[Prólogo de The Progressive Era]
En mi tercer y cuarto año en Princeton estudiando historia a principios de la década de 1970, quedé fascinado por la Era Progresista. Me atraía en una época en la que Estados Unidos rechazaba tan profundamente como con Lincoln y los republicanos radicales e incluso con FDR los primeros principios libertarios de la Revolución Americana.
Debido a este interés, quise tomar voluntariamente un curso en la Escuela de Grado, un procedimiento permitido a unos pocos estudiantes en ese momento. El curso era una visión avanzada del pensamiento intelectual progresista impartido por el biógrafo y hagiógrafo de Woodrow Wilson, el profesor Arthur S. Link. Las clases eran pro-progresistas, igual que los demás alumnos de la clase. Estudiamos los trabajos del profesor Link y los disparates de su colega William E. Leuchtenberg.
En búsqueda de una comprensión racional de la Era (y de munición para usar en el aula donde me atacaban habitualmente) pregunté al profesor Link si algún académico había argumentado en la práctica que los progresistas eran charlatanes ávidos de poder disfrazados de empresarios nobles, políticos altruistas y académicos honrados.
Me habló de un joven colega llamado Rothbard, de cuya obra solo había oído hablar, pero no había leído. Este consejo me llevó a El hombre, la economía y el estado, que devoré y mi odisea ideológica se puso en marcha.
Como muchos estudiantes admiradores de Rothbard, también devoré Por una nueva libertad, los cuatro tomos de Conceived in Liberty y The Mystery of Banking. Como sabe cualquier estudiante de la libertad humana en general y de la Escuela Austriaca en particular, todos estos libros son de lectura obligada y un placer para leer. Y también sabemos que, en esas obras y otras, Rothbard se establecía como el gran intérprete de Ludwig von Mises.
Mientras escribía esos libros y daba conferencias por toda la nación y producía muchos artículos y ensayos innovadores sobre la libertad humana, empezó a escribir diversos capítulos de un libro sobre la Era Progresista que no llegaría a publicar.
Unos de sus grandes intérpretes jóvenes, el profesor del Florida Southern College y miembro del Instituto Mises, Patrick Newman, ha recogido el testigo donde lo dejó nuestro héroe. El profesor Newman es un brillante intérprete de Rothbard. Su ensamblaje de estos capítulos hasta ahora inéditos y las enormes notas que les ha añadido han producido una obra maestra que podría realmente haber hecho ruborizarse a Murray Rothbard.
Los lectores de The Progressive Era se llevarán una abrumadora impresión de que la historia es “una resurrección completa del pasado”. Rothbard nunca quedó satisfecho con la presentación de una tesis general o el esquema de un periodo histórico y por eso los lectores encontrarán explicaciones detalladas de una enorme cantidad de personas. Solo un historiador con la inmensa energía intelectual y conocimiento de Rothbard podría haber escrito lo que se convertiría en The Progressive Era.
Rothard no acumulaba detalles para dar a los lectores una sensación de la Era Progresista, de la década de 1880 a la de 1920. Más bien usa esos detalles para apoyar una nueva y revolucionaria interpretación. Mucha gente ve a los progresistas como reformadores que luchaban contra la corrupción y que modernizaron nuestras leyes e instituciones. Rothbard prueba absolutamente que esta opinión común es falsa.
Los progresistas buscaban desplazar a unos Estados Unidos decimonónicos que respetaban los derechos individuales basados en el derecho natural. Afirmaban que el derecho natural y la economía libre eran ideas obsoletas y anticientíficas y argumentaban que aplicando la ciencia a la política podían remplazar un viejo orden corrupto y estancado por uno más más próspero e igualitario ordenado por el estado.
Rothbard discrepa:
En pocas palabras, la tesis es que el rápido incremento del estatismo en este periodo estuvo impulsado por una coalición de dos grandes grupos: (a) ciertos grupos de grandes empresas, que ansiaban remplazar una economía algo cercana al laissez faire por una nueva forma de mercantilismo, cartelizada y controlada y subvencionada por un gobierno fuerte bajo su influencia y control y (b) nuevos grupos florecientes de intelectuales, tecnócratas y profesionales: economistas, escritores, ingenieros, planificadores, médicos, etc., ansiosos de poder y empleos lucrativos en manos del estado. Como Estados Unidos había nacido bajo una tradición antimonopolista, resultaba importante presentar el nuevo sistema de cartelización como un control “progresista” de las grandes empresas por parte de un gobierno humanitario: se confió en los intelectuales para vender esto. Estos dos grupos estaban inspirados por la creación de Bismarck de un estado monopolizado de bienestar y guerra en Prusia y Alemania.
Rothbard se opone constantemente a ideas aceptadas al argumentar su interpretación. La mayoría de nosotros hemos oído el furor de principios de siglo XX sobre las condiciones del sector del empaquetado de carne en Chicago, iniciado por la novela La jungla, de Upton Sinclair. Sin embargo, pocas personas saben que el sensacionalismo de Sinclair era ficción en contradicción directa con lo que revelaban las inspecciones contemporáneas de las fábricas de empaquetado de carne.
Rothbar va mucho más allá. Muestra cómo, partir de la década de 1880, las grandes fábricas de empaquetado de carne cabildeaban para una mayor regulación.
Por desgracia para el mito [acerca de la influencia de La jungla], el impulso para la inspección federal de la carne en realidad empezó más de dos décadas antes y fue iniciado principalmente por los grandes empacadores de carnes. El estímulo fue la intención de penetrar en el mercado europeo de la carne, algo que los grandes empacadores pensaban que podía hacerse si el gobierno certificaba la calidad de esta y por tanto mejoraba la calificación de la carne estadounidense en el extranjero. No es coincidencia que, como en toda la legislación mercantilista colbertiana a lo largo de los siglos, un aumento de la calidad obligado por el gobierno sirviera para cartelizar: para rebajar la producción, restringir la competencia y aumentar los precios para los consumidores.
Rothbard ve en el pietismo postmilenarista una clave para toda la Era Progresista. Los postmilenaristas predicaban que Jesús instauraría Su reino solo después de que el mundo se hubiera reformado y veían por tanto un mandato religioso para implantar las reformas sociales que favorecían.
Su influencia era generalizada. Por ejemplo, Rothbard señala una relación inesperada entre sus ideas y la eugenesia:
Una forma de corregir la creciente demografía procatólica (…) promovida a menudo en nombre de la “ciencia” era la eugenesia, una doctrina cada vez más popular del movimiento progresista. En general, la eugenesia puede definirse como estimular la crianza de los “dotados” y desanimar la crianza de los “no dotados”, coincidiendo a menudo el criterio de “dotación” con la división entre protestantes blancos nativos y los nacidos en el extranjero o católicos, o la división entre blancos y negros. En casos extremos, los peor dotados eran esterilizados por la fuerza.
Theodore Roosevelt era la quintaesencia del progresista y Rothbard demuestra de manera convincente cómo su marco analítico ayuda a explicar esa figura tan extravagante y ostentosa. Roosevelt estaba aliado con los intereses bancarios de la familia Morgan. Sus actividades de “caza de trusts” eran bastante selectivas. Solo los trusts que se oponían al control de Morgan estaban en el punto de mira de Roosevelt. Este apoyaba a los trusts “buenos”, es decir, los aliados con los intereses de los Morgan. Aparte de su alianza con Morgan, Roosevelt estaba dominado por una belicosidad de proporciones maníacas. “Toda su vida Theodore Roosevelt ansió la guerra (cualquier guerra) y la gloria militar”.
La guerra y los progresistas eran aliados naturales. La guerra llevaba al control centralizado de la economía y esto permitía a los progresistas poner en práctica sus planes. Rothbard escribe:
El colectivismo de tiempo de guerra también aportó un modelo para los intelectuales progresista de la nación, pues aquí había aparentemente un sistema que remplazaba el laissez faire, no por los rigores y odios de clase del marxismo proletario, sino por un nuevo Estado fuerte, planificando y organizando la economía en armonía con todos los principales grupos económicos. Iba a ser, no por casualidad, un neomercantilismo, una “economía mixta” muy integrada por estos mismos intelectuales progresistas.
Y finalmente, tanto grandes empresas como progresistas veían en el modelo de tiempo de guerra una manera de organizar e integrar la fuerza laboral a veces rebelde como socio menor en el sistema corporativo, una fuerza a disciplinar por su propio liderazgo “responsable” de los sindicatos.
Me he ocupado solo de unos pocos temas analizados en este enorme libro. Los lectores tienen muchas ideas guardadas para ellos, incluyendo el origen del Sistema de la Reserva Federal, las actividades de Herbert Hoover como progresista y el papel de los Rockefeller en la promoción de la Seguridad Social. Rothbard tampoco olvida las implicaciones constitucionales de todo esto, planteadas por Roosevelt y promovidas por su enemigo personal, pero camarada ideológico Woodrow Wilson. Rothbard señala que, aparte de la Guerra de Secesión, el modelo de Madison (el gobierno federal solo puede hacer legalmente lo que la Constitución le permite directamente) prevaleció de 1789 a la década de 1880. Después de la Era Progresista, el modelo de Wilson (el gobierno federal puede hacer todo lo que sea su voluntad política, excepto lo que le prohíbe expresamente la Constitución) continúa prevaleciendo hasta nuestros días.
Debemos la aparición de The Progressive Era al magistral trabajo detectivesco y la labor paciente de buen y joven profesor Newman. En su “Prólogo” cuenta la impresionante historia de cómo se descubrió y ensambló el libro de Rothbard y da muchas pistas sobre las gemas rothbardianas que están por llegar.
La obra maestra póstuma de Rothbard es el libro definitivo sobre los progresistas. Solo Murray Rothbard, con su erudición única, su inteligencia penetrante, su prodigiosa ética laboral, su contagioso amor por la vida y su infatigable devoción por la libertad podía haber escrito este libro. Pronto será estudio de lectura obligada de este lamentable episodio de nuestro pasado.