[Este artículo se extrajo del libro Forty Centuries of Wage and Price Controls: How Not to Fight Inflation]
Como cabía esperar, la república romana no iba a estar libre de varios intentos de controlar la economía por parte del gobierno. Uno de los estatutos republicanos más famosos fue la Ley de la las Doce Tablas (449 a. de C.), que, entre otras cosas, fijaba el tipo máximo de interés en una uncia por libra (aproximadamente un 8%), pero no se sabe si era por mes o por año. Sin embargo, en distintos momentos después de que se aprobara esta ley básica los políticos encontraron popular perdonar generosamente a los deudores sus pagos acordados de intereses. Una Ley Licinia del 367 a. de C., por ejemplo, declaraba que el interés ya pagado podía deducirse del principal debido, estableciendo en la práctica un precio máximo de cero en intereses. La Ley Genucia (342 a. de C.) tenía una disposición similar y se nos dice que las violaciones de este «máximo» era «severamente reprimidas bajo la Ley Marcia». Levy concluye que «Aparte de la Ley de las Doce Tablas, estas medidas ad hoc o demagógicas entraron pronto en desuso».1
Las leyes del grano iban a tener un efecto más duradero en la historia de Roma. Desde al menos el siglo IV a. de C. el gobierno romano compraba suministros de grano o trigo en tiempos de escasez y los revendía a la gente a un precio fijo bajo. Bajo el tribuno Cayo Graco, se adoptó la Ley Sempronia Frumentaria, que daba a todo ciudadano romano el derecho a comprar cierta cantidad de trigo a un precio oficial mucho más bajo que el de mercado. En el 58 a. de C. se «mejoró» esta ley para permitir a todos los ciudadanos trigo gratis. Por supuesto, el resultado fue una sorpresa para el gobierno. La mayoría de los agricultores que permanecían en el campo simplemente se trasladaron a vivir a Roma sin trabajar.
Los esclavos fueron liberados por sus amos de forma que, como ciudadanos romanos, podrían ser mantenidos por el estado. En el año 45 a. de C., Julio César descubrió que casi un ciudadano de cada tres estaba recibiendo su trigo a costa del gobierno. Consiguió reducir esta cifra aproximadamente a la mitad, pero pronto aumentó de nuevo; a lo largo de los siglos del imperio, Roma se vio permanentemente afectada por este problema de los precios artificialmente bajos del grano, que causaban dislocaciones económicas de todo tipo.2
Para intentar ocuparse de sus crecientes problemas económicos, los emperadores empezaron gradualmente a devaluar la moneda. Nerón (54-68) empezó con pequeñas devaluaciones y las cosas empeoraron con Marco Aurelio (161-180) cuando se redujeron los pesos de las monedas. «Estas manipulaciones fueron la causa probable de un aumento en los precios», según Levy. El emperador Cómodo (180-192) volvió otra vez a los controles de precios y decretó una serie de precios máximos, pero las cosas no hicieron más que empeorar y el aumento en los precios se convirtió en «apresurado» bajo el emperador Caracalla (211-217).3
Egipto fue la provincia del imperio más afectada, pero su experiencia se reflejó en menor grado en todo el mundo romano. Durante el siglo IV, el valor de los sólidos de oro pasó de 4.000 a 180 millones de dracmas egipcios. Levy de nuevo atribuye el enorme aumento en los precios que le siguió al gran aumento en la cantidad de dinero en circulación. El precio de la misma medida de trigo aumentó en Egipto de 6 dracmas en el siglo I a 200 en el siglo III; en el año 314, el precio ascendía a 9.000 dracmas y a 78.000 en el 334; poco después del año 344, el precio se disparó a más de 2 millones de dracmas. Como se ha señalado, otras provincias sufrieron otra inflación similar, si bien no tan espectacular.4 Levy escribe:
En asuntos monetarios, se decretaron regulaciones ineficaces para combatir la Ley de Gresham [el dinero malo desplaza al bueno] y la especulación interna en los distintos tipos de dinero. Se prohibió comprar o vender monedas: tenían que usarse solo para pagos. ¡Incluso se prohibía atesorarlas! Estaba prohibido fundirlas (para extraer la pequeña cantidad de plata aleada con el bronce). El castigo para todos estos delitos era la muerte. Se establecieron controles en caminos y puertos, donde la policía revisaba a comerciantes y viajeros. Por supuesto, todos estos esfuerzos no valieron para nada.5
El edicto de Diocleciano
El intento más famoso y más extenso de controlar precios y salarios se produjo en el reinado del emperador Diocleciano, que, muy lamentablemente para sus súbditos, no fue el estudiante más atento de la historia económica de Grecia. Como tanto las causas de la inflación que trató de controlar Diocleciano como los efectos de sus esfuerzos están bastante bien documentados, resulta un acontecimiento que merece la pena considerar con cierto detalle.
Poco después de ascender al trono, en el año 284, «los precios de los productos e todo tipo y los salarios de los trabajadores llegaron a niveles sin precedentes». Los registros históricos para determinar las causas de esta notable inflación son limitados. Una de las pocas fuentes contemporáneas supervivientes, el séptimo capítulo de De Moribus Persecutorum, echa casi toda la culpa directamente a pies de Diocleciano. Sin embargo, como el autor se sabe que era cristiano y como Diocleciano, entre otras cosas, persiguió a los cristianos, tenemos que tomar esta información cum grana salis. En este ataque contra el emperador, se nos dice que la mayoría de los problemas económicos del imperio se debieron al enorme aumento de la fuerzas armadas de Diocleciano (hubo varias invasiones de tribus bárbaras durante este periodo), a su enorme programa de construcciones (reconstruyó buena parte de su capital elegida en Asia Menor, Nicomedia), a su consiguiente aumento de impuestos y la contratación de cada vez más funcionario públicos y, finalmente, a su uso de trabajos forzados para realizar mucho de su programa de obras públicas.6 El propio Diocleciano, en su edicto (como veremos), atribuía la inflación completamente a la «avaricia» de mercaderes y especuladores.
Un historiador clásico, Ronald Kent, escribiendo en la University of Pennsylvania Law Review, concluye de las evidencias disponibles que hubo varias causas importantes del agudo aumento en precios y salarios. En el medio siglo anterior a Diocleciano, había habido una sucesión de gobernantes incompetentes de corto reinado aupados por los militares: esta era de gobierno débil generó guerras civiles, disturbios, incertidumbre general y, por supuesto, inestabilidad económica. Indudablemente hubo un aumento desmesurado en los impuestos, en parte justificable por la defensa del imperio, pero gastados en parte n obras públicas grandiosas de valor cuestionable. Sin embargo, al aumentar los impuestos, se encogía la base fiscal y se hacía cada vez más difícil recaudar impuestos, generando un círculo vicioso.7
Estaría claro que la principal causa de la inflación era el aumento drástico en la oferta monetaria debido a la devaluación o envilecimiento de la acuñación. A finales de la república y principio del imperio, la moneda patrón de Roma era el denario de plata; el valor de esa moneda se había ido reduciendo gradualmente hasta que, en los años antes de Diocleciano, los emperadores emitían moneda de cobre y hojalata que seguían llamándose «denarios». Por supuesto, actuó la ley de Gresham: las monedas de plata y oro se atesoraron naturalmente y ya no se encontraron en circulación.
Durante el periodo de cincuenta años que acabó con el gobierno de Claudio Victorino en el año 268, el contenido en plata de la moneda romana cayó a un cincomilésimo de su nivel original. Con el sistema monetario completamente desarraigado, el comercio, que había sido el marchamo del imperio se redujo al trueque y se impidió la actividad económica.
La clase media fue casi eliminada y el proletariado se redujo rápidamente al nivel de servidumbre. Intelectualmente el mundo había caído en una apatía de la que no le sacaría nada.8
En esta ciénaga intelectual y moral llegó el emperador Diocleciano y comenzó la tarea de reorganización con gran vigor. Por desgracia, su celo excedía su comprensión de las fuerzas económicas en marcha en el imperio.
En un intento de superar la parálisis asociada con la burocracia centralizada, descentralizó la administración de imperio y creó tres nuevos centros de poder bajo tres «emperadores asociados». Como el dinero era completamente inútil, ideó un sistema de impuestos basado en pagos en especie. El sistema tuvo el efecto, vía los ascripti glebae, de destruir totalmente la libertad de las clases más bajas: se convirtieron en siervos y se ligaron al suelo para asegurarse los impuestos venideros.
Sin embargo, las «reformas» que son más interesantes, son las relacionadas con la moneda y los precios y salarios. La reforma monetaria vino primero y fue seguida, después de quedar claro que era un fracaso, por el edicto sobre precios y salarios. Diocleciano había intentado inspirar confianza pública en la moneda poniendo fin a la fabricación de monedas devaluadas de oro y plata.
Según Kent:
Diocleciano tomó el toro por los cuernos y acuñó un nuevo denario que era abiertamente de cobre y no pretendió que fuera ninguna otra cosa; al hacerlo, estableció un nuevo patrón de valor. El efecto de esto en los precios no necesita explicación: hubo un ajuste al alza, y muy al alza.9
La nueva acuñación dio cierta estabilidad a los precios durante un tiempo, pero, por desgracia, el nivel de precios era todavía demasiado alto, a juicio de Diocleciano, y pronto se dio cuenta de que afrontaba un nuevo dilema.
La razón principal para la sobrevaloración oficial de la divisa era, por supuesto, proporcionar los recursos para mantener el gran ejército y la masiva burocracia (el equivalente al gobierno moderno). Las alternativas de Diocleciano eran continuar acuñando los denarios cada vez menos valiosos o recortar los «gastos públicos» y así reducir la necesidad de acuñarlos. En terminología moderna, podía o bien continuar «inflando» o bien empezar el proceso de «desinflar» la economía.
Diocleciano decidió que la deflación, reducir los costes del gobierno civil y militar, era imposible. Por otro lado,
Inflar hubiese sido igualmente desastroso a largo plazo. Era la inflación la que había llevado al imperio al borde un completo colapso. La reforma de la moneda había pretendido controlar el daño y estaba siendo dolorosamente evidente que no podía tener éxito en su tarea.10
Fue en esta circunstancia aparentemente desesperada cuando Diocleciano decidió continuar inflando, pero hacerlo de una forma que, pensaba impediría que se produjera inflación. Buscaba hacer esto finado simultáneamente los precios de los bienes y servicios y suspendiendo el derecho de la gente a decidir lo que valía la moneda oficial. El famoso edicto del año 301 está pensado para alcanzar este fin. Sus redactores eran muy conscientes del hecho de que salvo que pudieran forzar un valor universal para el denario en términos de bienes y servicios (un valor que estaba completamente lejos de mantener su valor actual), el sistema que habían ideado se derrumbaría. Así, el edicto era completamente general en su cobertura y las sanciones previstas, severas.
El edicto fue apropiadamente proclamado el año 301 y, según Kent, «el preámbulo tiene cierto tamaño y está expresado en un lenguaje que tan difícil, oscuro y ampuloso como cualquier cosa compuesta en latín».12 Está claro que Diocleciano estaba a la defensiva al anunciar una ley tan radical, que afectaba a todas las personas del imperio cada día de la semana: utiliza considerable retórica para justificar sus acciones, retórica que se usó antes que él y que, con variaciones, se ha usado desde entonces en todo tiempo y lugar.
Empieza listando sus muchos títulos y luego continúa anunciando que: El honor nacional y la dignidad y majestad de Roma reclaman que la fortuna de nuestro Estado (…) sea también fielmente administrada (…) Es verdad que si cualquier espíritu de contención que estuviera manteniendo bajo control aquellas prácticas por las que se inflama la avaricia furiosa e ilimitada (…) por ventura parecería quedar espacio para cerrar nuestros ojos y mantener nuestra paz, ya que la resistencia unida de las mentes de los hombres mejoraría esta detestable enormidad y lamentable condición [pero como es improbable que esta avaricia se contenga a sí misma] (…) nos corresponde o nos, que somos los padres vigilantes de toda la raza humana [el término «padres» se refiere a sus augustos y césares asociados] que actúe la justicia como árbitro del caso, para que el resultado largamente esperado, que la humanidad no puede lograr por sí misma, puede por los remedios que sugiere nuestro pensamiento anterior, contribuirse al alivio general de todos.12
En The Common People of Ancient Rome, Frank Abbot resume la esencia del edicto con las siguientes palabras:
En su esfuerzo por llevar los precios a lo que consideraba un nivel normal, Diocleciano no se contentó con medidas a medias, como las que probamos en nuestros intentos de suprimir combinaciones que restrinjan el comercio, sino que fijaba directamente los precios máximos a los que podían venderse grano, huevos, ropa y otros artículos [y también los salarios que podían percibir todo tipo de trabajadores] y prescribía la pena de muerte para cualquiera que vendiera sus productos a un precio superior.13
Los resultados del Edicto
Diocleciano no era estúpido (de hecho, por lo que sabemos, parece haber sido más inteligente que todos los demás emperadores, salvo unos pocos); por tanto era consciente de que uno de los primeros resultados de su edicto sería un gran aumento en el atesoramiento. Es decir, si granjeros, mercaderes y artesanos no podían esperar recibir lo que consideraban un precio justo para sus bienes, no los pondrían en el mercado en absoluto, sino que esperarían a un cambio en la ley (o en la dinastía). Por tanto proveyó que:
De tal gremio no será considerado libre quien, teniendo bienes necesarios para alimento o uso, después de esta regulación haya pensado que podría salir del mercado; como la sanción [la muerte] tendría que ser más dura para quien causa necesidad que para quien hace uso de ella contraria a lo establecido.14
Había otra disposición prescribiendo la sanción habitual para quien comprara un bien a un precio superior del que permitía la ley; repetimos que Diocleciano era muy consciente de las consecuencias normales de esos intentos de regulación económica. Por otro lado, en al menos un aspecto el edicto era más ilustrado (desde un punto de vista económico) que muchas regulaciones de años recientes. «En aquellos lugares en que los bienes abundan manifiestamente», declaraba, «la alegre condición de los precios baratos no se dificultará y se dará una amplia provisión para lo barato, si la avaricia se limita y somete».15
(Aquellas naciones modernas que tienen que soportar «mantenimiento de precios al detalle», «leyes de comercio justo» y las varias agencias fijadoras de precios, como la Asociación Internacional de Transporte Aéreo, bien podrían aprender una lección útil de Diocleciano, quien al menos hizo siempre legal rebajar un precio).
Se han descubiertos partes de la lista de precios en unos 30 lugares diferentes, la mayoría en zonas grecoparlantes del imperio. Hay al menos 32 listas, cubriendo bastante más de mil precios o salarios individuales.
Los resultados no fueron sorprendentes y por las palabras del edicto, como hemos visto, no resultaron inesperadas para el propio emperador. Según un relato contemporáneo:
Luego se dedicó a regular los precios de todas las cosas vendibles. Hubo mucha sangre derramada por cosas muy ligeras y banales y la gente dejó de llevar provisiones a los mercados, ya que no podían conseguir un precio razonable por ellas y esto aumentó tanto la carestía que finalmente, después de que hubieran muerto muchos por ella, la propia ley fue abandonada.16
No es seguro cuánta de la sangre aludida en este pasaje fue causada directamente por el gobierno mediante las ejecuciones prometidas y cuánta se causó indirectamente. Un historiador de este periodo, Roland Kent, cree que mucho del daño fue indirecto. Concluye:
En otras palabras, los límites de precios establecidos en el Edicto no fueron aplicados por los comerciantes, a pesar de la pena capital prevista en la norma para su incumplimiento; los supuestos compradores, descubriendo que los precios estaban por encima del límite legal, formaron bandas y destrozaron los establecimientos de los comerciantes incumplidores, matando de paso a los comerciantes, aunque los bienes eran después de todo de valor ínfimo; atesoraron sus bienes hasta el día en que las restricciones debían eliminarse y la consiguiente escasez de productos realmente ofrecidos a la venta causó un aumento aún mayo en los precios, de forma que el comercio que se producía era a precios ilegales y por tanto se desarrollaba clandestinamente.17
No se sabe exactamente cuánto tiempo permaneció en vigor el dicto; sin embargo se sabe que Diocleciano, citando los esfuerzos y presiones del gobierno que ocasionaron su mala salud, abdicó cuatro años después de que se promulgara la norma sobre salarios y precios. Indudablemente se convirtió en letra muerta después de la abdicación de su autor. Menos de cuatro años después de la reforma monetaria asociada con el edicto, el precio del oro en términos de denarios había aumentado un 250%.
Diocleciano no había conseguido engañar al pueblo y no había conseguido eliminar la capacidad de la gente de comprar y vender como les pareciera. El fracaso del edicto y la «reforma» monetaria llevó a una vuelta a una irresponsabilidad fiscal más convencional y para el año 305 el proceso de envilecimiento de la moneda había empezado de nuevo. Con el cambio de siglo, este proceso había producido un aumento del 2.000% en el precio del oro en términos de denarios:
Estas cifras son imposibles y simplemente significan que se perdió cualquier intento de conservar un mercado, no digamos un porcentaje de acuñación, entre el denario de bronce y la libra de oro. Las cifras astronómicas de los «assigntats» franceses, el marco alemán después de la Primera Guerra Mundial y el pengo húngaro después de la Segunda, no fueron fenómenos sin precedentes.18 (…) Las monedas de cobre podían fabricarse muy fácilmente; los numismáticos atestiguan que las monedas del siglo IV a menudo muestra signos de acuñación apresurada y descuidada; se ponían en circulación en muchos casos sin haber sido acabadas adecuadamente o hechas tolerablemente respetables. Esta manipulación apresurada de las acuñaciones era tan eficaz como nuestras imprentas modernas, con sus inundaciones de papel moneda sin valor, o casi sin valor.19
M. Rostovtzeff, un importante historiador de Roma, resumía esta infeliz experiencia con estas palabras:
Se había intentado lo mismo antes que él y a menudo se ha intentado después de él. Como medida temporal en un momento crítico, podría tener cierta utilidad. Como medida general que pretende durar, es seguro que hace un gran daño y causa terribles baños de sangre, sin producir ningún alivio. Diocleciano compartía la perniciosa creencia del mundo antiguo en la omnipotencia del estado, una creencia que muchos teóricos modernos continúan compartiendo con él y con ello.20
Aunque el intento de Diocleciano por controlar la economía acabara en un completo fracaso y se viera forzado a abdicar, solo sesenta años después su sucesor, Juliano el Apóstata, volvió a la misma postura. Edward Gibbon, el brillante historiador del periodo, señalaba irónicamente que
El emperador se aventuró en el paso muy peligroso y dudoso de fijar por autoridad legal el valor del grano. Dictó que, en tiempo de escasez, debería venderse a un precio que pocas veces se había conocido en los años de mayor abundancia y que su propio ejemplo podría fortalecer sus leyes [envió al mercado una gran cantidad de su propio grano al precio fijado]. Las consecuencias podrían haberse previsto y pronto se sintieron. El trigo imperial fue comprado por los mercaderes ricos; los propietarios de las tierras o del grano sacaron de esa ciudad el suministro habitual y las pequeñas cantidades que aparecieron en el mercado fueron vendidas en secreto a un precio mayor e ilegal.21
Como medida desesperada, los sucesivos emperadores trataron de ligar a los trabajadores a la tierra o a los trabajos de sus padres para impedir que los trabajadores cambiaran de labor como medio de evadir los bajos salarios prescritos para ciertas profesiones. Por supuesto, esta fue la consecuencia definitiva del intento de controlar los salarios por ley.
La única salida legal para muchos trabajadores fue encontrar un reemplazo dispuesto y luego entregarle todos sus bienes. El emperador Aureliano había comparado previamente a un hombre que dejó su profesión con un soldado que desertaba del campo de batalla.22
El historiador Levy concluye su investigación de la economía del imperio declarando que
La intervención del estado y una política fiscal aplastante hicieron que todo el imperio gimiera bajo el yugo; más de una vez, tanto los pobres como los ricos alababan los que los bárbaros les traerían. En el año 378, los mineros balcánicos se pasaron en masa a los invasores visigodos y justo antes del año 500, el sacerdote Salviano expresaba la resignación universal ante el dominio bárbaro.23
- 1Jean-Philippe Levy, The Economic Life of the Ancient World (Chicago: University of Chicago, 1967) p. 55.
- 2Ibíd., pp. 68-69.
- 3Ibíd., p. 72.
- 4Ibíd., p. 89.
- 5Ibíd., p. 94.
- 6Ver Roland Kent, «The Edict of Diocletian Fixing Maximum Prices», The University of Pennsylvania Law Review, 1920, p. 37.
- 7Ibíd., pp. 37-38.
- 8H. Michell, «The Edict of Diocletian: A Study of Price-Fixing in the Roman Empire», The Canadian Journal of Economics and Political Science, Febrero de 1947, p. 3.
- 9Kent, op. cit., p. 39.
- 10Michell, op. cit., p.5.
- 12Kent, op. cit., p. 40.
- 12Ibíd., pp. 41-42.
- 13Frank Abbot, The Common People of Ancient Rome (Nueva York: Scribner, 1911), pp. 150-151.
- 14Kent, op. cit., p. 44.
- 15Ibíd., p. 43.
- 16Lactancio, Sobre la muerte de los perseguidores.
- 17Kent, op. cit., pp. 39-40.
- 18Michell, op. cit., p. 11.
- 19Ibíd., p. 12.
- 20M. Rostovtzeff, The Social and Economic History of the Roman Empire (Oxford: Oxford University Press, 1957).
- 21Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Nueva York: Fred de Fau, 1906) Vol. 4, pp. 111-112. [Publicada en español como Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (Barcelona: DeBolsillo, 2003)].
- 22Levy, op. cit., p. 97.
- 23Ibíd., p. 99.