Hasta el 8 de septiembre de 1609, Juan de Mariana no parecía haber sido del todo consciente de los riesgos que conllevaba participar públicamente en un debate ideológico, especialmente cuando uno coloca el pilar de la propiedad privada en el centro de su teoría política y económica. Ese día, un grupo de hombres armados encabezado por Miguel de Múgica irrumpió en el monasterio jesuita de Todelo llevando una orden de arresto contra él emitida por el Obispo de las Islas Canarias, Francisco de Sosa (un franciscano), a quien el rey había nombrado para resolver la polémica sobre el incómodo filósofo. Tres días antes, un grupo de oficiales de la Inquisición había aparecido en su celda y se lo había llevado a hacer una declaración ante los investigadores de esa institución (Ballesteros, 1944, p. 222). Fue entonces cuando Mariana reconoció haber sido el autor de su último libro, un tomo de siete ensayos, e indicó su sorpresa por que sus palabras hubieran causado tanta conmoción.
La vida de este hombre de Talavera siempre se había visto afectada por desafíos cruciales. Algunos, como la redacción y publicación de la primera Historia de España, que realizó muy conscientemente para destacar ciertas lagunas que creía que tenía que conocer la sociedad en la que vivía. Otras, por el contrario, le vinieron impuestas como consecuencia de acontecimientos complejos que nunca pretendió desatar. Setenta y tres años antes de su arresto, al final del verano, pocos días después de su nacimiento en Talavera de la Reina, tuvo que se asignados a tutores en un nuevo hogar en otro pueblo, un lugar en el que el buen nombre de su padre, Juan Martínez de Mariana, deán de Talavera, pudiera quedar libre de cualquier deshonor.
La brillantez del intelecto de Mariana, complementada con su facilidad natural para los idiomas y su portentosa memoria, atrajo la atención Ignacio de Loyola, siempre en busca de talento, durante su primer año de estudios de teología en la Universidad Complutense del cardenal Cisneros en Alcalá de Henares. Fu en 1553 y entraría oficialmente en la Orden Jesuita en enero del año siguiente, junto con otros futuros literatos como Luis de Molina y Pedro Rivadeneyra (Ballesteros, 1944, p. 18).
Tras su noviciado, que realizó en el castillo de Simancas, y después de completar sus estudios en Alcalá, sus superiores ansiaban aprovechar su inteligencia, especialmente su capacidad de comunicación y su dominio del griego y el latín, que continuaba mejorando según pasaban los años. Así que a Mariana se le asignó la misión de enseñar teología en las capitales extranjeras en las que la Compañía de Jesús deseaba extender su alcance. Primero se le encargó ir a Roma, donde en 1561 empezó a enseñar teología en la nuevo Colegio Romano de Loyola, al que acudían alumnos excepcionales, como el futuro cardenal Roberto Belarmino. Entre nuestro talaverano y el sobrino del papa Marcelo II se entabló una amistad que duraría toda su vida (Ballesteros, 1944, p. 247). Después de cuatro años en la Ciudad Eterna, Mariana se mudó, primero a Loreto y dos años después volvió a hacer las maletas en dirección a Sicilia.
En 1569, con ocho años de enseñanza a sus espaldas, Mariana abandonó Italia para empezar una nueva etapa de su vida como maestro e investigador en la Sorbona de París. Allí recibió su doctorado y se convirtió en catedrático de teología. Sus cursos sobre tomismo hicieron muy pronto de él uno de los profesores favoritos de los estudiantes y la hizo ganar renombre internacional. Sus grandes dotes como orador y su profundo conocimiento de la materia significaron que atender a sus cursos fuera un asunto de puntualidad, pues llegar tarde normalmente significaba no ser capaz de encontrar acomodo para las clases del español.1
El 24 de agosto de 1572, después de más de quinientas noches de relativa tranquilidad en París, Mariana probablemente se levantó alarmado por el sonido de las campanas de la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois. Era el inicio de la Matanza de San Bartolomé, que señalaba el sangriento final de la Paz de Saint-Germain-en-Laye. Mariana fue testigo de las muertes de miles de hugonotes a manos de sus rivales católicos. El uso de la religión para fines políticos y una furia asesina que ocasionó la muerte de unos dos mil ciudadanos de la capital y entre 5.000 y 10.000 en el resto de Francia, debieron tener un profundo efecto sobre el maestro tomista y años después indudablemente influyeron en su filosofía política, especialmente en sus ideas sobre los límites del poder político y su defensa del tiranicidio.
Después de cinco años enseñando en París, Mariana presentó su renuncia y pidió volver a España. La Compañía de Jesús aceptó su petición y ese mismo año de 1574, después de trece años en el extranjero, el talaverano volvió a su tierra nativa. Su viaje se realizó vía Flandes, son una parada en Ámsterdam. Es posible que su vuelta a España estuviera motivada por su mala salud. También podría ser que hubiera decidido buscar cierta tranquilidad que no podía encontrar entre sus pupilos de París, con la esperanza de poder apuntar los pensamientos que se la habían ocurrido después de tantos años de meticuloso estudio académico. Tal vez ambas razones se reforzaban entre sí en la decisión de volver a casa.
Ese mismo año de 1574 también llegaría por primera vez a Toledo, donde residiría el resto de su vida. Dejando atrás dos grandes capitales europeas, Mariana tenía ahora a su alcance un periodo largamente deseado de paz y tranquilidad. En su solicitud de regreso a España había pedido que se le permitiera dedicarse a su vocación eclesiástica y a rezar y también sus deseos fueron aprobados por las autoridades jesuitas. De esta manera, Mariana eligió por voluntad propia abandonar la vida del profesor universitario.
Aun así, su tranquilidad duró bastante poco. Todavía en 1574, la Inquisición le encargó, contra su voluntad, ser el censor de la Biblia Políglota de Benito Arias Montano, que había sido acusado de herejía por consultar textos judíos y protestantes para su edición. La elección de Mariana como censor era lógica desde el punto de vista del conocimiento necesario para desarrollar una sentencia bien fundamentada. Indudablemente, habría sido muy difícil encontrar otra persona con suficiente dominio de la teología y los idiomas esencial para la tarea encargada. Pero también seguía cierta lógica estratégica y política. El hecho de que Mariana fuera un jesuita debió hacer pensar a la Inquisición que sería un censor duro y sancionaría a Montano en su informe. En agosto de 1579 acabó su trabajo, sorprendiendo a todos los afectados y a la sociedad en general con un estudio extenso y detallado que analizaba varios errores, pero al final absolvía a Montano. La sentencia final sobre la Biblia Políglota, que le costó alcanzar a Mariana más de cinco años, no solo exponía la doctrina según la cual la exégesis católica puede correctamente hacer uso de textos rabínicos, sino que fue también el primer indicio de una actitud independiente, que, aunque significaba multitud de molestias en ese momento para quienes buscaban privilegios políticos, también sería fuente de un gran apoyo moral en posteriores generaciones y, como veremos, para muchos de sus contemporáneos.
Esa independencia intelectual y esa demostración de conocimiento multidisciplinar que revelaba Mariana en su papel como censor tuvo un efecto imprevisto, que sin duda no le agradó. Desde ese momento en adelante y durante muchos años Mariana se vio acosado por encargos inquisitoriales.
Durante los años en que este astuto teólogo estaba terminando su evaluación de la Biblia Políglota, empezó a dedicarse a investigar y reunir diversos episodios para su Historia de España. Trabajó siete años en este titánico proyecto. La Historia de España no fue en modo alguno su primera obra, pero fue la primera que eligió por voluntad propia. Mariana había decidido llenar un enorme vacío en la cultura de su país y en su celda de Toledo trabajó sin descanso para hacerla realidad. Finalmente, en junio de 1586, acabó la versión inicial de la Historia de España, que, durante más de dos siglos y medio sería nada menos que la Historia de España definitiva, con múltiples ediciones tanto en latín como en español.2
Debido a una ardua burocracia que ya era importante en esos días, la Historiae de rebus Hispaniae, que es el título que dio mariana a la edición en latín, no circularía durante otros siete años, coincidiendo así su publicación con el centenario del descubrimiento de América y la Reconquista de Granada, el episodio que eligió Mariana para cerrar su obra.
En 1585, un año antes de acabar la Historia de España, uno de sus mejores amigos, García de Loaysa, fue nombrado tutor personal del príncipe Felipe, el hijo de Felipe II. Loaysa confiaba en el intelecto y el juicio independiente de su amigo a la hora de decidir el conocimiento que había que impartir a futuro rey de España. Desde entonces, Mariana sirvió como consejero a Loaysa y juntos mantuvieran una correspondencia constante con respecto a la educación del príncipe, permitiendo a Mariana percibir las líneas maestras de un nuevo proyecto, cuya elaboración asumió por iniciativa propia. Cinco años después tenía multitud de notas que le servirían para su trabajo sobre la monarquía. En el verano de 1590 pasó un periodo en una casa en el campo en El Piélago con dos amigos, compartiendo con ellos, capítulo a capítulo, todo el libro, con el objetivo de debatirlo y pulir su forma final. Al año siguiente, el texto estaba finalizado en lo esencial, pero Mariana no lo consideraba apropiado para su publicación hasta la muerte de Felipe II y el ascenso al poder del príncipe hacia quien dirigía sus lecciones, en las que encontraba expresión formal su propia filosofía política. Entre los numerosos temas que analizaba, destacan la génesis de la sociedad humana, el origen y la esencia del poder político, los derechos de los seres humanos y la importancia de las finanzas públicas. Entre las conclusiones que han causado más sensación, a lo largo de más de los cuatro siglos que han pasado desde su escritura, están temas como la anterioridad de los derechos individuales al nacimiento del poder político, la condición subordinada del rey, el derecho de las personas a matar a un rey que haya recurrido a la tiranía, la ilegitimidad de establecer un monopolio basado en el poder militar, el carácter usurpador de las leyes establecidas sin el consentimiento del pueblo, la importancia de mantener un presupuesto equilibrado y el recurso injustificable a prácticas ilegítimas, incluso para lograr los fines más nobles.
Coincidiendo con el análisis que realizó al escribir el capítulo sobre los impuestos, Mariana empezó a interesarse por los problemas monetarios, en particular la relación entre el dinero y el importante asunto de los pesos y medidas. Este interés por arduos temas numismáticos y pecuniarios le llevó a empezar a investigar para otra publicación adicional. En torno a 1590 empezó a buscar textos con los que aumentar sus conocimientos sobre estas materias.
Con el cambio de monarcas tras la muerte de Felipe II en 1598, el talaverano decidió retomar su libro sobre la educación del príncipe e intentar su publicación. Al mismo tiempo, trató de publicar De ponderibus et mensuris, la obra resultante de sus investigaciones sobre pesos y medidas y el dinero en particular. El censor alabó De rege et regis institutione y ese mismo año, tanto De rege como De ponderibus fueron a la imprenta, aunque ninguno se distribuyó hasta 1599. Ese mismo año murió su amigo Loaysa, tras haber sido nombrado arzobispo de Toledo solo un año antes y haber tomado a Mariana como su consejero para su nuevo cargo. La publicación de De ponderibus et mensuris en 1599 suponía la primera obra de Mariana que se centraba en asuntos monetarios. En total hubo tres textos monetarios que acabarían llevando a Mariana a las sombres de la cautividad. Sin embargo, la aproximación general y eminentemente formal de la primera de ellas no sugeriría aún los problemas que el intelectual jesuita sufriría como resultado de su teoría económica posterior. De hecho, parece que el propio Mariana nunca pretendió escribir nada más sobre asuntos monetarios.
El 31 de diciembre de 1596, Felipe II aprobó un real decreto con el que trataba de conseguir fondos para evitar las consecuencias de la enésima quiebra de las arcas públicas, que había tenido lugar ese mismo año.3 El edicto estipulaba que las monedas de vellón producidas con la nueva máquina hidráulica en Segovia no contendrían plata. El beneficio que producía esta maniobra para el Tesoro era importante. Por un lado, la rey ahora emitía monedas hechas con el metal que tenía el menor valor intrínseco y, por otro, aprovechaba la oportunidad para ordenar la entrega de todas las monedas de vellón que había previamente en circulación para sacar su contenido en plata y reacuñarlas (resellarlas) en Segovia con el mismo valor facial que antes. La medida no fue en absoluto bien acogida por la gente y generó disturbios. En respuesta a las protestas sociales, en 1597, el rey, tal vez tratando e hacer honor a su apodo “Felipe el Prudente”, decidió conceder y añadir un grano de plata a cada señal de cobre en todas las emisiones posteriores.
Con el ascenso al poder de Felipe II y su valido, el duque de Lerma, la política monetaria siguió un camino que hoy calificaríamos como “inflacionista”. Los cinco primeros años de su reinado se caracterizaron por una vuelta a la acuñación de monedas de vellón de baja calidad o monedas sin contenido de plata en absoluto siguiendo los planes de su padre. Sin embargo, en 1602, hubo un cambio cualitativo en esta política. El 13 de julio de 1602, la Corona decretó la eliminación final de la plata y redujo simultáneamente las monedas a la mitad de su antiguo tamaño y peso. Dado que las nuevas monedas de vellón sin plata y con menos peso mantenían su anterior valor facial, a pesar de haber reducido a la mitad peso y tamaño a la mitad, las monedas acuñadas con anterioridad a la nueva ley de repente y sin advertencia veían como se doblaba su valor monetario. Como cabía esperar, nadie quería entregar sus monedas viejas a cambio de las nuevas. Así que, el 18 de septiembre de 1603 se decretaba que todas las monedas acuñadas previamente a la nueva ley tenían que reacuñarse. Consecuentemente, las monedas con un valor de dos maravedíes fueron selladas con cuatro barras, que significaban su duplicación de valor nominal, y lo mismo pasó con las monedas de cuatro maravedíes, que tenían un “VIII” acuñado sobre su valor previo. Al tiempo de estas reacuñaciones, los tesoreros emitieron subrepticiamente nuevas monedas valoradas oficialmente en uno, dos, cuatro y ocho maravedíes, todas ellas sin plata y de acuerdo con el nuevo sistema de pesos.
Esta medida permitía al rey recolectar todas las antiguas monedas de maravedíes (aquella con plata, así como las que tenían relativamente más cobre), reacuñarlas y pagar luego sus proveedores y acreedores usando las monedas con menos metal. El valor del tesoro público aumentó en un 66% (Ballesteros, 1944, p. 199). Algunos estudios estiman la ganancia extraordinaria del rey a través de este burdo truco en 875 millones de maravedíes. Dado que la acción de reacuñación no genera ninguna riqueza real por sí misma, los beneficios que obtuvo el rey tenían que venir, naturalmente, de una disminución equivalente de la riqueza de los ciudadanos, salvo aquellas personas e instituciones que colaboraban con la Corona para poner en marcha la nueva política monetaria y por tanto participaban de las ganancias extraordinarias.4
La enorme mayoría de la población estaba empobrecida y el mismo comercio se vio negativamente afectado por el caos fiscal, todo lo cual afectó duramente a las clases más bajas y a la nación en su conjunto. Se extendía el descontento, pero los muros de Palacio parecían sordos a las lamentaciones del pueblo. Mariana, que siempre tuvo un fuerte sentido de la moralidad y la justicia, se puso de inmediato a trabajar en busca de una explicación del fenómeno similar a las que se avanzan hoy día y acabó denunciando a las autoridades políticas como las responsables últimas de la situación.
Lo que es verdad es que muy poca gente podía entender tan bien como Mariana los efectos corrosivos de cambiar repentinamente por decreto los pesos y medidas de la moneda. La investigación que había llevado a cabo mientras escribía De ponderibus et mensuris le había ayudado a desarrollar una comprensión de la importancia de respetar siempre dichos pesos y medidas. Su conocimiento histórico le ofrecía múltiples ejemplos del pasado de las consecuencias provocadas por manipulaciones monetarias similares. Es más, su contacto diario con plebeyos en las calles le permitía evaluar directamente los efectos teóricos de dichas manipulaciones. Finalmente, su conocimiento teológico y su clara visión moral le colocaban en una posición única, permitiéndole indicar esas consecuencias destructivas de la nueva política monetaria que acechan detrás y más allá de sus simples efectos materiales.
Y así fue como en 1603 Mariana asumió un nuevo proyecto filológico sobre el dinero. Esta vez se centraba en las causas y efectos de las manipulaciones monetarias llevadas a cabo por los políticamente poderosos. Este es el origen de De monetae mutatione, así como de su pérdida de libertad en 1609. En palabras de Manuel Ballesteros Gaibrois, los acontecimientos de 1602-1603 subrayaban “el tribuno que estaba latente en el hombre, que convierte su celda en un revoltijo de panfletos escritos y experimentos científicos y concibe gradualmente un estudio que se titulará De mutatione monetae” (pp. 199–200).5 No está claro sin Mariana había imaginado o no este proyecto como un tratado independiente sobre dinero. Si hubiera sido así, probablemente pensaba que el tema era de tal importancia que no podía esperar a verlo publicado junto con el resto de los ensayos que ya había finalizado o que estaba en proceso de finalizar, todos los cuales había pretendido publicar como una recopilación de pequeñas meditaciones sobre diversos asuntos. La mejor indicación de esta urgencia es el hecho de que los primeros frutos de sus esfuerzos salieron a la luz mucho antes que el ensayo monetario propiamente dicho. En efecto, en 1605, solo dos años después del decreto que ordenaba la reacuñación de las monedas de vellón, y con las consecuencias reales ya plenamente visibles, Mariana publicaba un primer texto, que ya contenía el núcleo del argumento que, cuatro años después, cuando se publicó ampliado en forma de tratado, desataría tanta furia regia contra su persona. La oportunidad que se le presentaba en 1605 era perfecta. Estaba preparando la segunda edición de De Rege y decidió insertar un capítulo sobre moneda justo después del dedicado a los impuestos. ¿Qué mejor instrumento que un libro dedicado a la educación de un príncipe para una explicación de teoría monetaria? Aquí podía aconsejar en contra de los males causados por ciertas políticas y tratar de establecer los límites del poder político con respecto al mismo tema.
Mariana empezaba su capítulo “De Moneta” con una ironía que denotaba su indignación con la política puesta en práctica por Felipe III:
Algunos hombres astutos e ingeniosos, para atender las necesidades que continuamente abruman a un imperio sobre todo cuando es de gran extensión, idearon como un medio útil para superar las dificultades sustraer a la moneda alguna parte de su peso, de modo que, aunque resultara la moneda adulterada, conservara, sin embargo, su antiguo valor.
Luego, explicaba lo que ocultaban estas políticas:
Tanto como se quita a la moneda en peso o calidad, otro tanto cede en beneficio del príncipe que la acuña, lo que sería asombroso si pudiera hacerse sin perjuicio de los súbditos.
Finalmente, insinuaba sus propias opiniones y daba los primeros pasos hacia denuncias más categóricas, dejando claro de manera patente que se estaba refiriendo a la política actual del rey:
En verdad sería un arte maravilloso, y no magia oculta, sino pública y laudable, por cuyo medio se acumularían en el tesoro grandes cantidades de oro y plata sin tener necesidad de imponer nuevos tributos a los ciudadanos. Siempre miré como hombres petulantes a quienes intentaban cambiar por medio de ciertas virtudes ocultas los metales y hacer del cobre plata y de la plata oro con alguna destilación química. Ahora veo que los metales pueden cambiar de valor sin trabajo y sin necesidad de hornos, e incluso multiplicarlo por medio de una ley del príncipe, como si les comunicase con un contacto sagrado una virtud superior. Los súbditos podrán recibir del acervo común cuanto poseyeran antes y el resto quedaría en beneficio del príncipe para que lo aplique a la utilidad pública. ¿Quién habrá que tenga un ingenio tan corrompido, o quizá tan perspicaz, que no apruebe esta bendición del Estado? Sobre todo si se tiene en cuenta que no es ninguna novedad. (Mariana, 1599c, pp. 339–340)
Mariana continuaba su exposición presentando varios ejemplos históricos de manipulación monetaria, pero aclaraba que el hecho de que dichas políticas se hubieran aplicado en el pasado no las justificaba en el presente. Es más, concluía: “Bajo la apariencia de una gran utilidad y conveniencia puede ocultarse un engaño que produce muchos y mayores daños públicos y privados, por lo que no se debe recurrir a ese extremo recurso sin experimentar grandes perjuicios” (p. 341).
Después de esta estruendosa entrada, nuestro autor exponía las bases de su tesis y señalaba la propiedad privada como el pilar principal que sostenía su estructura teórica. Para Mariana, el punto de partida es el hecho de que “el príncipe no tiene derecho alguno sobre los bienes muebles e inmuebles de los súbditos, de tal forma que pueda tomarlos para sí o transferirlos a otros” y afirma que aquellos que argumentan lo contrario “son los charlatanes y aduladores, que tanto abundan en los palacios de los príncipes” (p. 341). Mariana mantenía que los impuestos roban al pueblo sus propiedades y lo empobrecen. Por si no había quedado claro, y aprovechando el hecho de que es el mismo libro en el que expone su versión de la teoría generalmente aceptada del tiranicidio, explicaba que establecer nuevos impuestos sin el consentimiento formal del pueblo hace del rey un tirano. Luego establecía un paralelismo entre inflación e impuestos, argumentaba que mediante la adulteración del dinero el rey se queda para sí una parte de la propiedad de sus súbditos y concluía que el rey no puede devaluar la moneda sin el consentimiento de los gobernados.
Luego Mariana trataba la diferencia entre valor intrínseco y valor extrínseco, argumentando que quien permita que exista esta diferencia entre ellos sería un idiota. La razón de esto, explicaba, es la siguiente: “Los hombres se guían por el aprecio común que nace de la calidad de la cosa y de su abundancia o escasez y serán vanos todos los esfuerzos para alterar estos fundamentos del comercio” (p. 343). Dicho de otra manera, los hombres actúan de acuerdo con su evaluación subjetiva de las cosas, que se basa en las propiedades de los bienes y su disponibilidad relativa.6 Añadía que era inútil que el rey fuera en contra de la ley natural y que la monarquía solo tiene derecho a una pequeña comisión por la acuñación de moneda.
Mariana fue más allá: estableció una serie de leyes económicas naturales y mostró el fraude que implicaba la política inflacionista, que consiste en alterar los pesos y medidas del dinero y que hacía equivaler al robo. Siguiendo a Aristóteles, explicaba el origen del dinero y luego se ocupaba del argumento principal a favor de la inflación, que es que, como el dinero no tiene otra utilidad que proporcionar los bienes necesarios, ¿por qué está mal que el príncipe se lleve su porción y ordene que el resto continúe circulando entre sus súbditos con el mismo valor facial que tenía antes de su devaluación? La respuesta es inmediata: esta política es como un robo, porque destruye la riqueza de los ciudadanos y es difícil de restringir porque el rey tiene un mayor control sobre la producción de dinero del que tiene sobre la producción de otros bienes. Además, según el jesuita, esta política tiene tres consecuencias evidentes. La primera es que causará escaseces y reducirá el poder adquisitivo del pueblo. Añade que la solución típica por parte de las clases dirigentes es establecer controles de precios, pero que esta solución solo empeora lo que pretende resolver. Segunda, la moneda devaluada debilita el comercio. Los controles de precios tampoco resuelven este problema, porque nadie querrá vender a los precios fijados y esto producirá huida de los bienes, estancamiento y colapso del comercio. Tercera, tras el colapso económico, los impuestos que el rey sigue recaudando provocarán resentimiento.
Mariana concluía esto nuevo y valiente capítulo diciendo que había realizado su explicación de la inflación para “amonestar a los príncipes para que no alteren lo que son los fundamentos mismos del comercio, esto es, los pesos, las medidas y la moneda, si quieren tener tranquilo y seguro el Estado, pues bajo la apariencia de una utilidad momentánea se ocultan innumerables fraudes y daños” (p. 351).
En resumen, el osado jesuita estaba diciendo al rey que no debería dejarse arrastrar por quienes le digan que una política inflacionista es una solución sencilla para los problemas del tesoro público, que tiene derecho a emplear. Explicaba que es esencialmente un asunto de derechos de propiedad y que, si el rey no puede apropiarse de los bienes de los vasallos, tampoco puede alterar los pesos y medidas de la moneda. La política inflacionista empobrece al pueblo y daña el comercio y los beneficios de dicha política son solo superficiales.
Mariana debía ser consciente de que muchos considerarían su postura como radical y aun así atacaba la política monetaria de Felipe III. Por esta razón, no parece ser una coincidencia que la segunda edición de De rege et regis institutione, en la que exponía por primera vez sus argumentos antiinflacionistas, se publicara en un solo tomo con De ponderibus et mensuris, como si hubiera deseado añadir un largo apéndice exponiendo con detalle las bases técnicas del mal que estaba denunciando.
Entretanto, la situación fiscal del Estado continuaba deteriorándose y los juegos monetarios del rey y el duque de Lerma, los mismos juegos que denunciaba Mariana en el capítulo recientemente añadido de De Rege, resultaban ineficaces para evitar una nueva suspensión de pagos del tesoro el 7 de noviembre de 1607, solo unos pocos meses después de la conclusión del proceso de reacuñación que empezó en 1602. Para entonces el jesuita ya estaba preparando la publicación de su tratado sobre la adulteración de la moneda.7 Hacia el final del año anterior había acabado de escribir los siete ensayos que constituirían su nuevo libro, en el que “De monetae mutatione” era el cuarto.8 Mientras el sabio sacerdote estaba esperando a la publicación de la versión en latín del ensayo, empezó a traducirla al español, confirmando una vez más la prioridad que siempre dio a la batalla acerca de la moneda, que ahora estaba empezando a extenderse en el mundo intelectual. Lo que sin duda no preveía era que sus enemigos abandonarían el diálogo público, recurriendo en cambio al poder político y la fuerza física contra él con el objetivo de silenciar sus ideas incómodas.
Hacia mediados de 1609, el tratado sobre la manipulación de la moneda fue publicado finalmente en Colonia como parte del Septem tractatus y el 28 de agosto el rey recibía una carta firmada por un tal Fernando Acevedo, que denunciaba la obra. La mezcla de emociones que sintió Mariana el 8 de septiembre, cuando el grupo de hombres armados que seguían las órdenes de Francisco de Sosa le detenía y le llevaba a Madrid, debió ser especialmente amarga. Después de setenta y tres años dedicados a estudiar, enseñar, certificar y diseminar ideas científicas, el monarca respondía a su búsqueda independiente de la verdad en toda su obra quitándole su libertad. Después de haber dado a la sociedad lo mejor de sí mismo durante medio siglo, el gobierno decidía perseguirle, acusándole de delitos de lesa majestad y confinándole en la basílica de San Francisco el Grande. La rabia que su detallada defensa del tiranicidio no había conseguido desatar se desplomaba de repente sobre él con su explicación de los efectos de la manipulación monetaria. Su exposición de las causas y consecuencias del fenómeno inflacionista parecía más amenazante para el rey que la amenaza real de muerte si se convertía en un tirano al no respetar los derechos de sus súbditos.
Los argumentos básicos de De monetae mutatione resultaban ser los mismos que ya había usado en su capítulo sobre el dinero, salvo que entre 1605 y 1606 se había tomado tiempo para añadir ejemplos históricos, engrosar argumentos jurídicos y desarrollar sus explicaciones económicas de las causas y efectos del mal que estaba afectando tan claramente a la población. En el prólogo, en caso de que no estuviera claro mediante una sencilla lectura del texto, subrayaba que el problema de la política monetaria con respecto a las monedas de vellón estaba entre los más importantes a los que se enfrentaba España en ese momento y que eso era lo que le había impulsado a escribir la obra actual. Además, imploraba al rey que leyera cuidadosamente los argumentos que iba a presentar antes de condenarle por su indiscreción o decidiera sobre si tenía razón o no. Nuestro autor usaba estas páginas iniciales para explicar que los actuales “desórdenes y abusos” en la producción de moneda de vellón estaban haciendo que toda la población protestara y, dado que nadie se atrevía a denunciar la situación, asumía para sí esa tarea. Incluso añadía que, después de tantos libros en los que había tratado de servir a Su Majestad, no podía pensar en una mayor reciprocidad por parte del rey y sus ministros y consejeros que leyeran con atención su tratado en el que tal vez había mostrado un exceso de celo misionero en la denuncia de los abusos que habían traído el caos que afectaba a todo el país.
Con setenta y tres años, Mariana se mostraba decidido a pelear en contra de lo que consideraba una injusticia con graves consecuencias para toda la nación. Era consciente de que se estaba entrometiendo en un asunto que podría hacer que saltaran chispas. Sin embargo, como declaraba en otro de los tratados publicados junto a De monetae mutatione: “la violencia cometida hasta hoy habrá aterrorizado a muchos, pero no a mí, a quien solo sirve como una llamada a la batalla. He propuesto establecer la paz entre los combatientes y voy a tratar de hacerlo, sin que importen los peligros que tenga que afrontar. Es con los problemas más brutales y escabrosos con los que se debe ejercitar la pluma”.9 Así que empezaba su tratado sobre la moneda ejercitando su pluma en el asunto más brutal de todos, que se convertía en la cuestión esencial de la obra: Si el rey era no el dueño de la propiedad de sus súbditos. Para el pensador tomista que enseñó en la Sorbona, la respuesta era ya claramente negativa. Para el septuagenario que había desarrollado un profundo escepticismo por las soluciones estatistas y una fuerte simpatía por los principios de la libertad individual y la propiedad privada, la respuesta no podía ser más rotunda: “¡No!” En la segunda edición de De Rege ya había expuesto el caso negro sobre blanco. La política de alterar continuamente los pesos, valores y sellos de la moneda, a la que hoy calificaríamos de inflacionista, es una forma de robo y no estaba dispuesto a ver que tenía lugar el mismo abuso sin protestar por ello.
Así es como Mariana asumió para sí la voz del pueblo, poniendo el derecho a la propiedad privada en el eje de su diatriba antiinflacionista. Tras definir el núcleo del problema, explicaba que el rey no tenía ni el derecho de establecer impuestos sin el consentimiento de quienes los pagan ni de crear monopolios, pues “por un camino o por el otro, toma el príncipe parte de la hacienda de sus vasallos” (Mariana, 1861, p. 38). Más aún, si este es el caso, entonces “el rey no puede reducir el valor del dinero cambiando su peso o su valor facial sin el consentimiento del pueblo” y concluye:
Si el príncipe no es señor, sino administrador de los bienes de particulares, ni por este camino ni por otro les podrá tomar parte de sus haciendas, como se hace todas las veces que se baja la moneda, pues les dan por más lo que vale menos. Y si el príncipe no puede echar pechos contra la voluntad de sus vasallos ni hacer estanques de las mercadurías, tampoco podrá hacerlo por este camino, porque todo es uno y todo es quitar a los del pueblo sus bienes por más que se les disfrace con dar más valor legal al metal de lo que vale en sí mismo, que son todas invenciones aparentes y doradas, pero que todas van a un mismo paradero, como se verá más claro adelante. (p. 40)10
Mariana dedica después el cuarto capítulo del ensayo a explicar la importancia de ser capaz de contar con una moneda estable libre de manipulaciones. Su mensaje estaba claro: las alteraciones políticas de la moneda traen inflación de precios. En palabras del autor, la razón para esto es que “si baja el dinero del valor legal, suben todas las mercancías sin remedio, a la misma proporción que abajaron la moneda, y todo se sale a una cuenta” (p. 46). Además de elevar los precios, la adulteración del dinero altera y daña el funcionamiento adecuado del comercio, porque los pesos y medidas son los fundamentos de todo intercambio. Es más, el intervencionismo monetario está normalmente presente como solución a este y otros problemas y aun así el talaverano explicaba que esto es “como la bebida fresca dada al doliente fuera de sazón, que de presente refresca, mas luego causa peores accidentes y aumenta la dolencia” (p. 48). Aquí tenemos a Mariana presentando una versión anticipada de la analogía entre la solución de la inflación y la bebida usada para calmar a un alcohólico, que Friedrich Hayek usaría aproximadamente cinco siglos después.
Tras haber analizado la materia en profundidad, el filósofo detallaba los efectos desastrosos de la manipulación monetaria, que, como explicaba, va en contra de toda regla, costumbre, razón y ley natural. De la misma manera que no sería lícito y nadie aprobaría que “el rey se metiese por los graneros particulares y tomara para sí la mitad de todo el trigo y les quisiese satisfacer en que la otra mitad la vendiesen al doble que antes” (p. 68), tampoco está bien que el rey se lleve la mitad del valor del dinero y luego trate de satisfacer a sus dueños declarando que lo que antes valía dos ahora vale cuatro. Y el robo puede ser todavía mayor cuando el rey permite o, peor aún, ordena que las deudas puedan pagarse con la moneda devaluada.
Si la injusticia es el reverso de la moneda adulterada, el anverso es la inflación. Los bienes “se encarecerán (…) en la misma proporción que la moneda se baja” (p. 69). Este efecto provoca la ira popular y lo que normalmente ocurre es que el gobernante, ahora atrapado en la dinámica de su propio intervencionismo, trata de fijar precios. Está claro que este remedio será todavía peor que la enfermedad y, como señala correctamente el primer historiador moderno de España, esto llevará inevitablemente a escaseces, “porque nadie quería vender” (p. 69). Y si este razonamiento no fuera suficientemente notable, lo que sigue es una doble explicación del aumento de los precios en conjunción con la pérdida de poder adquisitivo del dinero, una cuantitativa y otra cualitativa. El primer fenómeno responde al hecho de que, como pasa con cualquier bien, el aumento en la cantidad de dinero disminuye su valor. Sin embargo, el segundo responde al hecho de que, como en el caso de cualquier bien, el aumento en la cantidad de dinero disminuirá su valor. Sin embargo, el segundo responde al hecho de que, si la calidad del dinero se deteriora, entonces la gente querrá intercambiar sus bienes por dinero solo si hay un aumento en la cantidad de dinero ofrecida por esos mismos bienes.
Como había explicado previamente Mariana, el gobernante, lejos de invertir el rumbo, normalmente se aventura más en su vía destructiva y ahora se ocupa de los síntomas, en lugar de las causas que él mismo desató. Así, la fijación de precios, como intento de preservar la pérdida del poder adquisitivo de la moneda, distorsiona todavía más el mercado, produciendo privaciones generales. En otras palabras, las escaseces no son accidentales, sino que, por el contrario, son las consecuencias lógicas de fijar precios. Y antes o después, el rey se verá obligado a reconocer el origen del problema rebajando el valor oficial de la moneda a su valor intrínseco (p. 71). El resultado final de toda esta degradación no puede ser otro que el incremento del “enfado colectivo” que el príncipe ha generado él mismo.
Si nos limitamos a la realidad material, no cabe duda de que el rey se beneficiará a corto plazo con este tipo de política, pero a largo plazo los efectos dinámicos de la estrategia le obligarán a empeorar su situación, mediante la devaluación de la moneda y su consiguiente efecto sobre el comercio (y la productividad de la nación), siempre tan delicada como la leche “que con cualquier inconveniente se corta y estraga” (p. 78).
Pero hay más. La mala moneda, en este caso, el vellón, expulsa la buena moneda, en este caso, la plata. Mariana describía la experiencia española como un ejemplo de libro de la Ley de Gresham. Esta ley, popularizada mediante la fórmula “la mala moneda desplaza a la buena moneda”, fue proclamada en 1558 por Sir Thomas Gresham. Articulada inicialmente por Nicolás Oresme, explica los efectos causados por mantener un cambio artificial entre dos monedas a pesar de que uno está devaluado y otro no.11 Nuestro jesuita describe el fenómeno tal y como si estuviera teniendo lugar entre las monedas nuevas de vellón y las antiguas y denuncia al mismo tiempo que en esas situaciones los reyes deberían beneficiarse ordenando que se les pague con moneda que contiene plata, mientras que el continúa pagando son bonos y repartiendo los salarios con moneda que solo contiene cobre. Finalmente, Mariana hace bien en indicar que los acreedores y proveedores extranjeros no aceptarán esta situación y, por tanto, la plata fluirá en su dirección (Mariana, 1861, p. 64).
Para un hombre que ha dedicado su vida a reflexionar sobre problemas morales, políticos y filosóficos, tanto a nivel empírico como abstracto, para un hombre que ha vivido en el extranjero, escrito la historia de España y tratado de ayudar en la educación del príncipe y para un hombre que ha tratado con minuciosidad los derechos que preceden a la institución real e incluso a la propia sociedad, era imposible no apreciar que la manipulación de la moneda, con todos sus problemas asociados, es ante todo un medio de financiar la deuda pública. Tal vez por eso el último capítulo de su tratado se dedica al análisis de medidas alternativas que podrían resolver el problema del Tesoro sin tener que recurrir al “fraude” desestabilizador y destructivo de devaluar la oferta monetaria.
Según Mariana, en luchar de centrarse en aumentar los ingresos como forma de resolver el desequilibrio fiscal, lo primero que tendrían que hacer el rey y los que gobiernan es reducir los gastos. Su segunda recomendación es acabar con los subsidios, recompensas, pensiones y premios. Porque (no lo olvidemos) el rey está administrando recursos que en su mayor parte no son suyos. Mariana no duda en exponer las cosas de manera sencilla, de forma que se entiendan:
Veamos: si enviase yo a Roma a uno y le diese dinero para el gasto, ¿sería bien que lo gastase y diese a quien se le antojase o que se mostrase liberal de la hacienda ajena? No puede el rey gastar la hacienda que le da el reino con la libertad que el particular los frutos de su viña o de su heredad. (p. 91)
Además, proponía que “se excuse empresas y guerras no necesarias, que corte los miembros encancerados y que no se pueden curar” (p. 91). En otras palabras, aquellas guerras que no sean absolutamente necesarias deberían cesar y no debería dudarse en permitir que Flandes se independizara del Imperio. Además, sugería que el rey dedicara más energía a mantener los desembolsos en línea con los ingresos, con el fin de evitar el tráfico de influencias y la corrupción. Finalmente, si resulta necesario aumentar los impuestos, Mariana proponía que se gravaran las cosas de lujo, que son las que compran principalmente las clases superiores.
Para terminar, concluía una vez más que lo que había que evitar a toda costa es una política monetaria inflacionista, porque es contraria tanto a la ética como a la eficiencia económica. Pues si se sigue esa política sin el consentimiento del pueblo, de quien se extrae parte de su riqueza mediante gravamen, entonces es algo “ilícito y erróneo” e incluso si se hace con su consentimiento, lo considera un error y algo destructivo por multitud de razones.
Mariana era consciente de que se estaba arriesgando al hablar tan franca y ruidosamente, como indicaba también en el prólogo al lector de De monetae mutatione: “Bien veo que algunos me tomarán por atrevido, otros por inconsiderado, pues no advierto el riesgo que corro, y pues me atrevo a poner la lengua, persona tan particular y retirada, en lo que por juicio de hombres tan sabios y experimentados ha pasado” (Mariana, 1861, p. 27). Aun así, tuvo que ser difícil para él imaginar que el rey y el duque de Lerma desatarían su furia de una forma tan virulenta e inmediata. Debió pensar algo así cuando lo detuvieron en la casa capitular en Toledo el 8 de septiembre de 1609, por orden del obispo de las Islas Canarias.12 Mientras era conducido de Toledo a San Francisco el Grande en Madrid, tuvo tiempo para conjeturar acerca de lo que le estaban acusando y cuáles serían sus principales líneas de defensa.
Mariana ya tenía setenta y tres años, pero todavía tuvo tiempo de aprender una de las lecciones más amargas de su vida: si se está dispuesto a enfrentarse a la autoridad política en defensa de la libertad individual y la propiedad privada, hay que prever la posibilidad de ser abandonados por los amigos e incluso las instituciones a las que se ha servido toda la vida. Por ejemplo, este fue el caso de la Compañía de Jesús, a la que Mariana había dedicado con talento y celo sus últimos cincuenta y cinco años. Desde el inicio del proceso, los directores de la orden tuvieron cuidado de no defenderle si hacerlo significaba comprometer sus intereses.
El rey y Lerma se habían apresurado a detener al viejo filósofo, pero se tomaron su tiempo para presentar su acusación formal. La reclamación original la había presentado Don Fernando Acevedo el 28 de agosto. Así que el rey esperó siete días antes de hacer que la Inquisición depusiera al incómodo autor y once más antes de ordenar su arresto y trasladarlo a Madrid. Aun así, la acusación formal no llegaría hasta el 27 de octubre. Consistía en las siguientes trece acusaciones:
- Negar el derecho del rey a reformar la oferta monetaria, usando formulaciones que tratan de desacreditar y reprobar la política monetaria de Su Majestad, como ofender a los ministros y difamar a la nación y sus costumbres.
- Omitir las razones que justifican la reforma y usar metodología errónea, haciendo así a su obra más materia de libelo que estudio científico.13
- Tratar de provocar y perturbar a la población. En otras palabras, tratar de fomentar el desorden social.
- Difamar a los administradores de la Corte, argumentando que son ineptos y propensos al soborno.
- Mantener que la inflación es una forma oculta de impuesto, que el rey no puede fijar impuestos sin consentimiento y calificarle de tirano.
- No considerar información relativa a los problemas del Estado, sino, en su lugar, incitarlo al calificar como “infamia fraudulenta” prácticas similares a las llevadas a cabo en otros países.
- Clasificar como ineptas e insolentes las decisiones tomadas por ministros en el desarrollo de la política monetaria nacional.
- Acusar a los ministros de obstrucción.
- Afirmar que la nación está mal gobernada, porque los cargos públicos están corrompidos.
- Insistir en la “mala y atrevida doctrina” que afirma que en asuntos que conciernen a todos, todos pueden expresar sus opiniones.
- Comparar el Imperio Español con el Imperio Romano en su decadencia y hacer pronósticos temibles, en los que se entremezclan tipos de lesa majestad.
- Acusar al rey de ingratitud hacia García de Loaysa, Pedro Portacarrero y Rodrigo Vázquez.
- Finalmente, afirmar que en ese momento y en ese reino coexistían los siguientes graves males: robo y engaño entre ciudadanos; falta de honradez en los magistrados; robo de dinero público; imposición continua de nuevos impuestos que acaban pagando gastos privados o gastos superfluos de la Casa Real, mientras que los comunes claman, oprimidos por la gran carga y “pasan su vida en congoja y dolor no menos áspera que la misma muerte”; la existencia de un gran “número de pobres que, sin esperanza alguna y sin tener ya cosa propia, andan vagando arrimados a un palo”; la adulteración de la oferta monetaria con el daño que esto supone para el comercio y la escasez de todo tipo de bienes. (Fernández de la Mora, 1993, pp. 68–77)
Por fin Mariana conocía las acusaciones de las que tenía que defenderse. Tan pronto como le expusieron las acusaciones, solicitó varios días para preparar su defensa, que decidió asumir personalmente. Las palabras finales del acusador le invitaban a renegar de lo que había escrito en su libro. ¿Cómo debía enfrentarse a la situación? Las alternativas estaban claras: o renunciaba a sus principios y declaraba que había cometido un error de juicio o se lanzaba a defender sus ideas con el riesgo de no ser capaz de convencer al tribunal de que no era cierto que hubiera cometido “ofensas capitales”, como afirmaba el fiscal. El 3 de noviembre dejaba clara su postura mediante los treinta y cinco folios manuscritos de exoneración que presentó, que consistían en una serie de argumentos formales que mantenían: que la publicación de su obra cumplía con la ley desde el momento en que se concedió la licencia requerida para publicarla; que no transgredía en modo alguno los artículos de su fe y que era “doctrina clara” que los hechos que ya son públicos pueden revisarse y que la mayoría de estos ya se habían juzgado, refiriéndose a los abusos y corrupciones que denunciaba en el tratado. Además, Mariana exponía cuatro argumentos generales: 1) que estaba siendo acusado de supuestas intenciones que solo Dios y él podían conocer y que ya había expuesto en el prólogo del libro; 2) que técnicamente su libro no podía considerarse un libelo difamatorio porque no había nada subrepticio en él; 3) que solo menciona casos de corrupción ya castigados como tales y 4) que se había imprimido en Colonia solo porque las imprentas nacionales se habían clausurado por real decreto y que había obtenido los permisos para imprimir allí.
Al construir su defensa contra las acusaciones concretas del fiscal, el padre Mariana respondía una por una con una combinación de sólidos argumentos teológicos y hábiles maniobras políticas.14 A la primera acusación respondía que mantiene su opinión de que el rey no tiene derecho a devaluar sin el consentimiento del pueblo, por las mismas razones que había expuesto en su libro. A la segunda, respondía que nunca había omitido ninguna justificación para la reforma monetaria, sino que, más bien, continuaba creyendo que la justificación era insuficiente. A la acusación de fomentar desórdenes, respondía que la existencia de corrupción no significa que el rey la conozca y consienta y que solo repetía lo que ya era un clamor público. Rechazaba renegar de su afirmación con respecto a la quinta acusación de que la inflación es un impuesto para el que el rey no ha obtenido consentimiento y que por tanto es ilegítima y que da al rey el papel de un tirano. Con respecto a la sexta alegación, se defendía diciendo que no pretendía incitar al desorden sino, más bien, alertar al rey sobre lo que podía ocurrirle y, de hecho, había ocurrido en otros países. Luego Mariana contestaba a las acusaciones séptima, octava y novena con una astuta prestidigitación con la que trataba de mantener que no se refería a los ministros de España, son, más bien, a ciertos personajes ya condenados y a ministros en general que crearían estas políticas sin consultarlas. También se defendía frente a su incriminación de haber llamado ineptos a los ministros y haber calificado sus decisiones como insolentes alegando que “inepto” significa “sin propósito” y que una decisión “insolente” es únicamente una decisión “extraordinaria”, reclamando uno de los significados que todavía tenía el adjetivo en ese momento.15 Respondía a la décima acusación con una ferviente declaración en defensa de la libertad de expresión. Con respecto a la undécima, decía que había hecho la comparación entre los dos imperios para advertir cómo podía acabar todo si no se resolvía el problema. Acusaba al fiscal de tergiversar sus palabras en la duodécima acusación y, finalmente, decía que, con respecto a la última acusación, se estaba refiriendo sencillamente a los tesoros públicos de todos los países.
Después de leer el texto exculpatorio, el fiscal lanzó una nueva acusación contra el jesuita: alegar que las acusaciones del fiscal eran falsas. Sin embargo, el fiscal no debía tener mucha confianza en sus acusaciones, pues el 2 de diciembre pidió demorar el juicio, a lo que protestó Mariana. Cuando finalmente tuvieron lugar las deposiciones verbales, el filósofo acusado encontró dificultades para llamar a sus siete testigos, uno de los cuales incluso rechazó presentarse ante el tribunal. Los otros seis defendieron la valentía y la honradez de Mariana, después de demostrar estar familiarizados con su obra. Por el contrario, de los diez testigos llamados por el fiscal, solo dos estaban familiarizados con el libro, pero todos denunciaron de todos modos a Mariana, mostrando una absoluta complicidad por los poderes establecidos. Cinco de ellos llegaron a afirmar que el rey podía hacer lo que quisiera con la oferta monetaria, así como con las propiedades de sus súbditos. Ocho de los diez declararon (sin haber leído el libro) que todo lo que decía el libro era falso.
El día posterior a Reyes de 1610, Mariana recibía una declaración escrita de la causa contra él y respondía que no entraría en una discusión de leyes positivas, sino solo sobre leyes naturales. Añadía además que, si el fiscal tenía razón, entonces no existiría la propiedad privada y reclamaba que se rechazaran todos los testimonios de testigos contra él, pues habían testificado sin citar el libro en cuestión. Así que el caso quedaba visto para sentencia el 9 de enero de 1610.
El rey maniataba a Mariana, tratando de condenarle por delitos de lesa majestad y entretanto reclamaba a sus embajadores que compraran o se apropiaran de todas las copias del libro que pudieran encontrar para quemarlas. Por desgracia los embajadores actuaron con tanto celo ante la tarea encomendada por Felipe III que hoy es casi imposible encontrar un ejemplar de la primera edición del Septem tractatus. Aun así, a pesar de todos los esfuerzos del rey para que el Vaticano le respaldara en su persecución al jesuita, nunca logró una pizca de cooperación papal con la que condenarlo.
A la vista de la impotencia del rey, Mariana fue liberado, sin ninguna sentencia formal en el juicio. Como señala correctamente Gonzalo Fernández de la Mora (1993), contrariamente a lo que se cree normalmente, el episodio “pone (…) de manifiesto que el poder de la monarquía no era discrecional, sino limitado no solo por la conciencia ética de sus titulares, sino por el ordenamiento jurídico” (p. 99). El resultado del juicio apoya en definitiva el punto de vista presentado, entre otros, por Murray Rothbard en El pensamiento económico antes de Adam Smith, según el cual la rivalidad institucional y la superposición jurisdiccional limitaban el poder del Estado de una manera relativamente eficaz, mientras que la Iglesia Católica continuaba disfrutando de un cierto grado de poder en Europa.
Juan de Mariana consiguió superar la pesadilla en el que se encontró en soledad. Con setenta y cuatro años, volvió a Toledo y no volvió a tratar nunca asuntos monetarios. En los años siguientes al juicio, vivió lo suficiente como para ver cómo los que le habían perseguido con saña caían de los pedestales a los que habían ascendido. También vivió lo suficiente como para ver cómo una nueva generación de intelectuales defenderían su obra, que fue también atacada en Francia por su defensa del tiranicidio. A pesar de la desaparición física del libro en el que había articulado más claramente su teoría monetaria, sus ideas fueron defendidas por otros autores, tanto dentro como fuera de las fronteras de España. Y así es como tanto millones de ciudadanos, desde su generación a la nuestra, fuimos los afortunados beneficiarios de los valerosos esfuerzos de este hombre ejemplar que defendió la propiedad privada y la libertad, incluso bajo las circunstancias más adversas.16
- 1Hoy puede verse el nombre de Mariana en una pared de la universidad parisina, gravado allí en memoria de su obra.
- 2Historiae de rebus Hispaniae (1592) y su consiguiente versión en español, traducida por el propio Mariana y titulada Historia general de España (1601), permaneció sin rival en la historiografía de España hasta que Modesto Lafuente publicó su propia Historia de España en 1850. A lo largo de esos dos siglos y medio se publicaron numerosas ediciones de la versión en español. Manuel Ayau, el gran fundador de la Universidad Francisco Marroquín en Guatemala, mostraba con gran orgullos una edición española de 1848 en su librería personal.
- 3Antes de la quiebra de 1596, España ya había experimentado, durante el reinado de Felipe II, quiebras en 1557, 1560 y 1575. Para más detalles sobre estas suspensiones de pagos del Tesoro Real, ver el ensayo de Drelichman y Voth (2009).
- 4Esta historia de maniobras monetarias está bien documentada en el sitio web www.marevedis.net, especialmente en la sección sobre resellos: www.maravedis.net/resellos.html. Ni siquiera esta última medida pudo evitar otra suspensión de pagos, que tuvo lugar en 1607.
- 5Ballesteros confunde las cosas ligeramente cuando dice que Mariana empieza a expandir el contenido del capitulo sobre la moneda en De Rege, pues este último no se publicó hasta 1605.
- 6En sus Principios de economía política, Carl Menger, el fundador moderno de la Escuela Austriaca de economía, lista cuatro condiciones que convierten algo en un bien económico: 1) la existencia de una necesidad; 2) la existencia de características en una cosa concreta que pueden relacionarse causalmente con la satisfacción de esa necesidad; 3) conciencia de la existencia de estas características y 4) conciencia de la relación causal por parte de una persona que controla esa cosa.
- 7De acuerdo con el testimonio del propio Mariana en su juicio, había finalizado el texto en 1605, haciendo solo unos pocos ajustes menores posteriormente (Ballesteros, p. 225).
- 8La autorización del Padre Provincial para la publicación de estos siete tratados se emitió el 24 de noviembre de 1606.
- 9Esta valiente afirmación puede encontrarse en el ensayo titulado “Pro editione vulgata”, el segundo de los tratados en el Septem tractatus de Mariana.
- 10Con respecto al consentimiento público y los impuestos, se podría discutir si Mariana estaba siendo aquí polémico o no. Aun así, queda bastante claro que la simple convocatoria de una sesión de las Cortes para formalizar nuevos impuestos no le satisface en absoluto. En el Tratado y discurso también podemos leer lo siguiente: “Bien se entiende que presta poco lo que en España se hace, digo en Castilla, que es llamar los procuradores a Cortes, porque los más de ellos son poco a propósito, como sacados por suertes, gentes de poco ajobo en todo y que van resueltos a costa del pueblo miserable de henchir sus bolsas” (p. 36).
- 11Cf. el tratado de Oresme y el ensayo de Selgin sobre la Ley de Gresham. Para más sobre Oresme, ver Hülsmann, que lo ha colocado en el origen de las teorías monetarias de la Escuela Austriaca de economía.
- 12Curiosamente, desde el 8 de septiembre de 1914, este día se ha dedicado a celebrar a la Virgen del Pino, la santa patrona de la diócesis de las Islas Canarias.
- 13Aquí el fiscal acusa a Mariana de usar lógica deductiva.
- 14El resumen de la defensa de Mariana se ha tomado de Fernández de la Mora (1993, p. 83).
- 15El argumento que utilizaba Mariana en su defensa frente a esta acusación recuerda la usada hace unos años por Manuel Ayau (a.k.a. “Muso”) en un famoso debate en los más altos niveles institucionales en Guatemala con respecto a la forma que podría adoptar allí una posible bolsa. Como cuenta Eduardo Mayora: “El Banco Central de Guatemala mantenía su oposición legalista a la incorporación de una entidad completamente privada para respaldar un mercado bursátil. No podían imaginar que pudiera existir algo así sin aprobar una ley especial, sin la dirección del estado ni, por supuesto, sin su bendición. La propuesta llevó a una reunión de alto nivel con los dignatarios más poderosos del banco, presididos por su vicepresidente. En el lado de los que estaban a favor de una bolsa, estaba Muso liderando el ataque. El vicepresidente del Banco de Guatemala dio la bienvenida a Muso y los que le acompañaban, siguiendo el protocolo habitual en ese tipo de reunión formal, con un tono más o menos condescendiente, después del cual dio la palabra a Muso, que, sin más preámbulos, dijo ‘Bueno, muchas gracias. Hoy le vamos a decir que usted es disfuncional…’ Todos nos quedamos paralizados por un momento, que pareció una eternidad, hasta que Muso añadió: ‘… en el sentido de que no es función del banco central regular ningún mercado bursátil’. Después de eso, todos lanzamos un enorme suspiro de alivio” (comunicación personal, 2009).
- 16Entre los autores que conocieron, defendieron y divulgaron algunas de las ideas de Mariana a lo largo de los siguientes años, deberíamos señalar gigantes filosóficos, políticos, económicos e incluso literarios que van de Quevedo y Lope a Turgot y Locke. Y como puede verse en el posterior ensayo del profesor Graf, hay buenos argumentos para considerar a Miguel de Cervantes, el autor de la primera novela moderna, como el discípulo más importante de Mariana.