La vida no es sino una sombra andante, un mal jugador que se pavonea y se preocupa por su tiempo en el escenario y luego no se vuelve a oír —Macbeth
Nuestro tiempo limitado, nuestra breve candela como había dicho antes el Macbeth de Shakespeare en el soliloquio recién citado, puede valer muy poco en el panorama general de las cosas, pero es de la máxima importancia para cada uno de nosotros personalmente. Al contrario que otras dimensiones, alto, ancho y largo, la cuarta es casi infinita, pero las personas solo disfrutan de una pequeña parte de ella, nuestros setenta años (Salmos 90, 10, N.d.T.). El tiempo pasa. Lo que importa es no desperdiciarlo.
Puede parecer a otros que estamos desperdiciando nuestro tiempo. Pero no es desperdiciarlo cuando tomamos un descanso, recargamos nuestras pilas o nos paramos a pensar. Buscar el placer, perseguir la felicidad, eliminar la incomodidad es hacer un buen uso del tiempo. Todos somos distintos y disfrutamos de cosas distintas, así que el tiempo perdido no es tiempo desperdiciado mientras sea nuestra decisión personal. Nadie puede asignar el tiempo más eficazmente que la persona. Es algo intensamente personal.
Mientras que usar el tiempo eficazmente es un placer privado, desperdiciarlo puede ser muy frustrante. Desperdiciar el tiempo es la negación de la ambición personal, ya sea en un algo tan trivial como en un juego de cartas como tan importante como cambiar las circunstancias personales. Evitar perder el tiempo requiere una acción personal positiva, pero vivimos en un mundo en el que esa decisión está siendo progresivamente asumida por el estado. Pero al estado entiende mal la importancia del tiempo, remplazándolo con indecisión y retraso. El tiempo ofrece cambio y progreso, salvo para el estado. La evolución de los acontecimientos que pasan con el tiempo menoscaba las certidumbres del estado. El estado cree que tiene todo el tiempo del mundo para hacer las cosas bien consultando, informando, debatiendo y finalmente actuando, mientras que todos los afectados tienen que esperar.
Por ejemplo, lleva más de una década llegar a un acuerdo comercial entre la UE y otro gobierno, sin que ninguno de ellos crea que el tiempo es importante. El paso de caracol con nuestro tiempo es la norma en la administración y los asuntos intergubernamentales. En los negocios, el tiempo es un coste que va en contra del beneficio, porque el beneficio se mide siempre dentro de un marco temporal. Un empresario que es al tiempo competente y eficiente es una persona valorada en la sociedad. Es productivo, al maximizar los beneficios mientras limita el tiempo dedicado a conseguirlos. El tiempo es también la base de los tipos de interés, que, lejos de ser un coste por el dinero, es una expresión de la preferencia temporal. La preferencia temporal es el valor descontado futuro de los materiales, la energía y el esfuerzo todavía no poseídos, pero comprometidos para una fecha futura concreta.
A través de la política monetaria, el estado ordena nuestras preferencias temporales, obligándonos a aceptar su propio compendio legal. Ordena el valor de nuestros futuros personales en relación con el dinero. Normalmente no nos damos cuenta de lo dañino que es la pérdida de libertad para determinar nuestra cuarta dimensión. Si entendiéramos que el estado nos está privando de tiempo, probablemente nos enfadaríamos. La malversación de su uso está detrás de la creciente frustración que siente la gente normal. Es el tema subyacente en Camino de servidumbre, cómo el estado conspira para robar la libertad de su pueblo para prioridades estatistas.
Los funcionarios del estado normalmente ignoran lo que están haciendo. Como se ha dicho antes, nos les importa desperdiciar nuestro tiempo. Al gobierno británico le ha llevado dos años y medio fracasar en negociar el Bréxit, desperdiciando el tiempo de todos los ciudadanos a la espera de certidumbre, tanto en Gran Bretaña como en la UE.
Creemos que el estado solo se queda con nuestro dinero, pero también se queda con nuestro tiempo. Si nos diéramos más cuenta de que se nos roba nuestro tiempo, las actitudes hacia la intervención estatal sin duda cambiarían. En este momento, pensamos que es solo dinero y está claro, ¿quién querría ser considerado tan venal como para protestar por su redistribución a aquellos más la merecen?
Crea un ciclo de crédito y luego elimina las consecuencias
El estado ha sido extremadamente eficaz a la hora de meter mano en nuestros bolsillos, empleando prestidigitación monetaria e impuestos. Al tomar control de la agenda económica y monetaria, el estado nos ha convencido de que puede hacer uso de nuestro dinero más eficazmente que nosotros mismos. Nos ordena que usemos exclusivamente la moneda del propio estado, respaldada por nuestra fe en su crédito. Elimina los tipos de interés para hacer crecer la economía y maximizar los impuestos, diciendo que podemos mejorar juntos. Nos hace pagar y gasta lo que obtiene de una manera determinada por el estado actuando en nuestro interés colectivo.
Cuando el robo de nuestro tiempo es relativamente menor, lo toleramos. Podemos hacernos más ricos juntos. Pero cuando nos encontramos trabajando cada vez más para el estado, dedicando casi la mitad de nuestra vida laboral a hacerlo, crece nuestro descontento y resentimiento. Ya no controlamos los frutos de nuestro trabajo, de nuestro tiempo. Entonces el banco central acude a nuestro rescate, creando el dinero extra que perdimos en impuestos y animando a los bancos a los que regula a conceder crédito que nos permita ganar más y gastar más. Deteriora tanto nuestras preferencias temporales como el coste real de nuestros salarios para nuestros empleadores. Durante un periodo breve de tiempo parece funcionar, mientras los perdedores no se dan cuenta y no se quejan. Pero lleva a inestabilidad económica al remplazar el sano azar de nuestros deseos colectivos por un ciclo de expansión y contracción del crédito.
El robo de tiempo acaba en una crisis generada por el crédito
El robo de nuestro tiempo mediante devaluación monetaria ha continuado rápidamente desde que se eliminó la disciplina del oro en el sistema monetario global. Esto se produjo paso a paso desde principios de la década de 1930, pero se aceleró después de la sacudida de Nixon en 1971. Entonces los precios empezaron a aumentar rápidamente, al ir disminuyendo el poder adquisitivo de la moneda. El estado acabó encontrando una solución a los precios en aumento: negar que estuviera ocurriendo. Los contenidos del índice de precios del consumo están rotando y ajustándose continuamente, lo que en la práctica busca un modesto objetivo de un aumento anual del 2%.
En la década de 1980, los gobiernos idearon una nueva broma para aumentar los ahorros en declive: prestar dinero a los ahorradores a través de los bancos para inflar activos y consumo. Lo hicieron derogando la legislación Glass-Steagall, que separaba la banca de inversión del préstamo comercial. Cada vez había más crédito disponible para propiedades residenciales, tarjetas de crédito y préstamos personales. Los bancos ganaban poder económico y beneficios al crear este crédito de la nada y los banqueros amasaron grandes fortunas.
Desde la década de 1980, la destrucción del ahorro genuino se ha visto compensada por la inflación de activos alimentada por el crédito barato. Los excesos llevaron al crash de 1987, la burbuja punto com de 2000 y la burbuja inmobiliaria de 2006-07. Pero las caídas en los precios de las propiedades y los activos financieros se rescataron siempre con más crédito. Tras la crisis de Lehman de hace diez años, la devaluación del dinero se ha acelerado, los precios de los activos se han hinchado y la inflación de precios se ha ocultado con el IPC en busca de un objetivo.
La falta de constancia en la moneda permite actuar al estado sin que la mayoría de la población sea consciente de que se roban sus ganancias, sus ahorros, su futuro, su tiempo. La simple verdad es que no solo todos son más pobres de lo que podrían haber sido, sino que también son más pobres en términos absolutos. Cada año se roba a la gente un poco más, hasta el punto en el que acabe quedando muy poco para dar, en relación con las crecientes demandas del estado.
Debemos estar cerca de ese punto. Esta misma semana hemos visto caer el comercio navideño en Gran Bretaña. La caída de las acciones bancarias es un ominoso indicador importante. En general, la gente tiene menos propensión a aceptar el crédito ofrecido para los fabricantes de automóviles para financiar la compra de estos. Las tarjetas de crédito están al límite. Las cifras de personas sin hogar en Inglaterra, el indicar más importante de problemas personales, han subido un 169% desde 2010. Adicionalmente, se están imponiendo aranceles, que son impuestos al consumo y a la producción, a los estadounidenses, haciendo que estos sean más pobres.
La crisis inevitable e inminente nos está llevando al final del camino de baldosas amarillas. No vamos a salir con un estallido especulativo, sino con un quejido empobrecido, sin que nos quede nada por dar. Y cuando el estado recauda menos mediante impuestos, siempre trata de recuperarlo mediante más devaluación monetaria.
Sabemos que acaba en crisis, porque nos lo dicen la historia y la lógica. Parecemos estar al borde de esta, dado el mensaje de los mercados. Los mercados de bonos corporativos tanto en Estados Unidos como en la UE están inmovilizados. También se nos dice que los bancos de EEUU están segando las piernas a los préstamos corporativos.
Llaman a esto deflacionista, un término impreciso, que, como decía Humpty Dumpty, “significa lo que yo quiero que signifique”. Una descripción mejor de lo que está pasando es que es la consecuencia de un robo acumulado y continuo del tiempo de la gente por el estado a través de una emisión desbocada de dinero y crédito. Llamarlo deflación anima a los agentes estatales a devaluar aún más la moneda, en la creencia ingenua de que es lo contrario de la inflación.
Las bolsas están cayendo, porque los inversores están suspendiendo su confianza en que el estado tiene las cosas bajo control y puede evitar la deflación mientras nos dirige a una tierra prometida de valores de activos en perpetuo aumento. Pero cuando los inversores empiezan a pensar, en lugar de creer, empiezan a aparecer las preguntas difíciles. Si se está devaluando la moneda, el estado tendrá que empezar a aumentar las cantidades de dinero propio solo para seguir igual. Y como el estado ha asumido la responsabilidad de nuestro bienestar, en una recesión (otra palabra imprecisa propia de Humpty Dumpty), el estado tendrá que tomar prestado todavía más.
¿De dónde vendrá el dinero? ¿Y a qué tipo de interés? Si los tipos de los préstamos están aumentando porque no nos queda nada para financiar los crecientes compromisos del estado, ¿qué pasa con las grandes empresas que calculan sus ganancias basándose en el coste creciente del fondo de maniobra? ¿Se han congelado los mercados de bonos y el préstamo bancario porque los bancos han arrojado la toalla? Al haberse apoderado del control de nuestras preferencias temporales, ¿ha perdido finalmente el control el propio estado?
Solo la fe nos permite creer otra cosa. La fe en el estado y la fe en su crédito. Sin eso, el dinero sin respaldo del estado pierde su poder adquisitivo, desperdiciando todo ese tiempo que nos ha quitado el estado. Podemos redefinir la inminente recesión inflacionista como sencillamente la destrucción visible del tiempo de todos.