En un artículo reciente publicado en The American Conservative titulado “Estadounidenses, no somos tan duros, según parece”, explicaba la manera en la que una confluencia de factores como la decadencia de las instituciones intermediarias de la sociedad civil y la inseguridad económica llevan a las personas a sentirse vulnerables e inquietas. Esta vulnerabilidad, argumentaba, lleva a las tribus políticas a buscar controlar el poder del estado para impedir que su poder masivo sea usado en contra de ellas, con el resultado final de estar aumentando el conflicto civil sobre las instituciones del poder político. Para comprobar y reducir ese conflicto, argumentaba que el poder debería distribuirse por la sociedad, en lugar de concentrarse en el estado, en parte por la revitalización de las instituciones de la sociedad civil.
Mientras muchos comentaristas en línea estaban de acuerdo con los efectos perjudiciales del declive de la sociedad civil apareció una línea algo inesperada de crítica, argumentando que reducir el poder del gobierno solo dejaría a las personas aún más vulnerables y más a merced de poderosas megacorporaciones que nunca antes. Dado el importante papel que desempeña de seguridad económica en la inquietud que lleva mucha gente a buscar la protección de las instituciones políticas, tiene sentido que el poder de las grandes empresas sea una preocupación. Sin embargo, este miedo se basa en una confusión incorrecta de poder político y económico, que entiende mal la manera en la que el estado distorsiona la dispersión del poder del mercado.
En su base, el poder estatal se basa en el poder coactivo: la capacidad de obligar a la gente a obedecer órdenes por compulsión física o amenaza de compulsión física. Como decía Mises: “la característica esencial del gobierno es la aplicación de sus decretos golpeando, matando y encarcelando”. Por el contrario, en una economía de mercado las empresas, sean grandes o pequeñas, no obtienen su poder de una capacidad de golpear, matar o encarcelar a clientes o empleados. En su lugar, las empresas requieren los recursos que genera su poder de mercado satisfaciendo las demandas de clientes que entran en un intercambio mutuamente beneficioso. En otras palabras, las empresas solo tienen el poder que les asignan voluntariamente sus clientes.
Viendo cómo en la raíz de todo poder del mercado están las decisiones de los consumidores, Mises llamaba a esto soberanía del consumidor y argumentaba que:
La dirección de todos los asuntos económicos en la sociedad de mercado es una tarea de los emprendedores. Suyo es el control de la producción. Están al timón y dirigen el barco. Un observador superficial creería que son supremos. Pero no lo son. Están condenados a obedecer incondicionalmente las órdenes del capitán. El capitán es el consumidor. Ni los emprendedores, ni los granjeros, ni los capitalistas determinan qué hay que producir. Lo hacen los consumidores. Si un empresario no obedece estrictamente las órdenes del público tal y como le llegan a través de la estructura de los precios del mercado, sufre pérdidas, va a la quiebra y es así eliminado de su puesto prominente en el timón. Le reemplazarán otros hombres que hayan sido mejores a la hora de satisfacer la demanda de los consumidores.
Contrariamente al poder político concreto y físico ejercido por el estado, el poder del mercado ejercido por las empresas parece casi efímero en comparación.
El ejemplo perfecto del poder de los consumidores y de por qué las empresas, incluso las gigantescas multinacionales, deben temer sus caprichos es el destino del fabricante de teléfonos Nokia. En 2007, Nokia controlaba casi el 50% del mercado global de teléfonos móviles, subido a los lomos del mundo como un coloso. Algunos incluso especulaban con que Nokia podría alcanzar un estado de monopolio. Sin embargo, en los años siguientes, como un amante voluble, los consumidores de todo el planeta rechazaron a Nokia y en su lugar acudieron a varios otros proveedores de teléfonos, como Apple, Samsung y Motorola. En 2013, la porción del mercado global de Nokia había caído a un mísero 3,1%. ¡Realmente, cuántos son los poderosos caídos en medio de la batalla por ganarse la aprobación de los clientes!
Hay que reconocer que, como vivimos en una economía mixta, las empresas, especialmente las muy grandes, a veces son capaces de eludir la soberanía del consumidor y mantener un servicio inferior, limitando la competencia y las decisiones del consumidor. Esa situación sí sirve para socavar el poder de los consumidores, pero en lugar de defender al consumidor frente a esas apropiaciones de poder, el estado es la entidad que las hace posibles.
Las limitaciones y obstáculos a la competencia aparecen de muchas maneras. Uno de dichos obstáculos son las enormes barreras regulatorias que ha erigido el estado en torno a numerosos sectores y que aumentan significativamente los costos de iniciar y gestionar un negocio. Igualmente hay ejemplos de captura regulatoria, en los que las empresas existentes se ponen de acuerdo con el gobierno para escribir normas y regulaciones que benefician al status quo, al tiempo que limitan y dañan la competencia. Aquellos emprendedores que son incapaces de permitirse enormes ejércitos de abogados, especialistas en cumplimiento y contables con conocimientos fiscales tienen una clara desventaja que no está relacionada con su capacidad de atender las demandas de los consumidores. En el caso más extremo hay ejemplos en los que el gobierno concede un privilegio de monopolio a ciertas empresas y elimina completamente la amenaza de competencia.
No cabe duda de que las empresas, especialmente las grandes multinacionales del tipo del que a la gente le inquieta tanto, pueden acumular grandes cantidades de poder de mercado. Sin embargo, todas las empresas, no importa lo grandes que sean, son en último término responsables ante los consumidores, salvo que estos se vean menoscabados por el poder del estado. Lejos de proteger a las personas del poder de las grandes empresas, el estado acaba haciéndolas irresponsables ante todos, salvo aquellos que tienen poder político.
Dispersar el poder alejándolo del estado centralizado no dejará a las personas a la cruel merced de los despiadados autómatas corporativos. Menos interferencia pública en el mercado hace a las empresas más receptivas a las demandas del cliente, lo que significa que las personas tienen más poder, no lo contrario.