Volumen 11, número 2 (1995)
Puedo, como resultado de largos esfuerzos por rastrear el efecto destructivo que ha tenido la invocación de la «justicia social» sobre nuestra sensibilidad moral y de encontrar una y otra vez incluso pensadores eminentes usando irreflexivamente la expresión, haberme convertido en impropiamente alérgico a ella, pero he llegado a entender claramente que el mayor servicio que puedo seguir prestando a mis conciudadanos sería poder hacer que (…)oradores y escritores (…) se sientan completamente avergonzados (…) al emplear la expresión «justicia social».
—F.A. Hayek1
I
En su prólogo a El espejismo de la justicia social, Hayek explicaba cómo llegaba a concluir «que el emperador no llevaba ropa, es decir, que la expresión “justicia social” era totalmente vacía y sin sentido»2 y «que la gente que habitualmente emplea la expresión sencillamente no sabe qué quiere decir y solo la usa como una afirmación de que una reclamación está justificada sin dar una razón para ello».3
Indudablemente, como procedía a demostrar tan meticulosamente Hayek, esta manoseada expresión se emplea normalmente bastante irreflexivamente. Pocos o ninguno de aquellos que la emplean normalmente han intentado alguna vez dar una justificación sistemática y coherente para su aplicación. Pero no basta con demostrar que es «totalmente vacía y sin sentido». Pues hay de hecho bastante regularidad en su uso actual de la expresión «justicia social» como para proporcionarle un sentido, aunque sea un sentido algo vago y variable.
En ese sentido, puede definirse de la manera más ilustradora como refiriéndose al logro por medios estatistas extensivos de cualquiera que sea para los socialistas una distribución ideal de bienes de todo tipo. Siguiendo la sugerencia realizada por Hayek en su prólogo a la segunda edición de Camino de servidumbre—una obra dedicada a «los socialistas de todos los partidos»—la palabra «socialismo» tiene que entenderse aquí que significa: «no la nacionalización de los medios de producción ni la planificación económica centralizada que hace posible y necesario esto», sino «la redistribución extensiva de rentas a través de los impuestos y las instituciones del estado del bienestar».4
Consideremos, por ejemplo, citas de una reseña de la Sociedad Fabiana de las administraciones del Partido Laborista de 1974-79 en el Reino Unido (Bosanquet y Townsend, 1980). Los editores proclaman «que el Partido Laborista puede y debe encender una llama en un mundo de injusticia y desigualdad».5 Un contribuidor tras otro hablan de «cánones socialistas de igualdad y justicia social»6 y de «una sociedad socialmente más justa e igual».7 Uno incluso llega a afirmar—sin tratar de explicar qué podría significar esto o por qué deberíamos aceptarlo como verdadero—que, en particular, «La igualdad racial requiere una sociedad que sea igual en todos sus aspectos».8
Esa identificación de desigualdad con injusticia e igualdad con justicia social se ha convertido en característica de «los socialistas de todos los partidos».9 Según Bosanquet y Townsend, estas identificaciones se manifestaban de dos maneras. En primer lugar, ninguno de los contribuidores hacía ningún intento de responder a la solicitud de los editores de que deberían examinar y dilucidar «el significado de igualdad». En segundo lugar, y tal vez más importante, los editores no reclamaron y los contribuidores no ofrecieron ninguna razón en absoluto para adoptar la igualdad como valor o para concluir que tengan derecho o tengan que imponer ese valor a otros por la fuerza. No cabe duda de que a todos les parecía obvio que una sociedad justa debe ser una sociedad igual, si no, tal vez, si es concebible, «una sociedad que sea igual en todos sus aspectos». Pues, dada la igualación entre igualdad y justicia, indudablemente no habría necesidad de mayor justificación para cualquiera de ambas explicaciones.
Esto sugiere la razón por la que Hayek se equivocaba al mantener «que la gente que habitualmente emplear la expresión [justicia social] se limita a usarla como una afirmación que está justificada sin dar una razón para ella». Pues cualquiera que afirme que se requiere alguna política por algún tipo de justicia esta de hecho dando lo que—si su afirmación fuera cierta—constituiría la mejor de las razones. Sin embargo, la verdad es que la justicia social como se concibe habitualmente no es precisamente un tipo de justicia.10
Por el contrario, esa justicia «social» implica esencialmente que, bajo los patrones pasados de moda, sin prefijo ni sufijo, lejos de ser justicia, constituye un caso paradigmático de injusticia flagrante, es decir, la abstracción de que bajo la amenaza de la fuerza (el gravamen) de (parte de) la propiedad justamente adquirida de los más ricos para dársela (por supuesto, descontando un cobro de servicio a menudo sustancial) a aquellos cuyas adquisiciones justas previas o falta de adquisiciones justas les han dejado en una situación peor.
Es por tanto de la máxima importancia para los socialistas como se conciben aquí mantener que sus políticas favoritas están determinadas por una forma de justicia. Pues esto les permite verse—y esperar ser vistos—en una posición incontestable de una moral superior. Esto hace así posible que un portavoz de la oposición laborista diga con toda sinceridad durante un debate en la Cámara de los Comunes tras un discurso de la Reina: «Nuestra queja contra el Gobierno, y en particular el Primer Ministro, es que, paso a paso, han conseguido crear una sociedad injusta».11
Repito, ¿es solo bajo el supuesto de que las políticas procusteanas12 vienen ordenadas por un tipo de justicia por lo que sus defensores están equipados con una respuesta a la objeción de aquellos que les preguntarían con qué derecho están proponiendo emplear la maquinaria de fuerza del estado para conseguir su propia visión personal de la sociedad ideal? Si las prescripciones de la justicia social fueron realmente ordenadas por algún tipo de justicia, entonces los socialistas indudablemente tendrían una respuesta decisiva a esta objeción libertaria. Pues como observaba tan atentamente Adam Smith en su otra obra maestra:
El hombre que se limita abstenerse de violar la persona, o la propiedad, o la reputación de sus vecinos tiene, indudablemente, pocos méritos positivos. Sin embargo, cumple todas las normas de lo que se llama peculiarmente justicia y hace todo lo que sus iguales con propiedad pueden obligarle a hacer o pueden castigarle por no hacer.13
II
En el prólogo a The Mirage of Social Justice, Hayek procede a explicar por qué decidió no intentar «justificar mi postura frente a una importante obra reciente», refiriéndose a Una teoría de la justicia, de John Rawls. Era «porque las diferencias entre nosotros parecían más verbales que sustanciales».14
Esta decisión fue al mismo tiempo algo sorprendente y extremadamente desafortunado. Fue sorprendente porque se basaba explícitamente en un pasaje de un artículo que Rawls había publicado mucho antes y al que el propio Hayek confesaba que no podía encontrar ningún paralelo satisfactorio en el libro posterior.15 Fue desafortunado, ya que aseguraba que The Mirage of Social Justice recibiera mucha menos atención de la que debería haber tenido y tuvo en general. Pues, aunque el libro de Rawls tenía el engañoso título de Una teoría de la justicia, en realidad solo trataba—o algunos podrían decir que trataba alternativamente—«los principios de la justicia social», principios que, se nos dice, «proporcionan una manera de asignar derechos y tareas en las instituciones básicas de la sociedad y (…) definir la distribución apropiada de los beneficios y cargas de la cooperación social».16
Desde el principio, Rawls asume que la justicia social así concebida constituye la mayor parte, si no la totalidad la justicia, insistiendo en que la Justicia (sin calificar) «es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es en los sistemas de pensamiento».17 Sin embargo, posteriormente, aunque solo una vez y como si estuviera entre paréntesis, advierte al menos a los lectores que no confundan «los principios de la justicia para las instituciones con los principios que se aplican a las personas y sus acciones en circunstancias particulares».18
Como este libro trataba de satisfacer la necesidad de alguna formulación clara y una racionalización convincente de los principios putativos de la justicia social, recibió en su primera aparición una bienvenida entusiasta tan amplia y abrumadora que se convirtió de inmediato y se ha mantenido desde entonces como el punto de partida estándar para toda discusión posterior. Por ejemplo, en una «Nota crítica» notablemente falta de crítica, el veterano socialista Stuart Hampshire escribía:
Creo que este libro es la contribución más importante e interesante a la filosofía moral desde la guerra, al menos si se piensa solo en obras escritas en inglés. Es un libro muy convincente, estando muy bien argumentado y muy cuidadosamente escrito.19
Presenta, continuaba Hampshire:
Una imagen noble, coherente y altamente abstracta de la sociedad justa, tal y como la ven los socialdemócratas (…) Es indudablemente el modelo de justicia social que ha regido la acción de R. H. Tawney y Richard Titmuss y que mantiene unido al Partido Laborista.20
III
Lo que realmente mantiene al Partido Laborista unido como organización es, indudablemente, la fortaleza de los sindicatos, que lo crearon al principio y continúan proporcionando con mucho la mayor parte de su financiación. Pero Hampshire tenía indudablemente razón en sugerir que los intelectuales que son socialdemócratas, en el sentido actual de la expresión,21 están inspirados en parte por ese ideal de justicia social. De hecho, cuando estoy escribiendo, el propio Partido Laborista está debatiendo el reemplazo de su declaración original de objetivos, que reclamaba «la nacionalización de los medios de producción», con una nueva declaración, que es más que probable que gire en torno al ideal o ideales de igualdad y justicia social, concebidos como reclamar «la redistribución extensiva de rentas mediante los impuestos y las instituciones del estado de bienestar». Para nosotros, aquí la cuestión esencial es si la justicia social concebida así es de hecho algún tipo de justicia. Si queremos realmente responder a esa pregunta, debemos recordar la advertencia lanzada por el Sócrates de Platón: «Si no sé qué es la justicia es poco probable que descubra si es algo excelente y si su poseedor es feliz o no es feliz».22
Esa era una advertencia que Rawls rechaza atender más que deje de cumplir. Nunca encuentra el lugar para citar, y mucho menos examinar, si alguna variante de la definición tradicional de la palabra «justicia» o alguna alternativa preferida. De hecho, solo en su página quinientos setenta y nueve piensa en explicar, sin ningún indicio de disculpas, que querría «dejar las cuestiones de significado y definición aparte y continuar con la tarea de desarrollar una teoría sustantiva de la justicia».23
¿Qué es entonces la justicia? Entre quienes se han hecho esta pregunta, al menos hasta tiempos comparativamente recientes, parece haber habido poco desacuerdo.24 El elemento central y esencial de sus definiciones ha sido siempre lo que Platón escribía como propuesta de Polémaco como primera sugerencia: «dar a cada uno lo que es suyo»,25 una frase posteriormente traducida al latín como suum cuique tribuere. Ulpiano anteponía a esto dos cláusulas adicionales, haciendo así su propia definición: Honeste vivere, neminem laedere, suum cuique tribuere [vivir honradamente, no dañar a nadie, dar a cada uno lo suyo]. Las Instituciones de Justiniano proclaman que la señal de una persona justa es una resolución constante y perpetua a dar a cada uno suum jus [su derecho, lo suyo], esta última expresión latina, en esos contextos, se considera naturalmente con referencia a los varios y supuestamente a menudo muy distintos castigos y derechos de las distintas personas, los castigos principalmente bajo la ley penal y los derechos bajo la ley civil. Estas definiciones tradicionales tienden a confirmar la idea de que «aplicar el término ‘justo’ a circunstancias distintas de las acciones humanas o las normas que las gobiernan»—como el funcionamiento de instituciones sociales o el comportamiento de alguna sociedad hipotética—«es un error de categoría».26
Rawls distancia todavía más su concepción de la justicia social de la justicia que puede, y solo puede, caracterizar las acciones de las personas y las normas generales que gobiernan esas acciones por su rechazo a reconocer derechos que no son ni (loablemente) merecidos ni (deshonrosamente) inmerecidos. Así que, a partir de la premisa de que «nadie merece su lugar en la distribución de derechos innatos, igual que nadie merece su punto de partida inicial la sociedad» aparentemente infiere que nadie tiene derecho moral a nada obtenido como consecuencia de disfrutar de ese algo inmerecido, porque no hay derechos merecidos ni inmerecidos.27 Pero esta conclusión es inadmisible. Ni los derechos humanos universales, ni los derechos individuales de propiedad, ni las reclamaciones de posesión y retención legítima de nuestras partes corporales se basan en un supuesto castigo.28 Sin embargo, Rawls no está dispuesto a aceptar la implicación de que, en la media en que la justicia social no es una variedad de la justicia tradicional, si prefijo ni sufijo, los que hablan de este ideal de justicia «social» (alias, los procusteanos) no son como tales, ni ocupantes de una moral superior, ni tienen derecho a acudir a las fuerzas del estado para llevar a cabo su ideal.
IV
En un punto en Una teoría de la justicia, Rawls afirma que «La elección entre una economía de propiedad privada sigue abierta».29 Pero las hipotéticas partes contratantes que «en el momento original» iban a firmar el hipotético contrato social a partir del cual propone deducir los principios esenciales de la justicia social tienen que dar por sentada la propiedad en último término colectiva de toda la riqueza y las rentas. «Para simplificar» se nos pide que asumamos «que los principales bienes primarios a disposición de la sociedad son derechos y libertades, poderes y oportunidades, renta y riqueza».30
Las partes contratantes también se conciben como operando detrás de un velo de ignorancia: «nadie sabe su lugar en la sociedad, su posición de clase ni su estatus social; tampoco sabe su fortuna en la distribución de activos y habilidades naturales, su inteligencia y similares».31 Debe advertirse que esta prescripción no se presenta tanto para asegurar la imparcialidad, sino porque supuestamente expresa «el resultado de dejar aparte aquellos aspectos del mundo social que parecen arbitrarios desde un punto de vista moral».32
Tras la cautivadora franqueza de la confesión de que «queremos definir la postura original de manera que consigamos la solución deseada»,33 y dado que se ha hecho que las hipotéticas partes contratantes hayan asumido tanto que toda la propiedad relevante es propiedad colectiva como que todas las diferencias individuales en situación social y logros personales son moralmente irrelevantes, no debería ser ninguna sorpresa que no pueda sino «reconocer como primer principio de la justicia conseguir una distribución igualitaria. De hecho, este principio es tan evidente que todos lo esperaríamos inmediatamente».34
No es sorprendente descubrir que Rawls tiene las mismas ansias que la mayoría de los demás defensores de la igualdad y la justicia social de establecer una igualdad absoluta la renta y riqueza. Así que continúa: «Si hay desigualdades en la estructura básica que funcionan para hacer que todos mejoren en comparación con el punto de referencia de la igualdad inicial, ¿por qué no permitirlas?»35 Por supuesto, ¿por qué no, si solo estábamos considerando dos disposiciones alternativas, considerando ambas moralmente indiferentes? Pero Rawls ha insistido desde principio en que «leyes e instituciones, no importa lo eficientes y bien dispuestas que estén, deben ser reformadas o derogadas si son injustas».36 Tal vez, si hubiera apreciado esta dificultad, podría haber tratado de escabullirse suponiendo, de una manera poco factible, que todos aquellos a los que se asignen37 rentas por debajo de la media estarían de acuerdo en renunciar a su derecho a no ser sobrepasados a cambio de algunas aumentos adecuadamente sustanciales en su renta inferior a la que habrían disfrutado en otro caso. Pues un principio legal bien establecido es que volenti non fit injuria.
Al no haber apreciado esta primera dificultad, Rawls procede por medio de comentarios convenientes acerca de la envidia hacia otros, que tampoco reconoce. Antes, la prescripción claramente inequívoca de que «las desigualdades sociales y económicas tienen que disponerse de forma que (…) se pueda esperar razonablemente que beneficien a todos» se calificaba como «ambigua».38 Ahora se interpreta laboriosamente como una formulación de lo que Rawls llama el principio de la diferencia: «Las desigualdades son permisibles cuando maximizan o al menos todas contribuyen a las expectativas a largo plazo del grupo menos afortunado de la sociedad».39 Este poco atractivo principio del perro del hortelano sencillamente no puede deducirse de lo que acaba de proclamar el propio Rawls, bajo sus propios supuestos, como el primer principio de la justicia. Si hay que aceptar realmente eso como algo fundamental e inviolable y si tiene que demostrarse que las desigualdades deseadas por encima de la media no son al menos injustas, entonces no solo los miembros «del grupo menos afortunado de la sociedad» sino todos los demás que estén peor dotados de la media tendrán que ser convencidos.
V
En la sección I atraía la atención hacia algunos de los beneficios que consiguen los socialistas al pretender que las prescripciones de la justicia «social» son requisitos de justicia (sin adjetivos). Estos beneficios son implicaciones que conlleva esa afirmación. Por supuesto, también son costes. Uno de estos, rara vez se advierte. Pero merece un énfasis y atención especiales. Pues con que solo esta implicación fuera apreciada generalizadamente habría sin duda muchas más reticencias para hacer las reclamaciones que la conlleven.
Tenemos aquí una ocasión para presentar la distinción entre justiciar—demostrar que es justo—y justificar. Es indudablemente posible justificar cosas que no son ni justas ni injustas y tal vez sea posible justificar lo injusto.
Dicho esto, podemos sin perjuicio de cualquier pregunta acerca de justificaciones alternativas, afirmar que las transferencias obligatorias de cualquier renta y riqueza actual de los más ricos a los que actualmente están peor son reclamaciones de justicia, esto sin duda implica que las cantidades a transferir obligatoriamente no han sido poseídas justamente por los primeros, sino que son realmente propiedad de los segundos. De esto indudablemente se deduce que todos aquellos que disfruten cantidades de riqueza y renta mayores de lo que se considere que constituye su asignación socialmente justa están necesariamente en posesión de alguna—y presumiblemente en muchos casos de mucha—propiedad robada y, lo más lamentable de todo, propiedad robada a personas más pobres que ellos. No cabe duda de que hay casos en los que la gente puede con todo su derecho y adecuadamente rechazar hacer cualquier contribución voluntaria individual para avanzar en cualquier propósito que piden que tenga que ser financiado por nuevos impuestos a pagar por todos. Pero la retención por ladrones de propiedad robada hasta que esos ladrones se vean obligados a entregar sus ganancias ilícitas no es, claramente, uno de esos casos.
VI
Rawls describe habitualmente su concepción de la justicia social como «justicia como equidad». Equidad como justicia sería una descripción más apropiada. Pues la única relación necesaria entre justicia e igualdad es que las normas de la justicia, como todas las normas, se apliquen por igual a todos los casos que satisfagan sus términos.40 Un sistema de «justicia penal» que insista en que los delincuentes convictos deben ser tratados exactamente como si hubieran sido considerados no culpables, como podría haber dicho Kant, se contradice a sí mismo. Pero supongamos que se nos encarga hacer una distribución justa entre un grupo concreto de personas de algún grupo de bienes a los que tienen derecho y tal vez también están obligados a distribuir. ¿La presunción, aunque una presunción discutible, es indudablemente que una distribución justa sería una que diera porciones iguales a todos los afectados?41
Donde Rawls se equivoca radicalmente es en construir así «la posición original» que sus hipotéticas partes contratantes suponen que abarca toda la riqueza y rentas disponibles en la actualidad, así como toda la riqueza y rentas a producir en el futuro en su para ellos actualmente desconocido territorio nacional como su propiedad colectiva, que tienen derecho a distribuir a su absoluta discreción a distintos grupos entre ellos (y, presumiblemente, sus descendientes).
Todo esto es sencillamente irrelevante para cuestiones acerca de la justicia o injusticia de las distribuciones reales de renta y riqueza en países no socialistas. Pues en esos países la mayoría de la propiedad es actualmente privada y la presunción siempre defendible por principio debe ser que esta propiedad ha sido justamente adquirida o lo está siendo. Así que, si alguna transferencia obligatoria no tiene que estar meramente justificada sino justiciada, tendrá que demostrarse no solo que las reclamaciones de propiedad de aquellos a quienes se les va a tomar alguna cantidad son en alguna medida justas, sino también que a aquellos a quienes iban a hacer estas transferencias tienen derechos justos a la posesión de las cantidades a transferir.42 No sería una tarea fácil. Rawls ni siquiera lo intenta. Como hemos visto, aparentemente ni siquiera se da cuenta de que está haciendo este supuesto radicalmente socialista de propiedad colectiva total.
VII
La transferencia obligatoria directa de riqueza o renta de los más ricos a los más pobres constituye la característica más evidente y dramática del conflicto entre el ideal de «igualdad y justicia social» y la ética de una Gran Sociedad. Pero hay también una tendencia todavía más importante hacia las virtudes tradicionales de esa sociedad que se ve menoscabada por las instituciones de un estado extenso y completo del bienestar.
Supongamos, por ejemplo, que los servicios educativos para niños se proporcionan en un monopolio estatal casi total. Entonces a los padres se les priva necesariamente, tanto de elegir entre escuelas que compitan para proporcionar un mejor servicio o el mismo servicio con menos coste, como de la responsabilidad de tomar dichas decisiones en los sentidos que se adapten mejor a las necesidades de sus propios hijos. Está claro que esos sistemas tienden a servir los intereses de sus empleados en lugar de los de los consumidores y, al excluir la competencia, reducen las posibilidades de reducir los costes o mejorar la calidad de los servicios proporcionados.43
También cuando se introdujeron en Reino Unido primero un sistema de seguro nacional obligatorio y luego mucho más tarde un sistema de salud nacional completo, estos sistemas estatales centralizados y completos reemplazaron a un gran número de sociedades fraternales e institutos médicos voluntarios y privados. Por supuesto, no todos los que en algún momento necesitaban los servicios proporcionados por estas instituciones se habrían alistado previamente como miembros, aunque, según D. G. Green, «En el momento en el que el gobierno británico empezó a introducir seguros sociales obligatorios para 12 millones de personas bajo la Ley de Seguro Nacional de 1911, al menos 9 millones estaban cubiertas por asociaciones de seguro voluntario registradas y no registradas».44 Green dice además: «La tasa de crecimiento de las sociedades fraternales a lo largo de los últimos 30 años se había acelerado».45
Por otro lado, estas instituciones predecesoras habían permitido a sus miembros asumir la responsabilidad para que les proporcionaran las prestaciones importantes y habían ofrecido muchas posibilidades bienvenidas en su organización y gestión para servicios públicos voluntarios. Estas responsabilidades y estas oportunidades se eliminaron una vez se implantó la organización estatal que las remplazaba.
Las organizaciones voluntarias anteriores, como eran más pequeñas y como muchos de sus miembros se conocían entre sí, eran también más capaces de desanimar y detectar el fraude: «La Prudential Assurance Company, la mayor empresa aseguradora industrial, dejar de pagar a los enfermos porque, como dijo su secretario a la Comisión Real sobre Sociedades Fraternales en 1873, “después de cinco años” de experiencia descubrimos que éramos incapaces de tratar los fraudes que se practicaban».46
VIII
Estos monopolios estatales casi totales en la provisión de todos los servicios sanitarios y todos los servicios educativos para los niños han desempeñado ambos papeles en privar a nuestro pueblo de alternativas y consecuentemente de las responsabilidades que solían tener nuestros antepasados. Pero lo que probablemente haya hecho más a la hora de desanimar las virtudes apropiadas para una Gran Sociedad y promover la progresiva desmoralización es la introducción de sistemas de prestaciones financiadas con impuestos pensadas para rectificar diversas deficiencias (alias desigualdades) percibidas. Hay que considerar la Ley de las Recompensas no Pretendidas de Charles Murray. Esta, en su formulación original, dice: «Cualquier transferencia social aumenta el valor neto de estar en la condición que impulsó la transferencia».47 Esta ley, como las demás leyes establecidas de análisis económicos, constituye una verdad lógicamente necesaria. Pues como Murray continúa observando si «Se observó una deficiencia—poco dinero, poca comida, pocos logros académicos—y un programa de transferencia social trata de cubrir el hueco con un pago de prestaciones, entonces el programa, aunque sea inintencionadamente, debe crearse de tal manera que aumente el valor neto de estar en la condición que busca cambiar—ya sea aumentando la recompensas o reduciendo las sanciones».48
Cuando la condición que ocasiona un programa particular es una en la que en los que soportan dicha condición no pueden por sus propios esfuerzos evitar convertirse o permanecer sometidos a ella, por supuesto no tiene sentido tener en cuenta la ley de Murray. De hecho, de lo que se trata al proporcionar servicios sociales para, por ejemplo, los ciegos es precisamente reducir todo lo que se pueda la enorme depreciación de estar en una condición en la que no caería nadie voluntariamente y de la que todas sus víctimas lucharían por escapar, si fuera posible.
Pero muchas, tal vez la mayoría, de las condiciones «recompensadas» inintencionadamente por las disposiciones del estado existente del bienestar son condiciones en las que al menos algunas de sus víctimas podrían y de hecho tendrían que haber evitado caer o de las que podrían y de hecho tendrían que haber escapado parcial o completamente por su propio esfuerzo. En la media en que sea así, esas recompensas deben tender necesariamente a debilitar tanto las inhibiciones existentes para evitar caer dichas condiciones como cualquier incentivo existente para escapar de ellas. En el caso de muchas de estas condiciones bastaría con reconocer solo esto como una razón más que suficiente para que, en la medida de lo posible, se mantengan y refuercen esas inhibiciones y esos incentivos.
Pero las implicaciones nuevas efecto reales de la ideología de la igualdad y la justicia social son directamente los contrarios. Pues, necesariamente, todo desembolso ordenado por la justicia social es un derecho social.49 Entre aquellos que trabajan dentro de la maquinaria del estado de bienestar, el mandamiento supremo parece haberse convertido en: «No juzgues».50 Entre estas personas—por tomar prestada la expresión empleada por el general Lee para describir los ejércitos de la Unión—es políticamente incorrecto en su máximo grado distinguir los pobres que lo merecen de los que no lo merecen. Todos los pagos y servicios sociales se consideran obligados como un derecho y que no generan obligaciones recíprocas para sus beneficiarios. Por tanto, se considera escandaloso que haya un uso menor del 100% de lo destinado a prestaciones. Es un escándalo que los activistas tanto dentro como fuera de la maquinaria constantemente trabajan por disminuir.51
Los efectos del funcionamiento de la ley de Murray están condenados a aumentar las cada vez mayores cantidades pagadas en prestaciones sociales a cada beneficiario. En cualquier economía en expansión en la que los que toman las decisiones se ven guiados erróneamente por ideales de igualdad y justicia social, estas mismas cantidades están condenadas aumentar. Pues esos ideales requieren patrones relativistas de pobreza, de acuerdo con los cuales está determinado el volumen de los distintos pagos sociales a proporcionar: no por referencia a algún patrón de miseria comparativamente fijo y estable, sino por referencia y relativos al creciente nivel medio de rentas de la población en su conjunto.52
Ahora mismo hay una acumulación grande y siempre creciente de evidencias que demuestran el vigor de los efectos producidos por el funcionamiento de la Ley de las Recompensas no Pretendidas de Murray. Pero un estudio reciente es especialmente impresionante para cualquiera que pueda recordar los niveles de vida miserablemente bajos de las familias de los trabajadores desempleados en Reino Unido en la década de los treinta. Las conclusiones de este estudio eran inequívocas y claras:
En resumen, las evidencias transversales (…) revelan un patrón que es inexorable: el sistema de seguro del desempleo de entreguerras desempeñó un papel importante en las historias de desempleo de todo rincón y rendija de Gran Bretaña. Si se examina el patrón por edad, sexo, sector, duración, ubicación o profesión, aparece un hecho sencillo: rebajar el costo de una actividad [o inactividad-AF] induce más a esa actividad [o inactividad-AF]. En el ejemplo actual, rebajar el coste del desempleo indujo a más desempleo en la Gran Bretaña de entreguerras.53
Sin embargo, hay que reconocer que «No hay razón por la que en una sociedad libre el gobierno no deba asegurar a todos protección contra graves privaciones en forma de una renta mínima garantizada o un mínimo por debajo del cual nadie tenga que descender».54 Sin embargo, un gobierno prudente, incluso cuando esa renta mínima garantizada sea muy baja, debería aun así, al menos en el caso de condiciones que podrían haber sido evitadas, tratar de encontrar maneras de canalizar los necesarios fondos de socorro a través de organizaciones privadas que se inhiban menos a la hora de discriminar entre receptores que lo merecen y receptores que no lo merecen de lo que hacen nuestras presentes burocracias del estado del bienestar.
Es notable que Milton Friedman, al desarrollar sus propuestas de un impuesto negativo de la renta no parezca haber considerado nunca la importancia de su ley de la oferta y la demanda a partir de la cual Murray iba a formular posteriormente su Ley de las Recompensas Inintencionadas como un caso especial. Pues, como podemos saber por Murray, fue un intento de contestar a la objeción de que la introducción de dicha renta garantizada haría que la gente redujera su esfuerzo laboral o dejara de trabajar directamente por lo que la Oficina de Oportunidades Económicas creó «el experimento de ciencia social más ambicioso de la historia».55 Los resultados fueron completamente claros, demostrando más allá de cualquier posibilidad de discusión que las objeciones habían sido y eran correctas.
Tal vez podamos evitar atribuir ese descuido a Hayek. Pues, posteriormente en el libro en el que concedía que el gobierno podría dar pasos para «asegurar a toda protección contra graves privaciones (…) un mínimo por debajo del cual nadie tenga que descender» iba al insistir en que «La dañina idea de que todas las necesidades públicas deberían ser satisfechas por organización obligatoria (…) es completamente ajena a los principios básicos de una sociedad libre. El verdadero liberal debe por el contrario desear tantas “sociedades particulares dentro del Estado” como sea posible, organizaciones voluntarias entre el individuo y el gobierno, que (…) Rousseau y la Revolución Francesa quisieron suprimir».56
- 1F. A. Hayek, The Mirage of Social Justice, Vol II, Law, Legislation and Liberty (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1976), p. 97. [El espejismo de la justicia social]
- 2Hayek, The Mirage of Social Justice, p. xi.
- 3Hayek, The Mirage of Social Justice, p. xi.
- 4F. A. Hayek, The Road to Serfdom, 2ª ed. (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1976), p. viii. [Camino de servidumbre]
- 5N. Bosanquet & P. Townsend, Labour and Equality (Londres: Heinemann, 1980), prólogo.
- 6Bosanquet & Townsend, p. 131.
- 7Bosanquet & Townsend, p. 228, comparar también p. 67 y p. 227.
- 8Bosanquet & Townsend, p. 151.
- 9Como hoy en día esta categoría aparentemente está aceptada por la mayoría de los portavoces de las iglesias cristianas, resulta notable que la Biblia del Rey Jaime de Cruden no contenga ninguna entrada en absoluto ni para «desigualdad» ni para «justicia social» y solo dos para «igualdad». Son ambas de la Segunda Epístola a los Corintios 14, que no proporciona ninguna referencia bíblica para estas identificaciones. También merece la pena señalar que el primer empleo de la expresión «justicia social» registrado en el gran Oxford English Dictionary es la de John Stuart Mill in Utilitarianism (1861) [Utilitarismo].
- 10Ver, por ejemplo, Antony Flew, «Is “Social Justice” a Kind of Justice?» Journal des Economistes et des Etudes Humaines, Vol IV, nº 2/3, (Junio/Septiembre de 1993), pp. 281-294.
- 11Ver Hansard para 6/XI/72, 845, 55. El primer ministro era Edward Heath, cuya administración de hecho había dado pocos o ningún paso para revertir ninguna de las políticas de sus predecesores laboristas.
- 12Comparar con Flew 1981, Cap. I-IV, y Flew 1987, Parte II.
- 13Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments (Indianapolis: Liberty Press, 1969). [La teoría de los sentimientos morales]. Este pasaje frecuentemente citado viene del penúltimo párrafo del Capítulo I de la Sección II de la Parte II de este clásico que publicó originalmente Smith en 1759.
- 14Hayek, The Mirage of Social Justice, pp. xii – xiii.
- 15Hayek, The Mirage of Social Justice, pp. 100 y 183.
- 16John Rawls, A Theory of Justice (Cambridge Mass y Oxford: Harvard University Press y Clarendon, 1972), p. 4. [Una teoría de la justicia].
- 17Rawls, p. 3.
- 18Rawls, p. 54. Comparemos esto con la declaración sorprendida de un sucesor de que «aquí parece haber una categoría de “justicia privada” que se refiere al trato de un hombre con sus congéneres en el que no está actuando como participante en una de las grandes instituciones sociales» (D. Miller, Social Justice (Oxford: Clarendon, 1976) p. 17).
- 19Stuart Hampshire, «Critical Notice», New York Review of Books (1972, Número 3).
- 20Hampshire, ibíd.
- 21Muy pocas veces se recuerda que todos los partidos socialdemócratas europeos fueron originalmente marxistas e incluso que los bolcheviques empezaron siendo la facción supuestamente mayoritaria del Partido Laborista Socialdemócrata Ruso.
- 22Platón, The Republic, 354C.
- 23Rawls, p. 579.
- 24Tal vez aquí tengamos que distinguir entre el concepto y las concepciones de justicia. Pues, aunque parece haber habido poco desacuerdo acerca del concepto, ha habido, por supuesto, concepciones opuestas tanto sobre cuál es la moral del pueblo como sobre cuáles son los castigos y derechos legales y cómo se determinan adecuadamente.
- 25Platón, 331E.
- 26Hayek, The Mirage of Social Justice, p. 31.
- 27Rawls, pp. 103-104.
- 28Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia (Nueva York y Oxford: Basic Press y Blackwell, 1975), pp. 206-207. [Anarquía, estado y utopía].
- 29Rawls, p. 258.
- 30Rawls, p. 62, cursivas añadidas.
- 31Rawls, p. 137.
- 32Rawls, p. 15.
- 33Rawls, p. 141.
- 34Rawls, pp. 150-151.
- 35Rawls, p. 151.
- 36Rawls, p. 3.
- 37Es importante que «asignado» y «distribuido», en una comprensión igualmente activa, son ambas palabras muy usadas en Una teoría de la justicia. Cualquier administración que proponga establecer una comisión para aconsejar acerca del control de rentas podría tranquilamente buscar un presidente apropiado en Harvard.
- 38Rawls, p. 60.
- 39Rawls, p. 151.
- 40Comparar, por ejemplo, Antony Flew, The Politics of Procrustes: Contradictions of Enforced Equality (Londres y Buffalo: Temple Smith y Prometheus, 1981), pp. 64 y 67-70.
- 41Comparar, por ejemplo, Flew, Capítulo III, Sección 4.
- 42En Reino Unido, la Comisión de Arzobispos para las Áreas de Prioridad Urbana apoyó una reclamación del obispo de Liverpool de que «no es caridad cuando los poderosos ayudan a los pobres (…) es justicia», apelando a la parábola del buen samaritano en su apoyo. Pero, esa parábola, como tendrían que haber sabido, demuestra cómo el amor (en griego, agapee, luego en latín caritas, luego caridad en antiguo español) va más allá de las demandas de la ley (de la justicia). El verdadero modelo para las transferencias forzosas apoyadas por la Comisión es el legendario ladrón Robin Hood, que robaba a los ricos para dar (parte de) sus botines a los pobres (Anderson 1992, pp. 221-224).
- 43Ver, por ejemplo, Antony Flew, Shephard’s Warning: Setting Schools Back on Course (Londres: Adam Smith Institute, 1994).
- 44D. G. Green, Reinventing Civil Society (Londres: Institute of Economic Affairs, 1993), pp. 31-32.
- 45Green, Reinventing Civil Society, pp 31-32.
- 46Green, Reinventing Civil Society, p. 58.
- 47Charles Murray, Losing Ground: American Social Policy 1950 – 1980 (Nueva York: Basic, 1984), p. 212.
- 48Murray, pp. 212-213.
- 49En el siglo actual, el siglo del ascenso de esa ideología, las declaraciones universales, europea y otras de derechos humanos han incluido todo el bienestar como un derecho opcional. Los derechos opcionales, como aquellos de la Declaración Americana de Independencia, son los derechos de las personas a proveerse por sí mismas, siempre que respeten los iguales derechos de otros. Los derechos del bienestar son derechos a que se les proporcione algún bien, necesariamente a costa de otros y presumiblemente por medio del apropiado estado de bienestar. Ver, por ejemplo, Antony Flew, Equality in Liberty and Justice (Londres y Nueva York: Routledge, 1989), Capítulo 2.
- 50Comparar, por ejemplo, N. Dennis y G. Erdos, «Thou Shalt Not Commit a Value Judgement», Capítulo 3 de Families Without Fatherhood (Londres: Institute of Economic Affairs, 1992).
- 51D. Anderson, ed., The Loss of Virtue: Moral Confusion and Social Disorder in Britain and America (Nueva York: Social Affairs Unit and National Review, 1992)., p. 209. Se gastan enormes cantidades por parte los servicios sociales británicos para promover el conocimiento público de los derechos individuales a las prestaciones sociales. En teoría, esto se supone que ayuda a los necesitados que pueden ignorar la asistencia que tienen disponible, pero en la práctica crea un clima de opinión en el que a la persona se le anima a buscar lo que puede conseguir y comportarse una manera que justifique la recepción de prestaciones.
- 52O incluso en preferencia y relación con los niveles logrados por los más ricos. Ver D. Green, Equalizing People (Londres: Institute of Economic Affairs, 1990), Capítulo II, para varios ejemplos de las maneras en las que personas consideradas como científicos sociales idean cómo generar ellos mismos y otros frenesíes de indignación al representar erróneamente mejoras menores en la condición de los más pobres con respecto a la condición de los más ricos como un «aumento grotesco» de la carga de la pobreza bajo las administraciones—por supuesto las de Margaret Thatcher—que de esta manera supuestamente continuaban «reduciendo las rentas de los más pobres» (cursivas originales).
- 53K. Matthews y D. Benjamin, US and UK Unemployment between the Wars: A Doleful Story (Londres: Institute of Economic Affairs, 1992), p. 110.
- 54 Hayek, The Mirage of Social Justice, p. 87.
- 55Murray, p. 149.
- 56Hayek, The Mirage of Social Justice, pp. 150-151.