[Esta reseña es un extracto de una carta al Fondo William Volker, con fecha del 14 de noviembre 1959]
The Great Depression (Macmillan, 1934), de Lionel Robbins, es una de las grandes obras económicas de nuestro tiempo. Su grandeza no reside tanto en originalidad de pensamiento económico, como en la aplicación del mejor pensamiento económico a la explicación del fenómeno cataclísmico de la Gran Depresión. Es indudablemente la mejor obra publicada sobre la Gran Depresión.
Cuando Robbins escribió esta obra, era quizá el segundo seguidor más ilustre de Ludwig von Mises (siendo Hayek el primero). A su obra aportaba Robbins una claridad y limpieza de estilo que creo que no tiene igual entre economistas pasados o presentes. Robbins es el primer estilista en economía.
En este libro breve, claro, pero extraordinariamente sustancioso, Robbins explica primero la teoría misesiana de los ciclos económicos y luego la aplica a los acontecimientos de las décadas de los veinte y los treinta. Vemos cómo la expansión del crédito bancario en Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países (en Gran Bretaña generada por la rígida estructura salarial creada por los sindicatos y el sistema de seguro de desempleo, así como una vuelta al patrón oro a una paridad demasiado alta y en Estados Unidos generado por un deseo de inflar para ayudar a Gran Bretaña, así como una devoción absurda al ideal de un nivel estable de precios) llevó al mundo civilizado a una gran depresión.
Luego Robbins muestra cómo las diversas naciones tomaron medidas para contrarrestar y atemperar la depresión que solo podían empeorarla: apoyando posiciones empresariales insensatas y flojas, inflando el crédito, expandiendo las obras públicas, manteniendo los niveles salariales (por ejemplo, Hoover y sus conferencia de la Casa Blanca); todo esto prolongó los necesarios ajustes de la depresión y agravaron profundamente la catástrofe. Robbins es particularmente crítico con la ola de aranceles, controles de cambio, cuotas, etc., que prolongaron las crisis, pusieron a una naciones contra otras y fragmentaron el división internacional del trabajo.
Y esto no es todo. Robbins también dispone la escena europea en el contexto de las perturbaciones del en buena parte libre mercado que trajo la Primera Guerra Mundial, la estatización, sindicalización y cartelización de la economía que produjo la guerra, la dislocación de la inversión industrial y la sobreproducción agrícola producidas por la demanda bélica, etc. Y sobre todo, el patrón oro anterior a la Primera Guerra Mundial, ese verdadero dinero internacional, se vio interrumpido y realmente nunca se recuperó. Robbins muestra la tragedia de esto y defiende vigorosamente el patrón oro contra acusaciones de que «quebró» en 1929. Demuestra que la inflación de EEUU en 1927 y 1928, cuando estaba perdiendo oro y Gran Bretaña abandonaba caballerosamente el oro cuando su tipo de descuento bancario estaba a solo un 4,5%, resultaba una flagrante violación de las «normas» del patrón oro (igual que el persistente inflacionismo de Gran Bretaña en la década de los veinte).
Robbins tiene también excelentes capítulos demostrando la idea de Mises de que una intervención lleva inexorablemente a otra o si no derogar la política original. También hace una crítica de la idea de la planificación centralizada y un estupendo resumen de la demostración de Mises de que las economías socialistas no pueden calcular. Se tratan casi todos los puntos relevantes y se manejan con una elegancia intachable. Así, Robbins, al ocuparse de la cuestión de los monopolios, demuestra que los únicos monopolios realmente importantes son los creados y alimentados por los gobiernos. No tiene espacio para una demostración rigurosa de esto, pero sus esquemas son importantes, estimulantes y sólidos. Robbins resume su libro en este soberbio pasaje:
El objetivo ha sido (…) demostrar que si ha de mantenerse la recuperación y garantizarse el progreso futuro, debe haber un cambio más o menos completo de las tendencias contemporáneas de la regulación pública de la empresa. El objetivo de la política pública respecto de la industria debe ser crear un espacio en el que se permita de nuevo que las fuerzas de la empresa y la disposición de recursos estén gobernadas por el mercado.
¿Pero qué es esto sino la restauración del capitalismo? ¿Y no es la restauración del capitalismo la restauración de las causas de la depresión?
Si el análisis de este ensayo es correcto, la respuesta es inequívoca. Las condiciones de recuperación que se han indicado sí implican realmente la restauración de lo que se ha llamado capitalismo. Pero la depresión no se debió a estas condiciones. Por el contrario, se debió a su negación. Se debió a la mala gestión monetaria y a la intervención monetaria del Estado operando en un entorno en el que la fortaleza esencial del capitalismo ya se ha socavado por la guerra y la política. Desde el estallido de la guerra en 1914, toda la tendencia de la política se ha alejado de ese sistema, que a pesar de la persistencia de obstáculos feudales y la multiplicación sin precedentes de la gente, produjo un enorme aumento de la riqueza por cabeza. (…) Si ese aumento se repetirá o si, tal vez después de cierta recuperación, nos veremos de nuevo de cabeza en la depresión y el caos de la planificación y el restriccionismo, eso depende de nuestra voluntad de invertir esta tendencia.
En resumen, The Great Depression es una obra brillante que deberían leer todos los economistas. No está en absoluto obsoleta. Merece la mayor distribución posible y sería realmente un acompañamiento adecuado a The Fallacies of the New Economics, de Hazlitt, esa refutación de la otra gran explicación de la Depresión, la keynesiana.