[Quarterly Journal of Austrian Economics 11, nº 3 (2008): pp. 219-229]
SINOPSIS: La economía austriaca es un recurso valioso para los historiadores. Los investigadores dotados con ideas austriacas pueden dar un mejor sentido a los fenómenos históricos y pueden dar ideas mucho mejores sobre historia económica que aquellos que no tienen esta base. Es imposible entender acontecimientos como la Gran Depresión sin ayuda de ninguna teoría, así que es esencial que el historiador adopte la correcta. Una teoría sólida también impide que el historiador caiga en una amplia gama de falacias (acerca de los efectos estimulantes de los proyectos de obras públicas o los beneficios económicos de la guerra, por ejemplo) que se han abierto paso es demasiados escritos académicos y populares.
PALABRAS CLAVE: historia económica, ciclos económicos, guerra, metodología
Cuando, a principios de siglo XX, la historia empezó a aparecer en Estados Unidos como una disciplina profesional en lugar de una mera vocación seguida por aficionados y diletantes, se propuso el ideal de objetividad como valor central del trabajo del historiador (Novick 1988). El historiador, de acuerdo con este ideal, debería estar comprometido al dar sus explicaciones, sobre todo registrando la verdad objetiva, sin permitir que sus propias simpatías o lealtades le desvíen de su responsabilidad solemne ante los hechos. Debía ser amplio de miras y juicioso, cuidadoso de no favorecer o despreciar indebidamente a ningún bando.
En su anhelo por hacer de la historia una ciencia respetable, algunos historiadores hicieron referencia explícita al empirismo de Francis Bacon, quien, decían, defendía la aproximación al objeto de estudio sin ninguna idea preconcebida, contentarse con consultar datos empíricos y observaciones como material en bruto. Algunos defensores del ideal de objetividad llegaron al extremo de rechazar expresamente toda idea preconcebida en su aproximación al pasado. Edward Cheyney criticaba la práctica de “empezar el examen de los hechos históricos (…) con cualquier teoría de la interpretación”. Por el contrario, argumentaba, la “sencilla pero ardua tarea del historiador era recoger hechos, observarlos objetivamente y disponerlos como reclamen hacerlo los propios hechos”. Un historiador honrado y competente era capaz de producir una relación de hechos que “cuando se disponen correctamente se interpretan por sí mismas” (Novick 1988, pp. 38-39).
Pero ninguna relación de hechos, no importa lo juiciosamente que se disponga, se interpreta por sí misma. “La historia”, escribía Ludwig von Mises, “no puede imaginarse sin teoría. La creencia ingenua en que, sin los prejuicios de ninguna teoría, se puede derivar historia directamente las fuentes es bastante insostenible. (…) Ninguna explicación se revela directamente de los hechos”.
Dualista epistemológico, Mises negaba que los métodos apropiados para las ciencias naturales pudieran emplearse en las ciencias sociales, donde el objeto de estudio era el hombre y no los seres inanimados. Una razón es que el historiador no tiene la ventaja del científico natural de un laboratorio en el que poder observar las consecuencias de aislar un solo factor. “La experiencia histórica”, escribía Mises, “es siempre la experiencia de fenómenos complejos , de los efectos conjuntos producidos por el funcionamiento de una multitud de elementos” Mises 1957, p. 208; Mises 1949, p. 31). Sin métodos de laboratorio disponibles, si tiene que dar sentido a acontecimientos históricos, el historiador no podría aproximarse a este tema con su mente como una tabula rasa, sino que necesita tener algún conocimiento de teoría social para no verse abrumado por datos que es incapaz de interpretar. “El ‘hecho puro’ (dejemos aparte la pregunta epistemológica de si esto existe) está abierto a distintas interpretaciones. Estas interpretaciones requieren explicación por medios de ideas teóricas” (Mises 1990, p. 10).
Frente a la Escuela Histórica Alemana y todos los tipos de positivistas de entonces, Mises sostenía que había leyes de la economía que trascendían tiempo y lugar y que podrían derivarse por deducción a partir del llamado axioma de la acción (que sostiene que los seres humanos actúan), con ciertos en postulados subsidiarios. Aunque las leyes así derivadas eran exactas, Mises creía que el análisis económico era necesariamente cualitativo lugar de cuantitativo y que era un error categórico esperar de él la precisión cuantitativa de las leyes físicas. Además, como estas leyes eran absolutamente ciertas, no estaban sujetas a revisión o rechazo sobre la base de datos históricos, que en cualquier caso implicaban la confluencia de multitud de eventos, algunos amplificando a otros y algunos trabajando con otros con objetivos contradictorios.
La teoría económica, decía Mises, es “la herramienta indispensable para entender la historia económica. La historia económica no puede probar ni negar las enseñanzas de la teoría económica. Es por el contrario la teoría económica la que nos hace posible concebir los hechos económicos del pasado” (Mises 1990, pp. 11-12). Aproximarse la historia económica en ausencia de teoría indudablemente no dará frutos:
Hoy en día [1929] el historiador económico trata de emanciparse completamente de la teoría. Rechaza aproximarse a su tarea con las herramientas lógicas de una teoría científica desarrollada y prefiere contentarse con la pequeña medida del conocimiento teórico que hoy alcanza a todos a través de los periódicos y la conversación cotidiana. La falta de presupuestos de la que presumen estos historiadores es, en realidad, la repetición acrítica de errores populares eclécticos, contradictorios y lógicamente insostenibles, que ha sido refutada cientos de veces por las ciencias modernas. (Mises 2003, p. 110)
Mises sugería a sus estudiantes el ejemplo de las entradas y salidas de la gente en la Grand Central Station de Nueva York (Mises 1957, p. xiv; 1990, pp. 48-49). Un análisis puramente empírico de este fenómeno equivaldría a un registro de los movimientos humanos de acá para allá, retazos verdaderamente absurdos de datos que no darían ninguna luz acerca de los acontecimientos a estudiar. Aun así, si entendemos que los actos humanos que estamos observando son seres con una intención y que buscan ciertos fines, descubriríamos rápidamente que estas series aparentemente descoordinadas de movimientos equivalen en la mayoría de los casos a personas viajando de sus hogares a trabajar y de vuelta.
Algún nivel de teoría rudimentaria (aunque a veces sea solo una comprensión básica de relaciones de causa y efecto) está inevitablemente presente cada vez un historiador practica su oficio. Técnicamente, la historia comprende cualquier cosa que haya ocurrido en el pasado, lo que equivale a decir que sus datos en bruto consisten en todo lo que haya ocurrido alguna vez. Solo basándose en un nivel de comprensión que trasciende a los datos en bruto el historiador puede discriminar de manera sensata entre acontecimientos que entran en su narrativa y otros que no, o cuya exclusión no afecta la coherencia o precisión de su relato.
Una base teórica sólida es todavía más crítica en el estudio de la historia económica, pues este es un caso en el que se encuentran dos disciplinas. Los historiadores económicos normalmente tienen más conocimiento de la economía que otros historiadores de otras especialidades, pero son normalmente estos últimos los que escriben libros de texto para su uso en las aulas. Al faltarles una base de teoría económica, cuando esos historiadores llegan inevitablemente aquellas partes de sus relatos que nos obligan a indagar en historia económica normalmente adoptan lo que les parece que es la opinión de consenso sobre el episodio en cuestión o incluso cualquier opinión que esté más de acuerdo con sus propios prejuicios políticos.
Al usar conocimiento teórico en su estudio del pasado, el historiador no se está aproximando a su campo con un espíritu partidista que pueda perjudicar su trabajo investigador. Solo se está dotando con el tipo de aparato intelectual sin el cual la investigación histórica puede convertirse en un catálogo estéril de ocurrencias discretas o (en manos de una teoría incorrecta) en un relato equívoco del pasado cuyo mal análisis puede animar políticas insensatas en el futuro. Ningún investigador puede explicar historia económica si, en una explicación de los acontecimientos A y B, cree que A causa B cuando A en realidad impide B o si no conoce la relación que existe entre A y B cuando en realidad sí existe una relación entre ambos. La falta de conocimiento adecuado en un caso como este con seguridad llevaría al historiador y al lector a conclusiones erróneas. Un economista austriaco argumenta que “los beneficios a obtener del estudio la economía política y la filosofía por parte del historiador” incluyen el conocimiento que obtienen “de teoría social pura (a priori), que le permite evitar errores de otra manera ineludibles en la interpretación de secuencias de datos históricos complejos y presentar un relato teóricamente corregido y ‘reconstruido’ y decididamente crítico o ‘revisionista’ de la historia” (Hoppe 2001, p. xix). Así es como el conocimiento de la economía austriaca puede ayudar al historiador.
Por ejemplo, una historia monetaria de Estados Unidos que no use buena economía sería perfectamente inútil. Solo el periodo colonial, el que multitud de editoriales en los periódicos y hombres de importancia reclamaran repetidamente que una “escasez de dinero” en las colonias se resolviera con la introducción de papel moneda (Rothbard 2002, pp. 52–53) sería una base peligrosa para un investigador al que le falte conocimiento económico. El argumento a favor del papel moneda emitida por el gobierno como remedio para una supuesta escasez de dinero aparece con tan frecuencia los tiempos coloniales que los historiadores modernos, al no tener ninguna razón teórica para mantener una postura contraria, lo han aceptado a menudo tal cual.
La Escuela Austriaca sostiene que, como el propósito de dinero es facilitar el intercambio, un proceso que no se ve fomentado ni perjudicado por su mayor o menor oferta, cualquier oferta de dinero por encima de cierto umbral resulta óptima. Aumentar la oferta de dinero solo sirve para diluir el valor de la unidad monetaria. Sus consecuencias solo son negativas: efectos de distribución, problemas de cálculo, incluso la erosión de las normas morales tradicionales (Woods 2005, pp. 94-97). El historiador que conozca la economía austriaca será por tanto escéptico ante afirmaciones históricas de “escaseces de dinero”, así como sobre la eficacia y sensatez del papel moneda como remedio apropiado para ese supuesto problema.
El historiador austriaco también posee la teoría del ciclo económico de su escuela. Ningún historiador que merezca la pena leer explicaría, por ejemplo, la Gran Depresión sin decir ni una palabra acerca de lo que pudo haberla causado. Pero difícilmente podemos esperar que se cumpla esa tarea sin la ayuda de la teoría. Murray Rothbard (1983, p. 11), hablando acerca del estudio histórico de los ciclos económicos, advertía sabiamente: “El estudio los ciclos económicos debe basarse en una teoría satisfactoria del ciclo. Mirar fajos de estadística sin ‘juicios previos’ es inútil”.
Así que el historiador austriaco sabe que los tipos de interés artificialmente bajos creados por las inyecciones de nuevo dinero del banco central en los mercados de crédito deformaron la estructura de capital de la economía e interfirieron con la función normal de los tipos de interés de coordinar la producción a lo largo del tiempo. Los tipos artificialmente bajos, al estimular artificialmente las etapas tempranas o de orden superior de la producción, crean un desajuste insostenible entre planes de inversión orientados al futuro por parte de los empresarios y planes de consumo orientados al presente por parte de los consumidores. Por tanto, cuando nos enfrentamos en historia a una recesión en toda la economía el historiador austriaco sabe dirigir su atención a factores monetarios.
Además de entender las causas de la recesión inicial, el historiador austriaco está también mejor equipado para pensar acerca de la recesión o depresión misma. La recesión o depresión, entiende, no es el problema en sí, sino más bien el necesario, aunque desgraciado, proceso de corrección por el cual se liquidan las malas inversiones del periodo de auge, que por fin han salido a la luz. Por muy molesta que sea, la recesión es en realidad el período en el que la economía vuelve a la salud, deshaciéndose y redirigiendo (cuando es posible) el capital mal empleado del auge. El desvío de recursos hacia inversiones insostenibles que no están conformes con los deseos del consumidor y la disponibilidad de recursos dejan de producirse al irse abandonando los proyectos insensatos de inversión.
La Gran Depresión plantea al historiador dos preguntas verdaderamente fundamentales: ¿qué causó la recesión inicial y por qué duró tanto esa recesión? Para la primera de ellas, como hemos visto, el historiador austriaco se beneficia de su conocimiento de la teoría austriaca del ciclo económico. Para la segunda, tiene la ventaja de otras nociones adicionales, cada una de las cuales le lleva a plantear las preguntas correctas acerca de los datos históricos. Una noción especialmente importante es la de que, para que la prosperidad se restaure, debe permitirse que precios y salarios fluctúen libremente. La interferencia con cualquiera de ellos perjudicará el proceso de ajuste, que consiste en la reasignación de capital y trabajo a aquellas líneas que se correspondan mejor con los deseos del consumidor.
El austriaco entiende la tendencia del mercado al equilibrio y, por tanto, cuando no lo hace y (entre otras cosas) quedan ociosos excesos de manos de obra durante un tiempo, se interesa por descubrir los impedimentos exógenos al ajuste natural que espera en un mercado no ha intervenido. Ahora no toca explicar con detalle todas las maneras en las que el gobierno inhibió la recuperación de la Gran Depresión, una tarea que ha sido llevada a cabo con destreza en otros lugares (Powell 2003; Rothbard 1983; Vedder y Gallaway 1993, pp. 74-149; DiLorenzo 2005, pp. 156-205; Higgs 2006). En pocas palabras: los precios y salarios, en lugar de poder fluctuar libremente, fueron congelados o manipulados de otra manera por el gobierno o (luego) por las asociaciones comerciales creadas bajo la tutela de la National Recovery Administration. La postura inequívocamente contraria a los negocios de Franklin Roosevelt y sus consejeros también parece haber retrasado la recuperación, ya que pocos empresarios estuvieron dispuestos a arriesgar su capital en un entorno radicalmente incierto. Otras políticas adicionales (aumentos confiscatorios de impuestos, privilegios especiales para los sindicatos, los mayores costes laborales creados por la Seguridad Social) impidieron igualmente la recuperación.
Cada uno de estos factores es un dato de la historia, pero relacionarlos con la persistencia de la depresión requiere conocimientos de economía. Igualmente requiere que el historiador entienda la naturaleza de los salarios y que aumentarlos a través de la amenaza de violencia estatal no es una manera de proporcionar a los trabajadores más “poder adquisitivo” y restaurar así la prosperidad económica (como en realidad prácticamente todos los historiadores ortodoxos dan por sentado). Los aumentos artificiales de salarios llevan a menos empleo que en caso contrario, como deja claro un sencillo análisis que la curva de la demanda y como dijo Jacob Viner: “Un trabajador desempleado no tiene poder adquisitivo en absoluto, por muy alto que pueda ser el nivel salarial que podría obtener si tuviera un trabajo” (Phillips et al. 1937, p. 225). (“Sería estupendo”, decía otro crítico, “si sencillamente duplicando o triplicando todos los salarios de la noche a la mañana pudiéramos acabar con la depresión, pero el efecto sería más bien hacer que el desempleo fuera completo en lugar de parcial” [Phillips et al. 1937, p. 229]).1
Otra nación austriaca adicional (o al menos un punto destacado particularmente por los austriacos) que puede generar juicios históricos sensatos se refiere a la importancia de evaluar escenarios contrafactuales. Esos escenarios implican la consideración de qué acontecimientos podrían haber pasado si nos hubiera llevado a cabo una acción concreta. Por ejemplo, si alguien no hubiera gastado su dinero en un bocadillo de pavo, podría haberlo gastado en un bocadillo de jamón, en una ensalada o en nada en absoluto, prefiriendo en su lugar ahorrar su dinero.
Serviría más para nuestro propósito un caso como este, tomado de la prensa popular (e incluso, en algunos casos, de la literatura económica profesional): el gobierno instituye una legislación de salario mínimo o aumenta un salario mínimo ya existente y, contrariamente a la advertencia de los economistas, el empleo no cae, sino que incluso permanece estable o aumenta. Se alega que esos datos de empleo refutan la afirmación de que el salario mínimo causa desempleo.
Repito que se ha escrito mucho acerca del estatus epistemológico de las leyes económicas desde un punto de vista austriaco y si los datos de la historia pueden o no anularlas. Lo que decimos ahora, aunque no deje de estar relacionado con esa pregunta más general, es más modesto: el desempleo bajo el régimen de salario mínimo, aunque sea más alto del que había antes de que se impusiera la legislación, habrá sido aún más bajo del que habría habido en un escenario contrafactual en el que no hubiera tenido lugar ningún aumento en el salario mínimo.
O supongamos que leemos que en algún momento en el siglo XIX la mitad del sector textil de Nueva Inglaterra fue destruido en un terrible desastre natural, pero también leemos que el precio de los productos textiles no cambió después de esta catástrofe, no estaríamos justificados en concluir de esta experiencia que la oferta no tiene ningún efecto sobre el precio. Es precisamente porque poseemos una comprensión teórica de los conceptos económicos por lo que sabemos cómo interpretar (o al menos cómo no interpretar) un caso como este. Algún otro factor debe haber compensado el recorte en la oferta para mantener estables los precios. Y sabemos que el precio de los productos textiles fue sin embargo más alto del que el que habría habido si este desastre nos hubiera producido (aquí de nuevo el escenario contrafactual ayuda en el análisis).
Guido Hülsmann (2003, p. 93) ha propuesto que “la ciencia económica, como ciencia, empieza con Frédéric Bastiat, que destacaba la relación contrafactual entre lo que se ve y lo que no se ve en la acción humana”. El propio Bastiat ha sido descrito como un austriaco o protoaustriaco por diversas razones, no siendo la menor su énfasis en lo contrafactual. Un experto en Bastiat resume así su principal aporte metodológico: “En su oficio, los economistas deben basarse en análisis teóricos deductivos (lo que se ve) y no deben basarse en historia ni estadísticas (lo que se ve)” (Thornton 2001, p. 393).
Por supuesto, austriaco o no, cualquiera puede evaluar escenarios contrafactuales. Pero la importancia esencial del escenario contrafactual en la realización de la investigación económica es fundamental para el aparato teórico que informa el pensamiento austriaco. La economía, decía Mies, es la rama mejor desarrollada de la praxeología, la ciencia de la acción humana. La praxeología empieza con el axioma incontestable de que los seres humanos actúan y desarrolla conceptos económicos a la luz de las implicaciones de la acción humana. Una de esas implicaciones de la acción humana es el concepto de coste, que a su vez está íntimamente ligado al análisis contrafactual (Woods 2005, p. 17). Como el cuerpo humano está tan sometido a las limitaciones de la escasez como cualquier otro bien económico, y como estas limitaciones afectan a la capacidad de un actor de llevar a cabo más de una acción en cada momento, toda acción humana implica un coste, que es la acción que es necesario abandonar cuando el actor elige un curso de acción concreto. En otras palabras, cuando un actor realiza a, lo hace a costa de realizar b. Según Mises, el coste “es un elemento en cualquier tipo de acción humana, sean cuales sean las características particulares del caso individual. El coste es el valor de aquellas cosas a las que renuncia el actor para lograr lo que quiere lograr; es el valor que atribuye a la satisfacción deseada más urgentemente entre aquellas satisfacciones que no puede tener porque la ha precedido otra” (Mises 1949, pp. 209–10). Desde el inicio del análisis praxeológico nos enfrentamos por tanto con el hecho aparentemente obvio pero fácil de olvidar de que la acción de elección siempre conlleva algún coste: el siguiente fin más valorado que no se adoptó porque se eligió el más valorado. Como se ha hecho una cosa, no se hizo otra que podría haberse hecho.
Los episodios históricos concretos y su evaluación por los historiadores demuestran el valor de lo contrafactual en el estudio de la historia. Una de las políticas del New Deal que los historiadores han apoyado más constantemente (solo protestando porque no fue lo suficientemente lejos) son los proyectos de obras públicas que se idearon para proporcionar empleo a los parados. La implicación dice que este es un programa con el que todas las personas de buena voluntad pueden estar de acuerdo. Además de crear empleos, estos programas proporcionan un importante estímulo económico tanto en la movilización de recursos como en el dinero que ponen a disposición de los trabajadores previamente desempleados, que ahora podrían estimular la economía a través del gasto que ahora pueden realizar gracias a la renta que recibieron de estos empleos proporcionados por el gobierno.
Aquí es donde queda especialmente clara la importancia de los escenarios contrafactuales. Si a la gente se la gravó con diez millones de dólares para financiar un proyecto público, ahora tienen diez millones de dólares menos para gastar en cosas que necesitaban. Esa disminución en el gasto costará a otras personas sus empleos, ya que los contribuyentes ahora son menos capaces, en torno a los diez millones de dólares tomados de ellos, de continuar con sus patrones previos de consumo. Los economistas John Joseph Wallis y Daniel K. Benjamin (1981, p. 97) han estimado que los trabajos del sector público “creados” por los programas de trabajo del New Deal sencillamente desplazaron o destruyeron en realidad empleos en el sector privado.
Henry Hazlitt invitaba a sus lectores a imaginar el proyecto de un puente. Podemos ver el puente construido y podemos ver a la gente haciendo la construcción. “El argumento del empleo con gasto público se hace vívido y probablemente convincente para la mayoría de la gente”, escribía. “Pero hay otra cosa que no vemos, porque nunca se ha permitido que llegara a existir. Son los empleos destruidos por los diez millones de dólares tomados de los contribuyentes. En el mejor de los casos, lo que ha ocurrido es que ha habido un desvío de empleos debido al proyecto. Más constructores de puentes, pero menos trabajadores del automóvil, técnicos de televisión, trabajadores en textiles, granjeros” (Hazlitt 1946, p. 33).2
La misma existencia del puente, dice Hazlitt, es normalmente bastante como para ganar la discusión “con todos aquellos que no pueden ver más allá del rango inmediato de sus ojos físicos”. Pueden ver el puente, la consecuencia directa del programa, pero no pueden ver las consecuencias indirectas: todas las cosas que nunca llegaron a existir porque los recursos necesarios se desviaron hacia el puente, como “las casas no construidas, los automóviles y lavadoras no fabricados, los vestidos y abrigos no confeccionados, tal vez los alimentos no cultivados ni vendidos”. Alguien que entiende cómo evaluar tanto las consecuencias directas como las indirectas de los programas públicos (lo que se ve y lo que no se ve, la acción que tuvo lugar y las acciones que podrían haber tenido lugar en su lugar) pueden ver estas cosas en los ojos de su imaginación, pero “ver estas cosas no creadas requiere un tipo imaginación que no tiene mucha gente” (Hazlitt 1946, p. 34).
Igualmente, el historiador austriaco sabe que en general estos programas empobrecen a la sociedad y no se limitan, como en un juego de suma cero, a desviar empleos de unas personas a otras o capital de unos proyectos a otros. En el sector privado, los recursos deben emplearse en línea con las preferencias del consumidor si es que los empresarios desean conseguir un beneficio. En caso contrario, obtienen pérdidas y deben, o bien cambiar sus planes de negocio, o bien ver cómo desaparece de su posesión el capital y va a las manos más capaces de aquellos más aptos para prever las demandas de los consumidores y asignar el capital de acuerdo con ellas. Al gobierno le falta este mecanismo esencial de retroalimentación, ya que sus ingresos no provienen de satisfacer a los consumidores sino de los medios coactivos de los impuestos. Sin tener que aprobar el examen de pérdidas y ganancias al que está expuesto siempre el sector privado, nunca puede saber lo relativamente eficiente o destructivamente antieconómico que es su proyecto. ¿Cuánto se necesita de algo, si es que en realidad se necesita en absoluto? ¿Dónde debería ir? ¿Qué materiales deberían usarse? El gobierno no puede responder ni siquiera a estas cuestiones tan básicas de asignación de recursos de una manera que no sea arbitraria, como argumentaba Mises en Burocracia (1944). Por tanto, transferir recursos del sector privado al público implica necesariamente tomar capital de las manos de aquellos que se han mostrado capaces de satisfacer más eficientemente las preferencias demostradas de los consumidores y ponerlo en las manos de una institución que no tiene ninguna manera de conocer las preferencias del consumidor en primer lugar y mucho menos de cómo satisfacerlas con el mínimo coste.
Aunque puede que su importancia para los historiadores no esté tan inmediatamente clara como la de la teoría monetaria austriaca o la del ciclo económico o alguno de los otros ejemplos aquí planteados, los argumentos en el importante artículo de Rothbard (1956) “Hacia una reconstrucción de la economía de la utilidad y del bienestar” siguen siendo relevantes para su disciplina. Rothbard empieza destacando la naturaleza subjetiva del valor y que la utilidad no puede medirse ni compararse entre individuos. No tiene ningún sentido que alguien diga que le gusta su iPod 524,7 veces más de lo que le gusta el cerdo agridulce o que disfruta dando un paseo 3,1 veces más que otra persona. Si el valor es puramente subjetivo, ¿cómo podemos saber objetivamente si un intercambio económico ha mejorado el bienestar de sus participantes? Según Rothbard, estamos justificados al concluir que un intercambio ha hecho mejorar a las personas cuando ambas partes entran voluntariamente en el intercambio. Para empezar, el intercambio no se produciría si cada uno de los participantes no creyera que va a mejorar con él. Un intercambio entre las personas A y B tendrá lugar si A prefiere la naranja de B a su propia manzana, mientras que B prefiere la manzana de A a su propio naranja. Sabemos que cada persona valoraba el bien de otro más que el suyo porque vemos sus preferencias demostradas en la acción, en la forma de su intercambio voluntario de bienes. Este es el concepto de Rothbard de la “preferencia demostrada”.3
Esta idea conlleva consecuencias importantes para la contabilización de la renta nacional (Rothbard 1983, Batemarco 1987). El Producto Interior Bruto se determina en un año concreto sumando las cantidades en dólares del consumo privado, la inversión, el gasto público y las exportaciones netas. Las cifras del PIB normalmente se citan como una especie de resumen del bienestar económico de un país, aunque se reconozca que no son una medición de la prosperidad nacional. Pero si los intercambios voluntarios son los únicos en los que podemos decir con seguridad que han aumentado el bienestar de los participantes, la inclusión de los gastos públicos, que se financian por impuestos, no implican ningún intercambio voluntario, sino coacción, lo que pone en cuestión al PIB como indicador fiable de la prosperidad un país, definido por el bienestar de los consumidores que lo comprenden.
Rothbard sugería que los gastos públicos fueran absolutamente excluidos de la contabilidad de la renta nacional, indicando que el gasto público constituía una depredación, en lugar de una suma, al producto nacional. (“Cualquier persona que crea que hay un desperdicio de más del 50% en el gobierno tendrá que conceder que nuestro supuesto es más realista que el habitual” [Rothbard 1983, p. 296]). En lugar de cifras del PIB, Rothbard proponía lo que llamaba remanente del producto privado (RPP), al que llegaba primero “deduciendo ‘producto’ o ‘renta’ originados en el gobierno y las ‘empresas públicas’ (es decir, el pago de salarios públicos) del Producto Interior Bruto”. Esta cifra es el Producto Privado Bruto, al que Rothbard luego restaba los recursos de la actividad pública drenados del sector privado (es decir, la mayoría de los gastos o facturas públicas) para obtener el remanente del producto privado en manos privadas o RPP (Rothbard 1983, pp. 296-297).
Por tanto, si los economistas quieren una idea del nivel actual de vida estadounidense o si los historiadores quieren descubrir sus fluctuaciones a lo largo del tiempo, ambos grupos obtendrán mejor información calculando el RPP por cabeza que siguiendo al Departamento de Comercio y sus cifras de PIB por cabeza (Batemarco 1987, p. 185).4
Repito que ideas como estas pueden ayudar al historiador austriaco a evitar el tipo de error que historiadores a los que les falta esa formación han sido tan propensos a cometer. Entre los más indignantes está la opinión de que la Segunda Guerra Mundial fue responsable de la prosperidad económica e incluso de sacar a EEUU de la Gran Depresión: una opinión que, si es posible, está incluso más extendida que la convicción de que los proyectos de obras públicas durante el New Deal fueron buenos para la economía. Seymour Melman resumía la visión convencional de la Segunda Guerra Mundial: “La economía estaba produciendo más cañones y más mantequilla. (…) A los americanos nunca les había ido tan bien” (citado en Higgs 2006, p. 68).
Las ideas de la Escuela Austriaca son especialmente útiles en este caso, donde el descuido y la mentira se han combinado para llegar a una conclusión (la guerra nos hace prósperos) tan absurda como extendida. Como hemos visto, los austriacos tienen un interés especial en los escenarios contrafactuales, en este caso: ¿qué habría pasado en ausencia de la guerra? ¿Para qué propósitos podían haberse empleado los recursos pertinentes? Segundo, equipado con el concepto de RPP de Rothbard, el austriaco da un énfasis especial a la salud de la economía privada y quiere desagregar las cifras de contabilización nacional para descubrir el grado en que la supuesta prosperidad era realmente sentida por la persona corriente en lugar de sencillamente por aquellos con relaciones con el gobierno y que se beneficiaban directamente de sus gastos.
El mejor y más sistemático trabajo en esta área corresponde a Robert Higgs (2006). Higgs argumenta que incluso antes de cualquier conocimiento de la teoría, el simple sentido común debería habernos ha advertido que algo estaba gravemente equivocado en los datos oficiales del PIB durante los años de la guerra.
Consideremos que entre 1940 y 1944, el PIB real aumentó en una tasa media anual del 13%: un aceleramiento del crecimiento completamente en desacuerdo con cualquier otro experimentado antes o después. Además, ese extraordinario crecimiento tuvo lugar a pesar de la movilización de unos dieciséis millones de hombres (equivalente al 28,6% de la mano de obra total de 1940) en las fuerzas armadas en algún momento de la guerra y el reemplazo de aquellos trabajadores principalmente por adolescentes, mujeres con poca o ninguna experiencia previa en el mercado laboral y hombres mayores. ¿Es factible que una economía sometida a unas limitaciones de recursos humanos tan severas y repentinamente impuestas pudiera generar una aceleración del crecimiento mucho mayor que cualquier otro en toda su historia? Además, ¿es posible que cuando una gran mayoría de los hombres de servicio volvieron al mercado laboral civil (unos nueve millones de ellos en el año posterior al día de la victoria) mientras millones de sus reemplazos relativamente improductivos de tiempo de guerra dejaban el mercado laboral, la producción económica real cayera en un 22% de 1945 a 1947? (Higgs 2006, p. 105)
No puede haber ninguna contabilidad del producto nacional con sentido sin precios de mercado, pues solo los precios del mercado reflejan intercambios voluntarios dirigidos a mejorar el bienestar de ambas partes. Durante la Segunda Guerra Mundial, por otro lado, EEUU tenía una economía controlada llena de precios distorsionados. “En una economía controlada”, escribe Higgs, “la dificultad contable fundamental es que las autoridades suprimen y remplazan la única manifestación genuinamente con sentido de las valoraciones de la gente, que son los precios del mercado libre” (Higgs 2006, p. 68). Los precios que pagaba el gobierno de EEUU por los bienes y servicios que compraba eran esencialmente arbitrarios, en el sentido de que no se basaban en la decisión al consumidor, como todos los demás precios. Recordando lo que decía Rothbard acerca de las transacciones voluntarias como las únicas de las que podemos estar seguros de que mejoran el bienestar de los consumidores, podemos concluir que cuanto mayor sea el poder coactivo del gobierno sobre la economía, menos sentido tienen sus estadísticas de producción en términos de bienestar del consumidor.
Estas cifras también ocultan el rendimiento de la economía privada, que sufrió un grave revés durante la guerra y solo se recuperó en 1946. Por supuesto, los datos oficiales, por razones relacionadas con nuestro análisis anterior, nos dicen que la economía funcionó muy mal en 1946, un momento en el que sabemos que hubo una gran prosperidad económica: la producción privada aumentó en un 30% solo ese año (con mucho el salto anual más extraordinario en la producción privada en la historia estadounidense). Como sabe un austriaco, ese es un indicador mucho mejor de prosperidad: no cuánto gasta el gobierno, sino cuánto está produciendo la economía civil.
Estos ejemplos dan al lector la idea de las ventajas de un historiador formado en economía austriaca frente a investigadores sin esa base. También revelan que la historia objetiva y la historia informada por la teoría no son categorías mutuamente exclusivas. Mises, que describía la historia sin teoría como imposible, creía que la historia podía ejercerse objetivamente, argumentando que “historiadores extraordinarios” habían conseguido “combinar distanciamiento científico en estudios históricos con partidismo en intereses mundanos” (Mises 1957, p. 301).5 Por tanto, no se trata de que los investigadores imparciales se aproximen a su tema sin usar ninguna teoría en absoluto, sino de que aquellos que quieran abogar una causa concreta no empleen esa teoría sobre todo para reivindicar su causa.
El uso de la teoría en el estudio de documentos históricos no compromete la neutralidad del investigador ante el testimonio histórico. Por el contrario, ninguna historia que merezca la pena leerse puede escribirse si el autor separa su obra completamente de la teoría. La economía austriaca en particular proporciona al historiador un aparato teórico que le equipa con la capacidad para hacer que las estadísticas descarnadas cuenten una historia coherente y precisa.
- 1Vedder y Gallaway (1993) explican la teoría del poder adquisitivo de los salarios con un detalle considerable.
- 2Gracias a Joe Salerno por recordarme el capítulo de Hazlitt sobre programas de empleo.
- 3Hablando estrictamente, queremos decir que en un sentido ex ante el intercambio ha mejorado el bienestar de alguien. Es posible que con el paso del tiempo pueda lamentar el intercambio; también es posible que calculara mal medios y fines, creyendo incorrectamente que el bien o servicio que adquiría en el intercambio le ayudaría a alcanzar algún fin, cuando de hecho descubrió posteriormente que no era apropiado para ese propósito.
- 4El argumento de que los servicios públicos, aunque sean financiados coactivamente, pueden tener todavía algún valor, se plantea y responde en Batemarco (1987, p. 185).
- 5Aun así, Mises sostenía que no era ni reprensible ni una violación de la norma de objetividad de los historiadores mostrar simpatías por su propio partido o nación. “El postulado de la historia científica de abstención de juicios de valor”, sugería, “no se ve infringido por comentarios ocasionales que expresen las preferencias del historiador, si no se ve afectado el propósito general del estudio”. Así que si un historiador, hablando de un general incompetente de su propia nación, dice que el hombre “por desgracia” no estuvo a la altura de su tarea, el escritor “no ha incumplido su deber como historiador”. Igualmente, el historiador “es libre de lamentar la destrucción de las obras maestras del arte griego, siempre que su lamento no influya en su relato de los acontecimientos que produjeron esta destrucción” (Mises 1949, p. 301).