He aquí una reseña de ningún libro en particular, sino de una clase de libros que ha sido el género dominante en la no ficción conservadora durante cincuenta años. En realidad, también podemos incluir los blogs, ya que miles y miles cometen el mismo error.
Esta crítica se aplica a casi todos los tratados escritos desde la derecha, desde La conciencia de un conservador, de Barry Goldwater, hasta la última aventura editorial de la celebridad chiflada de un programa de entrevistas, pasando por la declaración de principios del club Republicano universitario local.
He aquí el argumento, en forma reducida:
En política interior, el gobierno es el enemigo. Tenemos que reducir el gasto gubernamental y las regulaciones que atan a los negocios con trámites burocráticos. Las escuelas públicas están fracasando y necesitan una inyección de competencia. Demasiados programas de asistencia social están fuera de control. Los impuestos son demasiado altos y complejos. Los políticos y los burócratas no deberían dirigir nuestras vidas, no sea que se pierda la libertad. Volvamos a nuestros principios fundacionales y devolvamos el gobierno al pueblo.
En política exterior, estamos rodeados de enemigos por todas partes. Los peligros acechan por todas partes. Tenemos que atacarlos antes de que ellos nos ataquen a nosotros. No debemos eludir nuestras responsabilidades ante nosotros mismos y ante el mundo. No debemos temer el uso del poder, ni siquiera la guerra, ni siquiera la implacable guerra global. No podemos reducir nuestras defensas. De hecho, debemos ampliarlas. Nuestros aliados nos necesitan. No debemos escuchar a los cobardes que se apartarían de esta lucha contra el mal porque la libertad no es gratis. En todo caso, debemos reforzar el gasto militar.
¿Ves la contradicción? Aparentemente no es obvia para miles de escritores, activistas y pensadores, y no sólo hoy, sino desde hace décadas. El problema es el siguiente. En el primer párrafo, se presume con razón que el gobierno es el enemigo coercitivo que arrebata al pueblo y mina su productividad. No puede realizar tareas tan eficientemente como los propietarios. Ayuda más que perjudica. El gobierno no sabe qué es lo mejor. Nuestra elección es gobierno o libertad.
Todo eso está bien hasta donde llega. Pero cuando se trata de política exterior, el análisis es totalmente inverso. La presunción de que el pueblo americano y el gobierno están unificados forma parte integrante del análisis, como se resume en los pronombres plurales «nuestro» y «nosotros», como si el pueblo tuviera un control directo sobre las decisiones de política exterior de los dirigentes políticos.
Mientras que en política interior se considera que el gobierno es un cabeza hueca y un torpe, en asuntos de política exterior el gobierno se ve de repente imbuido de rasgos virtuosos como el coraje. Los impuestos, en este caso, no son una carga, sino el precio que pagamos por la civilización. El mayor y más violento programa gubernamental de todos —la guerra— no es una imposición con consecuencias imprevistas, sino un esfuerzo de protección esencial y encomiable.
No me refiero exclusivamente a la derecha. La izquierda ofrece a menudo lo contrario de esta recomendación. Creen que el gobierno no puede sino desatar el Infierno cuando hace la guerra y gasta en maquinaria militar. Pero cuando se trata de política interior, creen que el mismo gobierno puede curar a los enfermos, consolar a los afligidos, enseñar a los ignorantes y traer esperanza y felicidad a todos.
Cada una de las partes presume que potencialmente disfruta de un control total sobre el gobierno al que ordena hacer esto frente a aquello. Lo que ocurre en la vida real, por supuesto, es que el sector público —siempre y en todas partes en busca de más poder— responde a las demandas de ambas partes concediendo la agenda positiva de cada parte y rechazando la negativa. Así, a la izquierda se le da la beneficencia y a la derecha la guerra, y acabamos con un Estado cada vez más vasto e intrusivo en casa y en el extranjero.
Lo que ninguna de las partes entiende es que la crítica que hacen de los programas que no les gustan se aplica también a los programas que sí les gustan. El mismo Estado que nos roba a ti y a mí, que ata los negocios con nudos y destroza las escuelas, también hace lo mismo y peor a los países que invade el gobierno de EEUU. Desde el punto de vista de los que pagan impuestos, el destino del dinero no importa; todo se toma por coacción y todo mina la capacidad productiva de la sociedad. Del mismo modo, el Estado que utiliza el poder militar para imponer su voluntad imperial a regímenes extranjeros —destruyendo propiedades, vidas y creando enemigos sin fin— es el que la izquierda propone poner a cargo de nuestras vidas económicas.
Es imposible dar sentido a las contradicciones, sobre todo en el contexto político americano, donde el aumento del poder militar americano es paralelo al aumento del gran gobierno en casa. Esto es cierto desde la Guerra Civil hasta la actualidad. Estas dos partes del Estado crecen juntas. (Entiéndase que esta crítica no es la habitual interpretación libertaria que se oye en los medios de que supuestamente estamos de acuerdo con la derecha en política económica y con la izquierda en política social; hay demasiados problemas con ese aparato como para entrar en ellos aquí, pero baste decir que deja la política exterior completamente fuera de juego).
Ahora bien, es perfectamente cierto que la historia y la realidad actual ofrecen muchos ejemplos de gobiernos que son invasivos internamente pero no externamente. Suecia, Canadá, Italia y un centenar de otros Estado-nación tienen enormes Estados benefactores pero ninguna presencia militar internacional destacable. Sin embargo, muchos de los Estados benefactores del mundo se impusieron mediante la conquista militar (por ejemplo, Japón después de la Segunda Guerra Mundial). Además, la izquierda haría bien en observar que la mejor protección contra un Estado belicista es un Estado impotente en todos los aspectos de la vida.
Lo que no tiene ningún sentido —conceptual, histórico o político— es la visión derechista de que el Estado debe ser expansionista e imperialista en el exterior pero no hacer nada en el interior más allá de los límites establecidos en la Constitución o en los escritos políticos de la generación fundadora. Es innegable que ese Estado guerrero no se limita a dañar e intimidar a los pueblos extranjeros. Siempre y en todas partes hace lo mismo con la población nacional. Nos ocupa, ataca nuestras propiedades, busca enemigos políticos y libra una guerra de baja intensidad contra nosotros.
La sugerencia de los conservadores de que el gobierno emprenda una guerra total contra el mundo, pero que por lo demás deje a la gente libre para gestionar sus propios asuntos, es completamente absurda en todos los sentidos. Es similar a la exigencia de que la pierna izquierda marche en una dirección y la derecha en la otra. Si sabemos cómo funciona el cuerpo humano, sabremos que esta sugerencia es ridícula. Del mismo modo, si sabemos cómo funciona un gobierno, sabremos que un Estado expansionista en el extranjero nunca dejará que las cosas vayan bien en casa.
Volvamos a la analogía de las piernas. La persona a la que se le dice que marche en dos direcciones distintas se enfrenta a un dilema. No puede hacer las dos cosas a la vez, así que debe evaluar las prioridades del instructor. Debe discernir cuál es el rumbo más importante. Para los conservadores americanos, esta elección está obviamente clara: tan importante es su agenda de política exterior para su visión global del mundo que están dispuestos a vivir con el Leviatán en casa mientras dure.
Una forma de discernirlo es la absoluta innegociabilidad de la postura intervencionista. Que los Estados Unidos debe hacer la guerra es seguramente el único punto que une a la derecha americana. Sin duda, no siempre fue así: antes de principios de los 1950 e inmediatamente después del final de la Guerra Fría, algunos intelectuales de la derecha empezaron a ver que el imperio y la libertad son incompatibles.
Pero fueron periodos breves. En su mayor parte, los políticos de hoy conviven con las mismas contradicciones que los mancharon en los años ochenta y antes. Lo único que aportaron los neconservadores en los años setenta y ochenta fue un abrazo al Estado benefactor que había sido rechazado previamente en la derecha; por lo demás, su posición en política exterior era en gran medida la misma que la impulsada por la multitud de National Review desde los años cincuenta. Es más, el final de la Guerra Fría no cambió nada.
Mientras que entonces el miedo al comunismo era la gran razón del expansionismo y el retraso de la libertad, ahora hay un nuevo enemigo —el islam radical y su terrorismo— al que hay que vencer hasta la sumisión.
En todo esto, los conservadores son hombres con dos cerebros. Uno ve al gobierno como una amenaza, algo estúpido, ineficiente, brutal, aislado de la vida real y enemigo de la libertad. El otro ve al gobierno como algo inteligente, sabio y omnisciente, amigo de todos, en contacto con la vida de todo el planeta y amigo de la libertad en todas partes. Nunca se explica cómo se integran estos dos cerebros. Pero lo cierto es que la crítica jeffersoniana-misesiana-hayekiana-rothbardiana del Estado se aplica en ambos casos. O la aceptas o no la aceptas. Como dijo Harry Browne: «El gobierno que es lo suficientemente fuerte para darte lo que quieres es lo suficientemente fuerte para destruirte».
En este sentido, el Presidente Bush tiene al menos la coherencia de su lado. Ha ampliado el Leviatán nacional e internacional de forma más sustancial que cualquier otro presidente desde Lyndon Johnson, que también fue coherente en este sentido. Su amor por el Estado empezó de forma diferente, pero ha terminado en el mismo apoyo al Estado benefactor y guerrero. Los que necesitan que les examinen la cabeza son los que quieren mantener los circos de la política exterior pero condenan el pan de la política interior.