[Extraído de Problemas epistemológicos de la economía]
Se lanza habitualmente contra la economía un reproche de individualismo y sobre la base de un supuesto conflicto irreconciliable entre los intereses de la sociedad y los del individuo.
Se dice que la economía clásica y subjetivista da una prioridad indebida a los intereses de la persona por encima de los de la sociedad y en general sostiene, negando conscientemente los hechos, que prevalece una armonía de intereses entre ellos. Debería ser tarea de la verdadera ciencia demostrar que el todo es superior las partes y que el individuo tiene que subordinarse y actuar en beneficio de la sociedad y sacrificar sus intereses privados egoístas al bien común.
A los ojos de quienes sostienen este punto de vista la sociedad debe aparecer como un medio designado por la Providencia para alcanzar fines que se nos esconden. Los individuos deben someterse a la voluntad de la Providencia y deben sacrificar sus propios intereses para que se haga su voluntad. Su principal tarea es la obediencia. Deben subordinarse a los líderes y vivir como se les ordene.
Pero nos podemos preguntar quién tiene que ser el líder. Pues muchos quiere mandar y, por supuesto, en distintas direcciones y hacia distintos objetivos.
Los colectivistas, que nunca dejan de mostrar desdén y desprecio sobre la teoría liberal de la armonía de intereses, pasan en silencio por el hecho de que hay diversas formas de colectivismo y de que sus intereses están en un conflicto irresoluble. Alaban la Edad Media y su cultura de comunidad y solidaridad y con sentimentalismo romántico se extasían con las asociaciones comunales “en las que estaba incluida la persona y en la que esta se sentía cómoda y protegida como el fruto en su cáscara”.[1] Pero olvidan que el papado y el imperio, por ejemplo, se enfrentaron entre sí durante cientos de años y que cualquiera podía encontrarse en cualquier momento en situación de tener que elegir entre ellos. ¿Estuvo el agente de Milán también “cómoda y protegida como el fruto en su cáscara” cuando tuvo que entregar su ciudad a Federico Barbarroja? ¿No hay diversas facciones luchando hoy en territorio alemán con furia, cada una de las cuales afirma que representa al único colectivismo verdadero?
¿Y no se aproximan los socialistas marxistas, los nacionalsocialistas, la iglesia y muchos otros partidos a todas las personas con la petición: Únete a nosotros, pues eres de nuestro bando y lucha hasta la muerte contra las formas “falsas” de colectivismo?
Una filosofía social colectivista que no determine una forma concreta de colectivismo como verdadera y tampoco trate a todas las demás como subordinadas o las condene como falsas no tendría sentido y sería inútil. Siempre debe decir al individuo: Aquí tienes un objetivo establecido incuestionable, porque una voz interna me lo ha revelado; a él debes sacrificar todo lo demás, sobre todo tú mismo. Lucha hasta la victoria o muere bajo la bandera de este ideal y no te preocupes por nada más.
El colectivismo, de hecho, no puede establecerse de otra manera que como un dogma partidista en el que el compromiso con un ideal y la condena de todos los demás son necesarios por igual. San Ignacio de Loyola no predicaba cualquier fe, sino la de la Iglesia de Roma. Lagarde no defendía el nacionalismo, sino lo que consideraba como nacionalismo alemán. Iglesia, nación, estado en abstracto son conceptos de ciencia nominalista. Los colectivistas idolatran solo una iglesia verdadera, solo la “gran” nación (el pueblo “elegido” al que la Providencia le ha confiado una misión especial), solo el verdadero estado y condenan todo lo demás.
Por esa razón todas las doctrinas colectivistas son heraldos de un odio irreconciliable y una guerra a muerte.