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Por qué Marx se equivocó respecto a los trabajadores y los salarios

Uno de los principios centrales del marxismo es la teoría laboral del valor, según la cual el valor de una mercancía viene determinado por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla. En este marco, el propio trabajo se convierte en una mercancía — algo que puede comprarse y venderse en el mercado. Marx sostiene que, en el capitalismo, los trabajadores se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas, que los explotan pagándoles salarios inferiores al valor total que produce su trabajo. El capitalista se apropia de esta diferencia —o «plusvalía»— en forma de beneficio. Sin embargo, esta analogía entre el trabajo y las mercancías revela profundos defectos cuando se examina críticamente.

La idea de que el trabajo es una mercancía ha sido criticada en las obras de muchos economistas destacados, tanto de la escuela austriaca de economía como de otras. Friedrich Hayek, en su obra El Camino de servidumbre (1944), ofrece una crítica más amplia de la planificación económica socialista, que incluye el tratamiento marxista del trabajo como mercancía. La crítica de Hayek al marxismo es que conduce a la centralización del poder, donde el Estado controla el trabajo y otros aspectos de la economía. Sostiene que tratar el trabajo como una mercancía controlada dentro de una economía planificada socava la libertad individual y conduce a una forma de «servidumbre».

Según Hayek, la libertad económica, incluida la libertad de elegir el propio trabajo y negociar los salarios, es esencial para la libertad política. Su crítica implica que el enfoque marxista del trabajo, que lo trata como una mercancía que debe controlar el Estado, es fundamentalmente erróneo y peligroso para la libertad individual.

Karl Polanyi, en su influyente obra La gran transformación (1944), introduce el concepto de »ficticias mercancías» para describir cosas como el trabajo, la tierra y el dinero, que se tratan como mercancías en una economía de mercado pero que no lo son realmente en el sentido tradicional. Polanyi sostiene que el trabajo es una «mercancía ficticia» porque no se produce para la venta, sino que es un aspecto inherente a la vida humana.

Polanyi critica la mercantilización del trabajo porque reduce a los seres humanos a meros insumos en el proceso de producción, ignorando su significado social y moral. Sostiene que tratar el trabajo como una mercancía es antinatural y perjudicial, pues conduce a la desintegración social y a la explotación. 

Ludwig von Mises, en su obra Acción humana (1949), critica el concepto marxista del trabajo como mercancía desde la perspectiva de la escuela austriaca de economía. Mises sostiene que el trabajo no puede tratarse como una mercancía del mismo modo que los bienes y servicios porque está intrínsecamente ligado a la elección y la acción humana. Mises sostiene que el trabajo es una expresión de preferencias y valores individuales, que no pueden reducirse únicamente a un precio de mercado. Critica la economía marxista por no reconocer la naturaleza subjetiva del valor del trabajo, argumentando que el trabajo no es una mercancía homogénea y que varía en calidad y valor dependiendo del individuo y del contexto.

Esta crítica cuestiona el marco marxista al afirmar que el trabajo no puede mercantilizarse del mismo modo que los bienes físicos. El énfasis de Mises en la elección individual y la teoría subjetiva del valor sugiere que el tratamiento de Marx del trabajo como mercancía es una simplificación excesiva que ignora la complejidad del comportamiento humano y las relaciones económicas.

El extraño caso del trabajo como mercancía

Según Marx, la fuerza de trabajo se trata como una mercancía que los trabajadores venden a cambio de un salario. Pero esta mercancía no se parece a ninguna otra. El propio Marx reconoce que la fuerza de trabajo es única porque está ligada directamente a los seres humanos; no puede separarse de la persona que la proporciona. Este vínculo intrínseco entre el trabajo y el trabajador crea varias contradicciones en la teoría marxista.

En primer lugar, si la fuerza de trabajo es una mercancía, es una mercancía muy extraña. Según Marx, esta mercancía se vende siempre por debajo de su valor. En otras palabras, los trabajadores venden constantemente su capacidad de trabajo por menos de lo que vale, generando plusvalía para el capitalista. Pero esto plantea una cuestión fundamental: si el trabajo es una mercancía, ¿por qué es la única mercancía que se vende sistemáticamente por debajo de su coste? En cualquier otro mercado, vender una mercancía por debajo de su valor se consideraría una práctica empresarial insostenible, que llevaría a la quiebra. Sin embargo, en la teoría de Marx, esto no sólo es común sino necesario para el funcionamiento del capitalismo.

Esta noción implica que los trabajadores son esencialmente «estúpidos hombres de negocios» que venden su mercancía —el trabajo— a pérdida, todos los días laborables. Esta caracterización no sólo es degradante, sino también ilógica. Es difícil concebir a un actor racional, por no hablar de toda una clase de personas, que se dedique sistemáticamente a una práctica económica tan contraproducente. 

En otras palabras, si aceptamos la premisa de que la fuerza de trabajo es una mercancía, también debemos aceptar que los trabajadores se dedican a una forma muy peculiar de negocio, en el que aceptan sistemáticamente menos del valor de mercado por su producto. Esto va en contra de los principios económicos básicos, en los que los vendedores tratan de maximizar el precio que reciben por sus bienes o servicios. La idea de que toda una clase de personas venda de buen grado y sistemáticamente su trabajo por debajo de su valor desafía la lógica y socava la credibilidad de la teoría marxista.

Para ilustrar lo absurdo de tratar el trabajo como una mercancía, consideremos el ejemplo de un fontanero autónomo. Un fontanero que posee sus herramientas y trabaja de forma independiente no vende su fuerza de trabajo a un capitalista. En su lugar, presta un servicio directamente a los clientes y cobra una tarifa por su trabajo. En este caso, el fontanero es a la vez propietario de los medios de producción (sus herramientas y conocimientos) y prestador del servicio. Controla el precio de su trabajo y las condiciones en las que trabaja.

Sin embargo, según la teoría marxista, este fontanero autónomo estaría de alguna manera vendiendo su fuerza de trabajo por debajo de su valor, aunque fije sus propias tarifas y condiciones de trabajo. Esto no tiene mucho sentido. El fontanero, actuando como su propio «capitalista», trataría naturalmente de cobrar un precio que cubriera sus costes y le proporcionara un margen de beneficios. No hay ninguna razón inherente por la que su fuerza de trabajo deba venderse por debajo de su valor, y el concepto de plusvalía se vuelve irrelevante en este contexto. El fontanero autónomo no es un «empresario estúpido», sino un agente económico racional que fija los precios en función del valor de su trabajo.

La experiencia socialista: Vender mano de obra por debajo del coste

Los marxistas sostienen que la explotación del trabajo es inherente al capitalismo y que el socialismo la rectificaría aboliendo la propiedad privada de los medios de producción. Sin embargo, la experiencia de los regímenes socialistas, como la Unión Soviética, China bajo Mao y Cuba, cuenta una historia diferente.

Incluso en estas sociedades ostensiblemente marxistas, los trabajadores seguían vendiendo su fuerza de trabajo a cambio de un salario. El Estado, y no los capitalistas privados, controlaba los medios de producción y determinaba la distribución de la plusvalía. Sin embargo, esto no eliminaba la crítica marxista fundamental de que el trabajo se vendía por debajo de su valor. De hecho, los marxistas argumentarían que esta explotación continuaba, con el Estado actuando como el nuevo capitalista, apropiándose de la plusvalía de los trabajadores.

Si los trabajadores bajo el socialismo siguieran vendiendo su trabajo por debajo de su valor, entonces el marxismo fracasa no sólo como crítica del capitalismo, sino también como guía para construir una sociedad sin clases. La persistencia de esta dinámica bajo el socialismo sugiere que el marxismo es profundamente defectuoso, tanto en la teoría como en la práctica.

El marxismo como sofismo

Todo el marco marxista descansa sobre la premisa de que el trabajo es una mercancía. Si el trabajo no es una mercancía, la coherencia lógica del marxismo se derrumba porque sus conceptos clave -la plusvalía, la explotación, las contradicciones en el capitalismo y la inevitabilidad de la revolución socialista- pierden su fundamento.

Si el trabajo no es una mercancía, entonces:

  • La plusvalía no puede calcularse del modo descrito por Marx, lo que socava el concepto de explotación capitalista.
  • La explotación de los trabajadores, tal como la definió Marx, no puede producirse si no se extrae plusvalía del trabajo.
  • La contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción puede no existir en la forma en que Marx teorizó, eliminando la fuerza motriz detrás del colapso previsto del capitalismo.
  • La justificación de una revolución socialista se debilita, ya que el proletariado puede no experimentar la explotación crónica que Marx creía que conduciría al cambio revolucionario.

El hecho de que el marxismo se base en la premisa errónea de que el trabajo es una mercancía lo hace fundamentalmente insostenible. Dados los defectos teóricos y prácticos del marxismo, es razonable concluir que el marxismo funciona como una forma de sofisma en la teoría socioeconómica. El sofisma se refiere a un argumento que parece plausible en la superficie, pero que es fundamentalmente engañoso y, en última instancia, inviable. El marxismo se ajusta bien a esta definición.

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