[De un trabajo escrito e impreso por primera vez en 1991]
El destino de las familias e hijos en Suecia demuestra la verdad de la observación de Ludwig von Mises de que no es posible “ningún compromiso” entre el capitalismo y el socialismo. Aquí muestro cómo el crecimiento del estado de bienestar puede verse como la transferencia de la función de “dependencia” de las familias a los funcionarios del estado. El proceso empezó en la Suecia del siglo XIX, a través de la socialización del tiempo económico de los niños mediante las leyes de asistencia a la escuela, trabajo infantil y pensiones públicas para los ancianos. A su vez, estos cambios crearon incentivos para tener muy pocos o ningún hijo. En la década de 1930, los socialdemócratas Gunnar y Alva Myrdal utilizaron la resultante “crisis de despoblación” para defender la completa socialización de la crianza de niños. Su “política familiar” implantada a lo largo de los siguientes cuarenta años, prácticamente destruyó las familias autónomas en Suecia, sustituyéndolas una “sociedad clientelar” en la que los ciudadanos son clientes de los funcionarios públicos. Mientras que ahora Suecia está tratando de salir de la trampa del estado de bienestar, los antiguos argumentos para la socialización de los niños han llegado a Estados Unidos.
En su pequeño libro Burocracia, Ludwig von Mises apunta que el socialismo moderno “lleva con mano firme al individua de la cuna a la tumba”, al tiempo que “los niños y adolescentes se integran firmemente en el omnicomprensivo aparato de control del estado”. En otro contexto, contrasta “capitalismo” con “socialismo” y concluye: “No hay compromiso posible entres estos dos sistemas. Al contrario que la falacia popular, no hay una vía intermedia, ningún posible tercer sistema como patrón de un orden social permanente”. Mi comentario se centrará en la validez de la última afirmación, vista a través del destino de una familia e hijos en la quintaesencia del estado de “vía intermedia” que es la Suecia moderna.
Al mirar a Suecia, encontramos un caso clásico de manipulación burocrática para destruir al principal rival del estado como centro de lealtad: la familia. Al ver esta rivalidad entre estado y familia, es importante entender que en todas las sociedades es constante un nivel básico de “dependencia”. En toda comunidad humana hay niños, personas muy ancianas, individuos con minusvalías importantes y otros que están seriamente enfermos. Esta gente no puede cuidar de sí misma. Sin la ayuda de otros, morirían. Toda sociedad debe tener una forma de prestar atención a estos dependientes. Bajo el predominio de la libertad, la institución natural de la familia (complementada y apoyada por las comunidades locales y las organizaciones voluntarias) proporciona la protección y el cuidado que necesita esta gente “dependiente”. De hecho, es la familia autónoma (y solo en la familia) donde funciona realmente el principio socialista puro: de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades.
El auge del estado del bienestar puede describirse como la constante transferencia de la función de “dependencia” de la familia al estado, de las personas ligadas por lazos de sangre, matrimonio o adopción a las personas ligada a funcionarios públicos. El proceso empezó en Suecia a mediados del siglo XIX, a través de proyectos burocráticos que empezaron a desmantelar las relaciones entre padres e hijos. Como es habitual, la primera afirmación del control del estado sobre los niños se produjo en la década de 1840, con la aprobación de una ley de asistencia obligatoria a la escuela. Aunque justificada como una medida para mejorar el conocimiento y bienestar del pueblo, la dinámica profunda era la socialización del tiempo de los niños, a través de la suposición de que los funcionarios del estado (los burócratas del reino de Suecia) sabían mejor que los padres cómo debían emplear los niños su tiempo y de que no podía esperarse o confiarse en que los padres protegieran a los hijos ante la explotación.
El siguiente paso se produjo en 1912, con la legislación que prohibía el trabajo infantil en las fábricas y hasta cierto punto en las granjas. De nuevo, se suponía implícitamente que los funcionarios del estado del bienestar eran mejores jueces del uso del tiempo de los niños y más compasivos con ellos de lo que serían o podrían ser los padres.
El paso final se produjo casi al mismo tiempo, cuando el gobierno sueco implantó un programa de pensiones de ancianidad o jubilación que rápidamente se convirtió en universal. El hecho subyacente fue aquí la socialización de otra función de la dependencia, esta vez la dependencia de los “muy viejos” y los “débiles” respecto de los adultos maduros. Durante milenios, el cuidado de los ancianos había sido asunto de la familia. A partir de aquí, iba a ser cosa del estado. Juntando todas estas reformas, el efecto neto era socializar el valor económico de los niños. La economía natural de las familias y el valor que los niños habían producido a los padres (ya sea como trabajadores en la empresa familiar o como “póliza de seguro” para la vejez) se eliminaron. A los padres se les dejaba todavía los costes de criar a los niños, pero la “sociedad”, en el sentido del estado burocrático, se había apropiado de la ganancia económica que acababan representando
El resultado predecible de este cambio, como os diría un economista de la “Escuela de Gary Becker”, sería una menor demanda de niños y esto es exactamente lo que pasó en Suecia. Desde finales del siglo XIX, la fertilidad sueca estuvo en caída libre y en 1935 Suecia tenía la menor tasa de natalidad del mundo, por debajo del nivel de crecimiento cero en el que una generación se limita a reemplazarse a sí misma.
La teoría habitual de la transición demográfica ha sido desde hace mucho que esta caída en la tasa de natalidad era la consecuencia necesaria e inevitable de la industrialización moderna: que los incentivos de una economía capitalista destruyen las relaciones familiares tradicionales. Aunque es verdad que la estructura tradicional de la familia afronta nuevos tipos de problemas en la sociedad industrial, trabajos más recientes sugieren que, de hecho, el mayor desafío lo produce el crecimiento del estado.
Viendo la experiencia de muchas naciones, el demógrafo de la Universidad de Princeton, Norman Ryder, considera como la principal causa común de la baja en la fertilidad a la educación pública masiva. “La educación de las jóvenes generaciones es una influencia subversiva”, dice. “Las organizaciones políticas, como las económicas, reclaman lealtad y tratan de neutralizar el particularismo familiar. Hay una lucha entre la familia y el estado por la mentes de los jóvenes”, en la que la escuela estatal obligatoria sirve como “el instrumento principal para enseñar ciudadanía, apelando directamente a los niños por encima de los padres”. Confirmando la validez universal del ejemplo sueco, Ryder añade que mientras que la educación obligatoria aumenta los costes de los padres, las prohibiciones del trabajo infantil reducen aún más su valor económico. Además, un sistema público de seguridad social recorta los lazos naturales entre generaciones de una familia de otra manera, dejando al estado como centro de la lealtad primaria.
Aunque el sistema familiar de la nación puede reorganizarse, durante un tiempo, alrededor de la unidad nuclear de reproducción “marido-esposa”, incluso esa base de independencia acaba disolviéndose. El resultado final de la intervención del estado, dice Ryder, es una fertilidad que decrece progresivamente, con los individuos viviendo solos en una relación dependiente con el gobierno.
Las contradicciones propias de este método de organización social se aprecian en Suecia a principios de la década de 1930. Habiendo caído tasa de natalidad por debajo del nivel de crecimiento cero, los conservadores suecos se desesperaban por la “amenaza de despoblación” y la desaparición de los niños suecos. Estas voces argumentaban que el problema profundo era la dislocación espiritual o el declinar del cristianismo o el aumento del materialismo o el egoísmo personal. Nadie (ni un alma en la derecha política) reparaba en los problemas que se encontraban en la legislación educativa y social de los últimos 90 años. Así que cuando la “crisis de población” se hizo candente en Suecia, la situación estaba madura para la demagogia y la explotación.
En esta situación, dos jóvenes sociólogos suecos, Gunnar Myrdal y su esposa, Alva Myrdal, dieron un paso al frente. Antes de empezar con su uso y abuso del asunto de la población, dejadme que os diga unas pocas cosas acerca de sus antecedentes y las influencias que pusieron en práctica en su trabajo.
La paternalismo burocrático tenía una larga historia en Suecia, enraizado en el aparto estatal creado por los reyes Vasa a principios del siglo XVI y evolucionado a través de la aplastante autonomía regional a la estela de la fracasada revuelta de Nils Dacke en la década de 1540. Aún así, los Myrdal representaban algo nuevo, y “muy siglo XX”. Eran sociólogos (intelectuales académicos) dedicados a un nuevo tipo de activismo de estado. Como explicaba la propia Alva Myrdal: “La política [hoy] ha (…) caído bajo el control de la lógica y el conocimiento técnico y por tanto se ha visto obligada a convertirse en esencia en ingeniería social constructiva”.
Segundo, aunque a los estadounidenses se les haya acosado con repetidos comentarios sobre la sabiduría del “modelo sueco”, es importante apuntar cuánto del nuevo estado sueco de bienestar se basaba en la experimentación estadounidense. Ambos Myrdal dedicaron el año académico 1929-1930, los últimos meses de la “era progresista”, a viajar a Estados Unidos, con becas proporcionadas por la Fundación Laura Spelman Rockefeller. En este periodo, Alva Myrdal cayó bajo la influencia de la llamada “escuela de sociología de Chicago”. En particular, William Ogburn, imprimió en ella su opinión de que el estado y la escuela habían crecido inevitablemente a costa de la familia y que la familia afrontaba una progresiva “falta de funciones” al retirarse de la necesidad histórica a una preocupación exclusiva por la personalidad. Alva Myrdal también estuvo bastante tiempo en el Instituto de Desarrollo Infantil de la Universidad de Columbia y visitando guarderías experimentales y centros de atención de día operando bajo concesiones de la Fundación Rockefeller, ejemplos de cría social que la impresionaron profundamente.
Por su parte, el trabajo de Gunnar Myrdal en Columbia y la Universidad de Chicago le hicieron consciente del tremendo potencial político que podía encontrarse en el emergente debate de la “crisis de población” sueca.
En un importante artículo de 1932, “El dilema de la política social”, para el progresista periódico sueco, Spektrum, Gunnar Myrdal movía la palanca política necesaria. Empezaba remontando el compromiso en Europa antes de 1914 de un “socialismo de influencia liberal” con un “liberalismo con influencia socialista”. Bajo este acuerdo, decía, el liberalismo del siglo XIX había abandonado su pesimismo maltusiano y dogmatismo librecambista y había abrazado en su lugar la necesidad de reformas para proteger a los trabajadores, mientras que los socialistas habían abandonado los objetivos de la revolución y la redistribución masiva de propiedades, contentándose con pasos progresivos en la ayuda a la clase trabajadora.
Sin embargo, la Guerra Mundial había hecho trizas este compromiso. Myrdal declaraba que el liberalismo clásico estaba muerto y sus partidarios dispersados. También argumentaba que el movimiento de los trabajadores tenía que volver a radicalizarse y buscar un nuevo tipo de política social. Bajo el viejo compromiso, decía Myrdal, la política social se había orientado a los síntomas, dando ayuda a los pobres o los enfermos. La nueva política social, declaraba, debía ser de naturaleza preventiva. Los sociólogos, utilizando técnicas modernas de investigación, la tenían ahora en su poder de usar el estado para impedir que aparecieran patologías sociales. Cuando se basaban en premisas de valores orientados humanamente y una ciencia racional, decía, estas políticas sociales preventivas llevaban a un “matrimonio natural” de la solución técnica correcta con la solución radical política. Myrdal apuntaba concretamente a la crisis sueca de la población, como una oportunidad para un análisis sociológico racional para producir ideas eficaces y radicales para un cambio forzado por el estado.
Los Myrdal dieron cuerpo a este programa en su libro superventas de 1934, Crisis n la cuestión de la población, un volumen brillantemente argumentado que transformó sustancialmente a los suecos. Mientras que los conservadores suecos continuaron preocupándose por la inmoralidad sexual, los Myrdal apuntaban directamente a las contradicciones creadas por un incompleto estado del bienestar. Anteriores acciones del gobierno, como la asistencia obligatoria a clase, la prohibición del trabajo infantil y las pensiones públicas de vejez, admitían, habían eliminado el valor de los niños para los padres. Pero los costes de los niños seguían en casa. En consecuencia, los niños se habían convertido ahora en la principal causa de pobreza. Dados los incentivos establecidos por el estado, las mismas personas que más contribuyeron a la supervivencia de la nación al tener hijos se habían visto arrastradas a la pobreza, las malas viviendas, la malnutrición y las pocas oportunidades de ocio. Lo que ahora afrontaban los jóvenes era una elección voluntaria entre pobreza con hijos o un nivel superior de vida sin ellos. A los jóvenes adultos se les obligaba a apoyar a los jubilados y los necesitados a través del sistema del bienestar y también a los hijos que tuvieran. Bajo esta múltiple carga, habían elegido reducir el número de hijos como único factor que podían controlar. El resultado, para Suecia, era la despoblación y el fantasma de la extinción nacional.
Según los Myrdal, solo había dos alternativas. La primera (desmantelar la escolarización estatal, las leyes de trabajo infantil y las pensiones públicas para restaurar la autonomía familiar) “no merecía la pena siquiera explicarse”. La otra, la única alternativa práctica, era completar el estado de bienestar y eliminar los desincentivos existentes de los niños socializando prácticamente todos los costes indirectos que implicaban su nacimiento y cría. El argumento real era algo así: para resolver los problemas causados, en gran parte, por anteriores intervenciones del estado, el gobierno tiene ahora que intervenir completamente.
Esto significaba un nuevo tipo de bienestar: “Se refiere a una política social preventiva, guiada íntimamente por el objetivo de aumentar la calidad del material humano y al mismo tiempo poner el práctica políticas radicales de redistribución que hagan a que una parte significativa de la carga de sostener a los niños concierna a toda la sociedad”. La burocracia del Estado nunca había disfrutado antes de una capacidad como ésa. Por la misma naturaleza de la palabra, una política “preventiva” abría a todas las familias suecas a subvenciones, escrutinio y control. Uno nunca podía saber dónde podía producirse un problema: por tanto, debían implantarse medidas universales de intervención burocrática para hacer de la prevención una realidad.
Destacando este imperativo, los Myrdal concluían: “la cuestión de la población se transforma así en el argumento más eficaz para una remodelación socialista integral y radical de la sociedad”. La alternativa, decían simplemente, era la extinción nacional.
Su programa abarcaba asignaciones universales para ropa para niños, un plan universal de seguro sanitario, un derecho universal a guardería, campamentos públicos de verano para niños, desayuno y comida gratuitos en las escuelas, alojamiento familiares financiados por el estado, primas de maternidad para cubrir los costes indirectos de tener niños, préstamos por matrimonio, el expansión de los servicios públicos de maternidad y parto, planificación económica centralizada, etcétera. Su objetivo era en la práctica la socialización del consumo, proporcionando a todas las familias una serie de servicios estatales determinada racionalmente y bastante uniforme, gestionada por funcionarios públicos y financiada por impuestos a los ricos y los que no tenían hijos.
Las críticas de que su programa, en realidad, amenazaba a la familia, producían la respuesta característicamente tajante: “la pequeña familia moderna es casi (…) patológica”, decían los Myrdal. “Los viejos ideales deben morir con las generaciones que los apoyaban”.
Las apelaciones a la libertad y la autonomía familiar traían respuestas igualmente mordaces. Los Myrdal acusaban al “falso deseo individualista” de los padres de “libertad” para criar a sus propios hijos de tener un origen enfermizo: “mucho del cansino patetismo que defiende la ‘libertad individual’ y la ‘responsabilidad por su propia familia’, se basa en una disposición sádica a extender esta ‘libertad’ a un derecho ilimitado y descontrolado a dominar a otros”.
Para educar a los niños apropiadamente para un mundo socialmente cooperativo, “debemos liberar más a los niños de nosotros”, entregándolos a expertos certificados por el estado para su cuidado y formación. La guardería colectiva gestionada por expertos controlados por el estado, en lugar de la patológica familia pequeña, estaba más en línea con los objetivos apropiados de eliminar las clases sociales y construir una sociedad basada en la democracia económica.
Entre 1935 y 1975, el programa doméstico de los Myrdal guió, a trancas y barrancas, la evolución del estado sueco del bienestar. Periodos de activismo políticos y burocrático (de 1935 a 1938, de 1944 a 1948 y de 1965 a 1973) se vieron salpicados por una evidente terca resistencia entre el pueblo sueco o por restricciones presupuestarias que retrabaron su completa implantación. Aún así, al final del proceso se habían implantado la mayoría de los elementos del programa familiar de los Myrdal.
¿Cuáles fueron los resultados concretos? Con la familia privada, por cortesía del estado, de toda función productiva, de toda función de seguro y bienestar y de la mayoría de las funciones de consumo, debería sorprender poco que cada vez menos suecos decidan vivir en familia. La tasa de matrimonios cayó a un récord mínimo entre las naciones modernas, mientras que aumentó la proporción de adultos viviendo solos. Por ejemplo, en el centro de Estocolmo dos tercios de la población vivían en familias unipersonales a mediados de la década de 1980. Con los costes y beneficios de los niños completamente socializados y eliminadas por ley las ganancias económicas naturales del matrimonio, también se separó el cuidado de los niños del matrimonio: en 1990, muchos más de la mitad de los nacimientos suecos fueron extramatrimoniales.
También los niños disfrutaban como “derechos” de una gran parte de los beneficios ofrecidos por el estado: atención médica y odontológica gratuita, transporte público abundante y barato, comidas gratis, educación gratuita e incluso “abogados de niños” preparados para intervenir cuando los padres superaran sus límites. Tampoco los niños necesitaban ya una “familia”: el estado servía ahora como su padre real.
De hecho, el sociólogo de la Universidad de Rutgers, David Poponoe, sugiere que el término “estado de bienestar” ya no hace justicia a esta forma de dependencia personal total del gobierno. En su lugar utiliza la etiqueta “sociedad clientelar”, para describir una nación “en la que los ciudadanos son en su mayor parte clientes de un gran grupo de funcionarios públicos que se ocupan de ellos a lo largo de sus vidas”.
En Suecia, los viejos están “libres” de dependencia potencial respecto de sus hijos adultos; niños y adolescentes están “libres” de depender de sus padres para su protección y apoyo básico; los adultos están “libres” de obligaciones positivas respecto de sus padres o hijos biológicos y los hombres y mujeres están “libres” de cualquiera de las promesas mutuas que en un tiempo encarnaba el matrimonio. Esta “libertad” ha llegado a cambio de una dependencia universal común del estado y la casi completa burocratización de lo que en un tiempo fue la vida familiar. Von Mises tenía razón: aquí se prueba que no hay una “vía intermedia”; por ele contrario, Suecia representa una versión más completa y por tanto más opresiva del orden doméstico socialista, uno que supera en su integridad incluso al de la Unión Soviética. Pero el moderno estado de bienestar sueco contiene sus propias contradicciones, problemas que ahora van apareciendo.
Para empezar, la “contradicción demográfica” del estado de bienestar no se elimina tan fácilmente. En un orden democrático de búsqueda de rentas, los que controlen la mayor cantidad de votos disfrutarán de mayores ganancias. En incluso en Suecia sigue siendo cierto que los viejos votan, mientras que los niños no. Aunque la “política familiar” de Suecia haya sido suficientemente eficaz como para destruir a la familia como entidad independiente, no ha tenido éxito a la hora de acabar con el flujo de programas públicos y rentas de los relativamente jóvenes a los relativamente viejos.
Segundo, el estado clientelar nunca podrá proporcionar toda la atención que necesite una sociedad, sencillamente porque hacerlo sería demasiado caro. Al mismo tiempo a las familias en el estado del bienestar se las penaliza cuando se prestan atención a sí mismas, porque así renuncian a los beneficios de la atención pública y solo se les recompensa con atención pública cuando dejan de dar atención de carácter familiar. El funcionario danés del bienestar, Bent Andersen, ha explicado así el problema:
El estado del bienestar justificado racionalmente tiene una contradicción interna: si ha de cumplir sus funciones atribuidas, sus ciudadanos deben evitar explotar al máximo sus servicios y provisiones; es decir, deben comportarse irracionalmente, motivados por controles sociales informales, que, sin embargo, tienden a desaparecer a medida que crece el estado del bienestar.
Esta contradicción ha sido lo que ha impulsado la reciente rebelión contra el estado clientelar moderno, una rebelión que empezó (en los países escandinavos) en Dinamarca y Noruega mediante el éxito de los Partidos del Progreso antiestatistas y que ahora se ha extendido a Suecia. El mes pasado, los socialdemócratas suecos sufrieron una gran derrota electoral, perdiendo el poder en las elecciones nacionales ante una coalición de centro-derecha, unida bajo la promesa común de recortar el estado del bienestar. Muy sorprendente fue la aparición de dos nuevos partidos, que ahora tienen escaños en el Riksdag (o Parlamento) sueco por primera vez.
El primero de ellos (los cristianodemócratas) hizo del lamentable estado de la vida familiar sueca el tema principal de su programa. Reclamaban una reducción de la interferencia burocrática en las relaciones familiares y acabar con los incentivos del estado que animan a los nacimientos extramatrimoniales y desaniman el cuidado de los niños por los padres. El otro nuevo partido, llamado Nueva Democracia, combina temas libertarios de grandes reducciones de impuestos, grandes reducciones de prestaciones y acabaran con la ayuda exterior con medidas para acabar con la inmigración. Juntos, estos nuevos grupos resultan la bisagra del poder parlamentario. La eliminación de las prestaciones del bienestar raramente ha tenido éxito, pero por primera vez desde la década de 1930, los suecos tienen una oportunidad de recobrar algo de autonomía familiar y libertad personal.
Así que todo señala que parecería que el modelo sueco, la “vía intermedia”, la tercera opción, ha sido desacreditada, igual que se ha derrumbado el comunismo, la segunda vía. Sin embargo, por desgracia, el modelo sueco pervive (y puede prosperar pronto) aquí en Estados Unidos, donde la misma lógica y argumentos utilizados por los Myrdal en la década de 1930 están cerca del éxito político.
En un libro de 1991 titulado When the Bough Breaks, publicado por Basic Books (la principal editorial neo-conservadora), la economista Sylvia Ann Hewlett escribe: “En el mundo [moderno] no solo los niños resultan ‘improductivos’ para sus padres, sino que conllevan grandes gastos de dinero. Las estimaciones del coste de criar un niño van de los 171.000$ a 265.000$. A cambio de esos gastos, ‘se espera que un niño proporcione amor, sonrisas y satisfacción emocional’, pero no dinero ni trabajo”.
Continúa: “Lo que nos lleva a un dilema estadounidense crítico. Esperamos que los padres gasten cantidades extraordinarias de dinero y energía en criar a sus hijos, cuando es la sociedad en su conjunto la que recoge las recompensas materiales. Los costes son privados, los beneficios son cada vez más públicos. (…) En la era moderna, confiar en un cariño paternal irracional para aceptar la empresa de criar niños es un negocio arriesgado, insensato y cruel. Es hora de que aprendamos a compartir los costes y cargas de criar a nuestros hijos. Es hora de tomar alguna responsabilidad colectiva para la siguiente generación”.
Hewlett continúa exponiendo un nuevo programa político para Estados Unidos, incluyendo bajas de paternidad obligatorias, acceso gratuito garantizado a atención sanitaria maternal e infantil, provisión pública de atención infantil de calidad, más “inversión educativa”, grandes subvenciones familiares a familias con hijos, etcétera.
¿Suena familiar? Debería: son los mismos argumentos y el programa básico propuesto a los suecos por Alva y Gunnar Myrdal, ya en 1934, aunque desprovisto de su retórica más radical y abiertamente socialista. Sin embargo es un libro que llevó al presidente (jubilado) de Proctor and Gamble, Owen Butler, a declarar: “La conclusión es inevitable. Si no invertimos más inteligentemente hoy en nuestros hijos, el futuro económico y social de la nación está en peligro”. Son también los argumentos que dominan la llamada nueva política infantil, en Washington.
Al mismo tiempo, la “política social preventiva” se ha convertido en el grito de guerra de otros defensores estadounidenses del cambio. Los argumentos suenan familiares: la ayuda por parte de funcionarios del estado al principio de la vida es más económico y eficaz que ayudar después; cuanto más esperemos antes de descubrir los síntomas de estrés, más costoso será; “las intervenciones tempranas presentan el problema de todas las inversiones en crecimiento: los dividendos llegan más tarde”, etc., etc. Todo suena razonable, en cierto modo, pero el producto final sería una pesadilla de gobierno burocrático y la virtual destrucción de la familia en Estados Unidos.
En el informe de septiembre del Consejo Asesor de EEUU sobre Maltrato y Abandono de Niños, vemos el aroma de este amenazante nuevo orden estadounidense. Este consejo, nombrado exclusivamente por las administraciones de Reagan y Bush, calificaba al maltrato de niños como una “emergencia nacional”, añadiendo: “Ningún otro problema puede igualar su poder de causar o exacerbar una serie de males sociales”. El descubrimiento clave del informe es que los gobiernos federal y estatales han gastado demasiado tiempo investigando casos sospechosos de maltrato; por el contrario, el gobierno federal debería centrarse en prevenir el maltrato y el abandono antes de que se produzcan. El Consejo recomienda que el gobierno federal desarrolle inmediatamente un programa nacional de “visitas a casa” a todos los nuevos padres y sus bebés por parte de trabajadores sanitarios e investigadores sociales públicos, que identificarían potenciales maltratadores y les ayudarían.
Además de esta postura de “un burócrata del bienestar en cada casa”, el Consejo pide una “política nacional de protección infantil”, en la que el gobierno federal garantizaría el derecho de todos los niños a vivir en un entorno seguro, con medios apropiados de aplicación.
Por supuesto, Hewlett tiene razón acerca de los defectos en el actual sistema estadounidense de bienestar: hemos socializado aquí el valor económico de los niños, pero hemos dejado los costes a los padres. Estados Unidos en 1991, como Suecia en 1934, tiene una versión incompleta del modelo puro del estado del bienestar. También tiene razón en que esto tiene un precio: el número de niños estadounidenses nacidos anualmente dentro del matrimonio se ha estancado a lo largo de la década de 1980, a un nivel un 30% por debajo de la tasa de crecimiento cero. Sencillamente los estadounidenses no están invirtiendo su tiempo y dinero en más de uno o dos hijos, en buena medida porque no merece la pena. (Es verdad que la tasa general de natalidad ha crecido algo, pero esto se debe completamente al gran aumento en los nacimientos extramatrimoniales de 665.000 en 1980 a más de 1.000.000 en 1990; parece que estos nacimientos los subvenciona bien nuestro sistema de bienestar).
Pero hay una alternativa a la “solución sueca”. Es una que declina mencionar la Dra. Hewlett y es la que los Myrdal rechazaban como “fuera de cualquier debate razonable” hace sesenta años. Esta opción se llama una “sociedad libre”, en la que en lugar de completar el estado clientelar/del bienestar extendiendo los tentáculos burocráticos completamente alrededor de los niños, desmantelamos lo que ya hemos hecho. El programa es sencillo, radical y pragmáticamente antiburocrático:
- acabar con la educación obligada y controlada por el estado, dejando la formación y cuidado de los hijos a sus padres y tutores legales;
- abolir las leyes de trabajo infantil, razonando de nuevo que los padres y tutores son los mejores jueces de los intereses y el bienestar de sus hijos, mucho mejores que cualquier combinación de burócratas del estado y
- desmantelar el sistema de Seguridad Social, dejando que la protección o la seguridad en la vejez la proporcionen, de nuevo, los individuos y sus familias.
Estas acciones devolverían los beneficios económicos de los niños a los padres y así se acabaría con la contradicción anti-niños que está en el centro del estado incompleto del bienestar.
La mayoría de los comentaristas responderían que éstas serían acciones imposibles e inconcebibles en una sociedad industrial moderna. Dadas las realidades o complejidades del mundo moderno, dirían que el caos sería el seguro resultado si realizamos esas obras reaccionarias.
Mi respuesta sería apuntar a los grupos dispersos en Estados Unidos que, por algún capricho histórico o milagro político, siguen habitando en unas de nuestras pocas restantes “zonas de libertad” y que sobreviven bajo un régimen “imposible”.
Un ejemplo inesperado pero interesante serían los amish, que rechazan las presiones del gobierno sobre sus limitadas prácticas educativas (a saber, escolarización solo con profesores amish y solo hasta el octavo grado), que hacen un uso intenso del trabajo infantil y evitan la Seguridad Social (así como las ayudas públicas a la agricultura) por principio. Los amish no solo han conseguido sobrevivir en un entorno industrial y de mercado: han prosperado. Sus familias tienen tres veces el tamaño medio estadounidense. Cuando afrontan una competencia justa, sus granjas obtienen beneficios en “buenos y malos tiempos”.
Su nivel de ahorro es extraordinariamente alto. Sus prácticas agrarias, desde un punto de vista medioambiental, son ejemplares, marcadas por una administración comprometida de la tierra y por evitar los productos químicos y fertilizantes ratifícales. Durante un tiempo en que el número de granjeros estadounidenses ha caído abruptamente, las colonias agrícolas amish se han extendido ampliamente, desde el sudeste de Pennsylvania a Ohio, Indiana, Iowa, Tennessee, Wisconsin y Minnesota.
Probablemente sea cierto que relativamente pocos estadounidenses contemporáneos elegirían vivir como los amish con una verdadera libertad de elección. Pero repito que nadie puede estar muy seguro de cómo sería Estados Unidos si se liberara de verdad a los ciudadanos del gobierno burocrático sobre las familias que empezó a imponerse aquí, empezando con el aumento de la escuela pública obligatoria.
Sin embargo, no tengo ninguna duda de que bajo un verdadero régimen de libertad, las familias serían más fuertes, los niños más abundantes y los hombres y mujeres más felices y satisfechos. Para mí, basta.