La renombrada economista Mariana Mazzucato ha cosechado un amplio reconocimiento por su trabajo sobre el concepto de «Estado empresarial», en el que sostiene que el Estado desempeña un papel fundamental en el impulso de la innovación. Sus ensayos y libros destacan la capacidad del Estado para encabezar avances revolucionarios. Sin embargo, aunque Mazzucato es experta en ensalzar las virtudes de las iniciativas dirigidas por el gobierno, su argumento pasa por alto un defecto crucial —la susceptibilidad del Estado a los incentivos políticos.
A diferencia de los empresarios del mercado, que se mueven por el afán de lucro, el Estado opera basándose en motivaciones políticas. Como consecuencia, los funcionarios pueden seguir apoyando proyectos fracasados en aras del prestigio nacional y no de la viabilidad económica y el servicio al consumidor.
En el mercado, los productos y servicios de bajo rendimiento se mejoran o se abandonan en favor de alternativas de mayor éxito. En cambio, la visión de Mazzucato del Estado empresarial da prioridad a las empresas políticamente atractivas, independientemente de su rentabilidad. Los programas de energía verde, por ejemplo, siguen ocupando un lugar destacado en los círculos políticos, a pesar de sus repetidos fracasos. El modelo de Mazzucato, en esencia, aboga por un Estado intervencionista que priorice el bombo publicitario sobre la sostenibilidad y la rentabilidad.
Aunque el trabajo de Mazzucato ha suscitado un importante debate, muchos de sus críticos no han reconocido hasta qué punto los incentivos políticos obstaculizan el potencial empresarial del Estado. Una notable excepción es el economista Randall Holcombe, que sostiene que lograr hitos tecnológicos no debe confundirse con el éxito empresarial. Por el contrario, tales logros reflejan hazañas de ingeniería más que un emprendimiento generador de valor. Los gobiernos suelen financiar proyectos a gran escala para fomentar el orgullo nacional, pero Holcombe sostiene que este enfoque en el simbolismo más que en la viabilidad económica socava el verdadero emprendimiento. Un Estado más preocupado por construir prestigio nacional que por crear valor desperdicia inevitablemente recursos al ignorar las fuerzas del mercado.
El caso de Singapur se cita a menudo como ejemplo de un Estado empresarial, pero los investigadores sugieren que la iniciativa empresarial dirigida por el gobierno ha sofocado la innovación nacional. Al canalizar recursos hacia empresas respaldadas por el gobierno, el Estado ha suprimido inadvertidamente el emprendimiento independiente y ha desviado el capital de industrias tradicionalmente más rentables. Por otra parte, a pesar de las fuertes políticas gubernamentales de Singapur, la economía depende en gran medida de las empresas multinacionales para la innovación, lo que cuestiona la idea de que un Estado empresarial pueda cultivar una sociedad verdaderamente empresarial.
La experiencia de Singapur supone un desafío directo a la tesis de Mazzucato, pero otros ejemplos también ponen en duda su visión. En Estados Unidos, la investigación ha demostrado que los programas públicos de I+D para pequeñas empresas han desplazado a la financiación privada sin producir resultados positivos significativos. Las empresas que se benefician de los programas de I+D son menos productivas, posiblemente porque las empresas menos eficientes dependen más de las ayudas públicas.
Las deficiencias del Estado empresarial se hacen aún más evidentes cuando se examinan con más detalle los resultados de las iniciativas de energía verde. En China, las inversiones estatales en energía eólica se han traducido en un lento progreso tecnológico y numerosos fracasos. Los analistas sostienen que la participación del gobierno ha llevado a despreciar los principios económicos en favor de objetivos políticos. Del mismo modo, en Europa las empresas de energía verde respaldadas por el Estado han pasado a depender de las subvenciones sin demostrar un crecimiento significativo de la productividad.
Estos ejemplos coinciden con las recientes conclusiones de Martin Livermore, según las cuales gobierno en las empresas tiende a provocar más fracasos que éxitos. Este resultado no es sorprendente, ya que el Estado opera con incentivos diferentes a los de los empresarios. Los políticos pueden declarar que un programa es un éxito aunque fracase en el mercado, siempre que sirva a sus intereses políticos. En cambio, los empresarios del mercado deben satisfacer las demandas de los consumidores o arriesgarse a quebrar. Las realidades de la toma de decisiones políticas revelan que el Estado empresarial es más una construcción teórica que práctica.