El expresidente Donald Trump se enfrenta a noventa y un cargos penales en su intento de recuperar la Casa Blanca en 2024. Las acusaciones son la última batalla en una cruzada de aproximadamente seis años contra Trump que primero trató de apartarlo del poder a través de la Vigesimoquinta Enmienda, luego con cargos de espionaje y destituciones, y que ahora tiene como objetivo impedir que vuelva a ser presidente. El mantra que escuchamos de los políticos y los medios de comunicación que apoyan estos esfuerzos es que nadie está por encima de la ley.
Pero hay toda una clase de personas por encima de la ley. O que al menos actúan como si estuvieran por encima de la ley: la clase política. La hipocresía de su esfuerzo por condenar a Trump e impedir que vuelva a ocupar un cargo público revela que las motivaciones son puramente políticas, y no nacen de algún compromiso con un principio moral o jurídico superior.
Dos grandes escuelas de pensamiento conforman la filosofía jurídica occidental. Son la teoría del derecho natural y el positivismo jurídico. La teoría del derecho natural afirma que el derecho existe independientemente de los dictados de los Estados. Que la justicia se deriva de la naturaleza y es común a todos los seres humanos. En pocas palabras, los teóricos del derecho natural sostienen que un delito es un delito independientemente de lo que diga el Estado. Eso hace que matar a otro ser humano con alevosía sea asesinato, por ejemplo, aunque se haga con la bendición de los funcionarios del gobierno.
Muchos libertarios, como Murray Rothbard, basan su oposición moral al poder del Estado en apelaciones a la ley natural. No hay ningún estatus especial que alguien pueda alcanzar que le permita cometer delitos.
La idea de que nadie, ni siquiera el presidente, está por encima de la ley coincide con este punto de vista. Pero, llevada a su conclusión lógica rothbardiana, la igualdad ante la ley es una negación de la autoridad política. Así que resulta extraño oír a la clase política utilizar este eslogan como grito de guerra cuando toda su riqueza, poder y estatus se basan en el privilegio político. Y no pueden legítimamente ir tras Trump por cómo usó su autoridad política porque eso no es exclusivo de Trump.
La clase política prefiere el positivismo jurídico, que separa el derecho de la moral. Según los positivistas jurídicos, el derecho es lo que la autoridad política soberana dice que es. Puede haber leyes justas y leyes injustas. Pero, desde este punto de vista, todas son leyes válidas. El positivismo jurídico consagra el estatus jurídico privilegiado de la clase política por encima del resto de nosotros.
Por lo tanto, la forma de atrapar a Trump no es demostrar que hizo algo inmoral o incorrecto, sino demostrar que técnicamente infringió alguna norma inventada por los miembros de una clase política anterior. De ese modo se le puede expulsar de la vida pública sin amenazar la autoridad del régimen. Pero el problema no ha sido encontrar delitos cometidos por Trump sino encontrar delitos exclusivos de Trump. Porque todos los presidentes recientes han infringido la ley.
El presidente George H. W. Bush lanzó una guerra contra Irak sin autorización del Congreso. Eso es ilegal según el Artículo 1, Sección 8, Cláusula 11 de la Constitución, el conjunto de normas que Bush juró defender. El presidente Bill Clinton hizo lo mismo, supervisando operaciones militares ilegales en Somalia, Serbia e Irak.
El presidente George W. Bush vigiló sin orden judicial a ciudadanos americanos, lo que es ilegal según la Cuarta Enmienda, y cometió torturas, prohibidas por la Sección 2340A del Título 18 del Código de los Estados Unidos. Su administración también lanzó guerras no declaradas, y por tanto ilegales, en Afganistán, Somalia e Irak.
El presidente Barack Obama llevó a cabo más guerras ilegales en Libia, Siria, Pakistán, Mali y Yemen. En muchas de esas guerras, Obama amplió la política de George W. Bush de dar apoyo a Al Qaeda, lo que constituye traición según el artículo 3, sección 3, de la Constitución. Obama también ordenó el asesinato de un ciudadano americano en Yemen que no había sido juzgado ni siquiera condenado por un delito. La Sexta Enmienda lo considera ilegal.
Combinadas, estas guerras ilegales han matado a millones de personas. Son crímenes atroces de los que Trump también es culpable. Su administración continuó las guerras en Siria, Irak, Afganistán, Somalia y Yemen a pesar de postularse por una política exterior más aislacionista. Sin embargo, no se le acusa por nada de eso. Los crímenes por los que se enfrenta a cargos son mucho menos graves, pero son más exclusivos de Trump.
En Nueva York, Trump está acusado de etiquetar erróneamente algunos gastos empresariales durante las elecciones de 2016. En Georgia, se le acusa de conspirar para anular unas elecciones que, según los fiscales, sabía que había perdido. A nivel federal, se le acusa de afirmar haber ganado unas elecciones que supuestamente sabía que había perdido, lo que según los fiscales incitó a los disturbios en el Capitolio el 6 de enero de 2021. También se le acusa de conservar documentos clasificados después de dejar el cargo y de llevar a cabo un «plan para ocultárselos» al gobierno federal.
Al negarse a presentar cargos contra Trump que también podrían presentarse contra los presidentes que les gustan, la clase política ha demostrado que sus objetivos son políticos. Si estuvieran comprometidos con las normas que juraron defender, tendrían que acusar a muchos de los suyos. Y si realmente creyeran que nadie está por encima de la ley, tendrían que renunciar a mucho más.