Toda teoría social puede reducirse a dos categorías: aquellas que conciben a la sociedad como el resultado de la paz y aquellas para las que el ingrediente indispensable es la violencia. Esta es la distinción fundamental entre liberalismo y fascismo, un punto que explico con más detalle en un libro que publiqué este año llamado Fascism vs. Capitalism.
Hay aquí cierta confusión en torno a los términos. Cuando Ludwig von Mises publicó su libro Liberalismo en su traducción inglesa, cambió el título a La comunidad libre y próspera. Lo hizo porque en la última mitad del siglo XX, la palabra «liberal» ya no tenía el significado que tuvo una vez. Ahora significaba centralización, Estado benefactor y presencia pública sustancial en la vida económica y social.
Por supuesto, el liberalismo que tengo en mente no es el liberalismo moderno de Barack Obama y Hillary Clinton, sino el liberalismo clásico de Thomas Jefferson y Frédéric Bastiat. El liberalismo clásico, por el contrario, creía en los mercados libres, el libre comercio, la tolerancia y las libertades civiles.
Representaba un movimiento hacia una teoría de la sociedad en la que la cooperación humana aparecía espontáneamente y sin coacción, por medio del proceso natural de la economía de mercado. Reconocía que la sociedad parecía gestionarse a sí misma sin la implicación de fuerzas extrañas como reyes, aristocracias o parlamentos, y que la intervención de esas fuerzas era más probable que se dirigiera al enriquecimiento de un grupo favorecido o del propio Estado, que al bienestar de la sociedad en su conjunto.
El sistema de precios, un producto espontáneo de la economía de libre mercado, ayudó a los empresarios a disponer los factores de producción de tal manera para suministrar los productos más altamente valorados por la sociedad y suministrarlos de una forma que fuera menos costosa en términos de oportunidades perdidas. Las personas especializadas en aquellas áreas en las que tenían más habilidades o conocimiento y la resultante división del trabajo significaron una producción mucho mayor de bienes de consumo para disfrute de todos. Nada de esto requirió la intervención del Estado.
Para el liberal clásico, el Estado era casi una idea adicional. Algunos entendían que podía proporcionar unos pocos servicios básicos, mientras otros los concebían como poco más que un vigilante nocturno. A partir de Gustave de Molinari, la tradición liberal clásica incluso tanteó la posibilidad de que el Estado fuera un monopolio peligroso, parasitario y en definitiva innecesario.
Y por supuesto los liberales clásicos describían el progreso de la humanidad sobre un telón de fondo de paz.
Los fascistas veían la sociedad y el Estado de forma muy diferente. Las prosaicas virtudes burguesas del comercio, de fabricar, comerciar y obtener ganancias, eran vistas con desprecio frente al código del guerrero, que es lo que verdaderamente respeta el fascista. La grandeza no viene de las acciones ordinarias del mercado o la obediencia a las tareas de tu estado en la vida, sino mediante la lucha.
Es el famoso comentario de Benito Mussolini («Todo para el Estado, nada fuera del Estado, nada por encima del Estado») el que realmente resume la esencia del fascismo. El bien de la Nación, definido por el líder fascista, sobrepasa a todas las demás preocupaciones y lealtades. El fascista habla de la Nación con una reverencia religiosa. Un movimiento fascista juvenil italiano compuso en la década de 1920 el siguiente credo:
Creo en Roma la Eterna, la madre de mi país y en Italia su hija mayor, que nació en su seno virginal por la gracia de Dios, que sufrió durante las invasiones bárbaras, fue crucificada y enterrada, que descendió a la tumba y volvió de la muerte en el siglo XIX, que ascendió al cielo en su gloria en 1918 y 1922, que está sentada a la derecha de su madre Roma y que por esta razón vendrá a juzgar a los vivos y los muertos. Creo en el genio de Mussolini, en nuestro Sagrado Padre el Fascismo, en la comunión de los mártires, en la conversión de los italianos y en la resurrección del Imperio.
Su devoción a la Nación se concentra en la lealtad al líder carismático. El ejercicio son límites de la voluntad del líder es un ingrediente esencial en la consecución del destino de la Nación. Además, la voluntad del líder debe imponerse a las actividades que comprenden el mercado libre. Las distintas empresas, profesiones, sindicatos y gobierno deben trabajar juntos con un plan consciente para asegurar el mejor resultado para la Nación. Por eso es tan absurdo oír a los opositores a la economía de mercado describir a los libertarios como «fascistas». Nadie podría ser más antifascista que un libertario.
La centralización política también era esencial para el fascismo, pues si la Nación es la encarnación del pueblo, y si es a través de la Nación como cada individuo conoce su destino, no podemos tolerar resistencia de jurisdicciones inferiores dentro de la Nación.
Decir que haya tendencias y características fascistas en los Estados Unidos de hoy no es decir que este país ser igual que la Italia o Alemania de entreguerras. Hay características del fascismo entendido tradicionalmente que solo pueden encontrarse imperceptiblemente en la sociedad americana actual y otras no pueden encontrarse en absoluto.
Pero sería una tontería pretender que América es lo contrario de las distopías fascistas. Ya sea el énfasis en la centralización, la glorificación de la policía y el ejército, el anhelo de una «tercera vía» entre capitalismo y socialismo, la elevación del «servicio público» por encima de los servicios que nos proporcionamos libremente en el mercado, las referencias escalofriantes e incesantes a «mi presidente» o «nuestro presidente» o la representación del Estado como un instrumento casi divino, las cosas en común no son ni triviales ni pocas.
Los americanos sin duda retrocederán o se reirán con el pasaje de los fascistas italianos que he compartido con vosotros hace unos momentos. Pero pocos americanos están en disposición de realizar tal juicio. La mayoría han asimilado la idea de que el gobierno, lejos de ser un mero artilugio utilitario establecido para proporcionarles algunos servicios básicos, como sin duda muchos primeros americanos lo concibieron, es una fuerza redentora en el mundo.
John Winthrop se adueñó de una imagen bíblica de la iglesia cuando habló de su asentamiento de puritanos como una imagen de una «ciudad sobre una colina». Para cuando Ronald Reagan hizo que esa expresión fuera un lugar común en la política americana, se había secularizado completamente. No sería la iglesia, sino el Estado americano el transformaría a la humanidad como instrumento de Dios.
Los americanos, incluso (o quizás especialmente) los cristianos americanos, por eso no se escandalizan de la apropiación del lenguaje religioso por los políticos para describir a su gobierno. No les importa en absoluto saber que el icónico Abraham Lincoln dijera «las puertas de infierno no prevalecerán contra» los ideales del gobierno de Estados Unidos, o que cuando George W. Bush dijo que «la luz brilla en la oscuridad y la oscuridad no la derrotará», por «luz» se refiriera a los ideales del gobierno de Estados Unidos.
En la historia de EEUU, los presidentes que evitaron la guerra o vieron el cargo presidencial modestamente y sin matices mesiánicos se han olvidado o incluso denostado por nuestros historiadores oficiales. Se puede adivinar las opiniones y actividades de los presidentes favorecidos por los creadores de opinión. «Cuidado con cualquier político que sea ‘querido’», advirtió una vez el historiador Ralph Raico.
El culto a la personalidad que rodea al presidente de EEUU no ha dejado de crecer a lo largo del siglo pasado, culminando con los estremecedores vídeos de niños en las escuelas jurando fidelidad a Barack Obama y los vídeos de YouTube de actores de Hollywood prometiendo su lealtad eterna. Pero algunos de quienes ridiculizaban estas ridículas muestras fueron ellos mismos parte del culto a George W. Bush. Durante los años de Bush, neocones cristianos hicieron un vídeo acerca del presidente con la música del clásico de Johnny Cash, “When the Man Comes Around”. Esa canción se escribió refiriéndose a Jesucristo. He aquí algunas de las palabras que pusieron en un vídeo sobre George W. Bush:
Hay un hombre dando vueltas y tomando nombres. Y él decide quien está libre y a quién acusar. No todos serán tratados por igual. Habrá una escalera dorada que llegue abajo. Cuando el hombre venga.
Hasta el Armagedón, ni Salam, ni Salom. Luego el gallo padre llamará a casa a sus pollitos. El hombre sabio se inclinará ante el trono. Y a sus pies lanzarán su corona de oro. Cuando el hombre venga.
Ese hombre, recordémoslo, era George W. Bush.
A los americanos se les enseña que deben sus libertades al su ejército. Ya sea en un concierto de música country, en un acontecimiento deportivo o incluso en una cadena de restaurantes, los americanos están sometidos a una interminable corriente de recordatorios de lo que supuestamente deben a esta clase concreta de funcionarios. (No olvidemos la popular pegatina: «Solo dos fuerzas determinadas han muerto por ti: Jesucristo y el soldado americano»). El cómo exactamente sus libertades estuvieron amenazadas en cualquiera de los conflictos militares en cuestión es una de esas preguntas impertinentes que no se hacen en una sociedad educada.
La propaganda ha funcionado, al menos hasta cierto punto. Cuando Edward Snowden reveló el grado en que su gobierno estaba espiándolos y mintiéndolos, muchos oyentes de radios de derecha no reclamaron que cesaran estas actividades, sino que se silenciara al filtrador. El hombre que había avergonzado a sus gobernantes debería ser juzgado por traición y ejecutado. He oído este fenómeno descrito como un caso de síndrome de Estocolmo de toda la sociedad y no creo que esté muy desencaminado.
Si algunas de las supersticiones del fascismo se han abierto paso en la vida americana, podría ser porque tanto el fascismo como aquello en lo que se ha convertido América comparten una superstición en común —que es el propio Estado. Se ha disfrazado al Estado de todas las formas halagüeñas, pero ofuscando la retórica. El Estado busca el bienestar general, proporciona estabilidad económica, nos protege de los malos, impide la desigualdad y nos une en una causa común mayor que nosotros mismos.
Es el momento de que veamos al Estado como lo que es realmente: un mecanismo por el que los gobernantes se enriquecen a costa de los gobernados. Todo lo demás es una cortina de humo.
Nota del editor: Lo siguiente es una selección de un discurso del fundador y director general del Instituto Mises, Llewellyn H. Rockwell, Jr. en el Círculo Mises Regional del Suroeste en Houston, “El Estado policial: Reconócelo cuando lo veas”, el 18 de enero de 2014.