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La revolución de los derechos civiles de 1866

La expresión «igualdad de oportunidades» se expresa en la Ley de Derechos Civiles de 1964 como un principio de no discriminación. Se ha debatido mucho sobre si el principio de no discriminación es un derecho formal a la igualdad ante la ley, que refleja el principio de que todo el mundo tiene derecho a no ser discriminado, o si es un derecho sustantivo conferido a grupos específicos (por ejemplo, negros o mujeres) para darles una protección jurídica especial de la que no gozan los miembros de otros grupos (por ejemplo, blancos u hombres).

Muchos conservadores y libertarios de izquierda sostienen que el principio de no discriminación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 denota simplemente un derecho a la igualdad formal que protege a todos y que quienes la consideran una ley preocupada por los resultados sustantivos para los negros o las mujeres están «malinterpretando» la ley. Como David Gordon ha argumentado la idea de que la legislación sobre derechos civiles se limita a salvaguardar la igualdad formal es una falacia. Esa falacia se desenreda fácilmente observando que la igualdad formal ante la ley ya había sido conferida por la Ley de Derechos Civiles de 1866. Como observa Richard A. Epstein:

«La ley de 1866 otorgaba a todos los individuos derechos como el de contratar, tener propiedades, transmitir bienes inmuebles, testificar ante una corte y demandar o ser demandado. En esencia, garantizaba la capacidad civil — el derecho a participar en un orden social organizado conforme a la ley de propiedad, contrato y responsabilidad civil. Era una ley de derechos civiles que se ocupaba principalmente de los derechos y libertades económicos».

La Ley de Derechos Civiles de 1866 garantizaba los derechos civiles a los ciudadanos de EEUU «de cualquier raza y color, sin tener en cuenta cualquier condición previa de esclavitud o servidumbre involuntaria». Se concedió a todos los ciudadanos «el pleno e igual beneficio de todas las leyes y procedimientos para la seguridad de la persona y la propiedad», asegurando que todos los ciudadanos tendrían «el mismo derecho, en cada Estado y Territorio de los Estados Unidos». La ley de 1866 garantiza plenos derechos civiles y económicos a todos los ciudadanos, independientemente de su identidad personal, como la raza o el sexo. En palabras del presidente Andrew Johnson, «se intenta fijar por ley federal una perfecta igualdad de las razas blanca y de color en todos los Estados de la Unión. En ninguno de ellos puede ningún Estado ejercer jamás poder alguno de discriminación entre las diferentes razas». Por lo tanto, está claro que la Ley de Derechos Civiles de 1866 garantizaba la igualdad racial ante la ley y que esto se entendía como un principio de no discriminación.

La ley de 1866 era revolucionaria, y precisamente por eso el presidente Johnson intentó vetarla. Lo consideraba un intento inconstitucional del Congreso de derogar leyes estatales y, en principio, confería al Congreso el poder de derogar cualquier ley estatal a la que pudiera oponerse. Dio varios ejemplos que ilustraban la naturaleza revolucionaria de lo que se pretendía conseguir con la ley de 1866 al garantizar la plena igualdad racial. El presidente Johnson declaró:

«En toda nuestra historia, en toda nuestra experiencia como pueblo que vive bajo la ley federal y estatal, nunca antes se había propuesto o adoptado un sistema como el contemplado en los detalles de este proyecto de ley. Establecen para la seguridad de la raza de color salvaguardas que van infinitamente más allá de cualquiera que el Gobierno General haya proporcionado jamás para la raza blanca. De hecho, el proyecto de ley hace que la distinción de raza y color opere a favor de la raza de color y en contra de la raza blanca».

Eso sí que fue revolucionario. Por lo tanto, está claro que la Ley de Derechos Civiles de 1964 no era necesaria para otorgar a los ciudadanos derechos civiles en el sentido que la mayoría de la gente entiende cuando se refiere a igualdad formal, igualdad ante la ley o «igualdad de oportunidades». Lógicamente, la ley de 1964 no podía tener por objeto conferir la igualdad formal a todos los ciudadanos, puesto que ésta ya se había concedido en 1866.

Dado que la Ley de Derechos Civiles de 1964 no se ocupaba de la igualdad formal, sino que pretendía dar más contenido al principio de no discriminación, se plantea entonces la cuestión de si el principio de no discriminación en esta legislación denota igualdad sustantiva. Quienes describen el principio de no discriminación como un principio de igualdad sustantiva (es decir, que se ocupa de la igualdad de resultados y no sólo de la igualdad de oportunidades) tienen razón en el sentido de que la legislación confiere derechos específicamente a determinados grupos de identidad y no a otros. Como explica Richard A. Epstein «La Ley de Derechos Civiles de EEUU de 1964 es cualquier cosa menos una ley de derechos humanos, a pesar de ser etiquetada como tal. En esta ley, sólo ciertos individuos, que ocupan ciertos roles, pueden reclamar la protección del estatuto, mientras que otros individuos, que ocupan otros roles, están inequívocamente sujetos por ley a ciertos deberes correlativos.»

En la revolución de 1964, la demanda de «igualdad de oportunidades» ya no se refería a la igualdad de estatus ante la ley, principalmente la capacidad de poseer propiedades y celebrar contratos, sino que expresaba la idea de que las experiencias vitales de las distintas razas debían igualarse: igualdad de oportunidades para tener la misma experiencia vital. Por ejemplo, si te niegan el servicio en un restaurante por tu raza, eso significa que tu oportunidad de cenar en restaurantes no es igual a la oportunidad de cenar en restaurantes de alguien de otra raza. Este es el razonamiento en el litigio de Colorado sobre los «pasteles gays» y los «pasteles transgénero», que está camino de la Corte Suprema por segunda vez — el argumento en esos casos es que si los gays o los transgénero no pueden obligar a un pastelero concreto a hacer sus pasteles, significa que su oportunidad de comprar pasteles en las pastelerías no es igual a la oportunidad de los heterosexuales de comprar pasteles en las pastelerías.

El «derecho» que se expresa en estos casos no es un derecho formal a la igualdad ante la ley, ya que no existe un derecho legal a cenar en un restaurante concreto o a comprar pasteles en una pastelería concreta. El propietario de un negocio tiene la prerrogativa de excluir a cualquiera que por cualquier motivo —por ejemplo, por no ir vestido con la indumentaria adecuada o no poder pagar su compra— no desee acoger o servir en su propiedad.

Los defensores del «derecho» a no ser discriminado replicarían que, si bien excluir a alguien por no ir vestido adecuadamente es aceptable, excluir a alguien por su raza o sexualidad es moralmente diferente y, por tanto, equivale a un «derecho». Desde una perspectiva rothbardiana, por supuesto no existe el «derecho» a no ser discriminado. Todos los derechos son derechos de propiedad, derivados del principio de autopropiedad y de la doctrina de la propiedad privada. La autopropiedad implica la libertad de decidir con quién contratar o asociarse, y la propiedad privada implica el derecho a excluir. No tengo derecho a la «igualdad de oportunidades» para ir a cenar a tu casa, y si invitas a otros y me excluyes, eso no es una violación de mi derecho a la igualdad ante la ley porque, en primer lugar, no existe tal «derecho».

Como no existe el derecho a no ser discriminado, la Ley de Derechos Civiles de 1964 no es más que una declaración de principios políticos que ahora se ha elevado de facto a ley suprema del país. En su libro «The Age of Entitlement», Christopher Caldwell observa:

«Los cambios de la década de 1960, con los derechos civiles en su núcleo, no eran sólo un nuevo elemento importante en la Constitución. Eran una Constitución rival, con la que la original era a menudo incompatible —y la incompatibilidad empeoraría a medida que se fuera construyendo el régimen de derechos civiles. Gran parte de lo que hemos llamado «polarización» o «incivilidad» en los últimos años es algo más grave— es el desacuerdo sobre cuál de las dos constituciones debe prevalecer: la constitución de jure de 1788, con todas las formas tradicionales de legitimidad jurisprudencial y siglos de cultura americana a sus espaldas; o la constitución de facto de 1964, que carece de este tipo tradicional de legitimidad pero cuenta con el respaldo casi unánime de las élites judiciales y los educadores cívicos y la apasionada lealtad de quienes la recibieron como una liberación.»

En su reseña del libro de Caldwell, David Gordon hace bien en destacar las implicaciones constitucionales del argumento de Caldwell: «Al prohibir la discriminación privada por motivos de raza, la Ley de Derechos Civiles de 1964 dio el primer paso hacia la destrucción de lo que Caldwell llama la ‘vieja constitución’ por la que se había regido Estados Unidos».

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