cosas diferentes y por tanto no basta.
¿Pero es neoliberal un insulto, como afirman algunos, usado para atacar a demócratas que se encuentran muy cómodos con Wall Street y las grandes empresas? ¿Describe a los liberales de izquierdas que han renunciado a luchar por un socialismo democrático completo y han vendido sus principios para disfrutar de los frutos del capitalismo injusto?
El antropólogo y geógrafo inglés David Harvey insinúa eso, aunque sí asigna elementos razonablemente cohesivos al término:
Una economía basada en la producción just-in-time, la internacionalización del capital, la desregulación de la industria, la falta de seguridad del trabajo y el ego empresarial. En los años posteriores, estas tendencias no han hecho más que acelerarse debido a mejoras en las tecnologías informáticas y a su difusión. Pero pocos llaman ya a esto “post-fordismo”. Sobre todo, lo llaman “neoliberalismo”.
Harvey se refiere a Henry Ford, no a Gerald Ford, en su identificación del neoliberalismo como la evolución política de las sociedades occidentales de estados-nación democráticos a subdivisiones de producción y consumo en masa sin fronteras. Y este materialismo está en el núcleo de por qué los progresistas de izquierdas ven el neoliberalismo como un término peyorativo y tal vez no sorprendentemente califican a la propia New Republic como una publicación neoliberal (a pesar de las protestas de Chait y otros). Para los progresistas, los Clinton, el Comité Nacional Demócrata y las publicaciones de los medios tradicionales progresistas de la vieja guardia son únicamente portavoces de las grandes empresas con inclinaciones de centroderecha.
Como pasa con la mayoría de los términos políticos (y politizados), las definiciones varían enormemente dependiendo de quién use el término. Murray Rothbard y Elizabeth Warren difícilmente quieren decir lo mismo cuando dicen “capitalismo” y todos sufrimos la tendencia a dar a las palabras significados que se ajustan a nuestros propósitos. Curiosamente, el uso del término “neoconservador” ha sido atacado igualmente como insulto, pensado como código para un inapropiado sionismo o un exceso de entusiasmo en emplear las fuerzas militares. Sin embargo, amablemente, el padrino de los neoconservadores, el propio Irving Kristol, nos proporciona los parámetros generales y la expresión ha perdido mucha de su mordiente en la época posterior a Bush/Cheny/Rumsfeld.
En el ambiente actual, podemos ofrecer una definición menos incendiaria, pero todavía vaga, del neoliberalismo que la de Harvey: el programa básico del liberalismo del fin del siglo XX (democracia social, educación pública, derechos civiles, derechos sociales, bienestar, feminismo y algún grado de gobierno global), unido a al menos una reticencia, si no un respeto abierto por el papel de los mercados en la mejora de la vida humana. En otras palabras, los neoliberales son liberales de izquierdas que aceptan el papel de los mercados y la necesidad de desarrollo económico como parte del gran programa progresista. Pensad en Bono, que se considera un “ciudadano del mundo” progresista, pero admira los mercados y el globalismo.
Teniendo en cuenta esta definición, el artículo de New Republic va por muy mal camino cuando afirma que el neoliberalismo “apareció a partir de las ruinas del Imperio Austro-Húngaro a principios del siglo XX”. Para empezar, es difícil considerar cualquier marco centenario como neo lo que sea. Y es difícil trazar una relación con sentido entre la primera y la segunda generación de economistas austriacos que escriben antes de la Segunda Guerra Mundial, antes de un verdadero comercio global y antes de la ascensión triunfal de los bancos centrales, con el programa político neoliberal actual de democracia social y globalismo político. Menger, Mises y Hayek, con su profunda consideración por la especialización, la ventaja comparativa y el comercio global, todos ellos escribían dentro de un marco básico de estados-nación.
Como suele pasar, los críticos de los mercados y la propiedad privada confunden medios con fines y suponen que una falta de preocupación por consideraciones “humanas” está ligada necesariamente a una rigurosa preocupación por las consideraciones materiales. Así, el autor Patrick Iber va por un camino resbaladizo escogiendo deliberadamente partes del pensamiento de Mises y Hayek, cuyo efecto es erróneo, si no malintencionado. Esto no es precisamente nuevo: Iber se limita a repetir los argumentos progresistas habituales: favorecen al capital por encima del trabajo. Apoyan la democracia solo como un medio para reducir los levantamientos violentos del pueblo. Apoyan al gobierno, pero solo al servicio de la riqueza y la propiedad. Y así sucesivamente. Aun así, para los patrones de New Republic trata algo justamente a ambos hombres, mucho mejor, por ejemplo, de lo que lo harían y han hecho el The New York Times o el Washington Post. Solo hay un ataque injusto fuera de contexto dirigido a Mises (“le agradó que un levantamiento antifascista fuera reprimido violentamente en 1927”); el artículo al menos reconoce las preocupaciones morales de Hayek sobre el apartheid en Sudáfrica y la dictadura de Pinochet en Chile.
Pero el autor se equivoca torpemente al asegurar al lector que Mises (el demócrata) prefería el capital al trabajo sirviendo a la burguesía y que Hayek pensaba que los mercados tenían prioridad sobre “los derechos humanos y la justicia social”. Esto es especialmente interesante, dada la perspectiva propia de Hayek acerca de este último concepto y la forma típicamente vaga en la que el autor emplea ambos.
Para nuestros propósitos, podemos distinguir claramente entre liberalismo “real”, o liberalismo clásico a falta de una expresión histórica mejor, y neoliberalismo. El liberalismo en la concepción de Mises se preocupa esencialmente por la propiedad privada. Desde este punto de vista, los medios de producción (el capital) está en manos privadas. No son propiedad del estado, de la sociedad, del “pueblo” ni colectivamente. Punto. Ninguna cantidad de semi-capitalismo regulado ni semi-socialismo pueden eludir este fundamento, porque tanto la libertad individual como la económica dependen del uso y control libre de la propiedad privada. El control sobre la propiedad, en el sentido de la capacidad de usar, alterar, enajenar, cargar o vender esta, es la esencia de la verdadera propiedad, aunque siempre esté sometida a la responsabilidad culpable por daños causados a otros. Cualquier volumen de impuestos, regulación o abierta confiscación erosiona necesariamente ese control, algo que reconocía Mises incluso dentro de este marco de democracia utilitarista como protector de los derechos de propiedad.
La insistencia en los derechos de propiedad como núcleo de cualquier programa liberal difícilmente se encuentra en el neoliberalismo actual, aunque repito que sigue en el núcleo de la antipatía progresista de izquierdas hacia el término. Sospechas de cualquier introducción o reintroducción de los mercados y la propiedad en lo que tendría que ser una visión general una planificación económica desde el estado.
Deberíamos señalar que Mises también adjuntaba a su programa de liberalismo dos importantes corolarios que eran “neo” en ese momento, concretamente en el periodo de entreguerras: libertad y paz. Contrariamente a lo que consideraba la “antigua” perspectiva del siglo XIX, un liberalismo “contemporáneo” había “superado” la versión antigua mediante “mejores y más profundas ideas de las interrelaciones”. Un liberalismo con sentido requería libertad política para el individuo, especialmente la libertad frente a la servidumbre involuntaria. Y la paz era la base para toda actividad económica real, ligada inevitablemente a la civilización. ¡Indudablemente, los lectores de New Republic se beneficiarían si entendieran lo progresista que era realmente cuando apareció por primera vez Liberalismo en 1927!
Una buena argumentación, al contrario que la política y la guerra abierta, requiere palabras y definiciones precisas. Por eso, por desgracia, casi toda conversación política evoluciona hacia lo que Orwell describía como “palabras sin sentido”. Las palabras sin sentido tratan de impugnar o atacar al “otro” en lugar de trasladar información específica o crear comprensión y consenso. La política no es una ciencia, pero a todos nos beneficiaría insistir en el rigor de las definiciones de los expertos políticos, igual que pasó en su momento con los científicos sociales. Significados imprecisos y semánticas cambiantes generan más calor que luz y nos dejan hablando a uno detrás de otro.