[Extraído de Quarterly Journal of Austrian Economics 19, nº 4 (Invierno 2016): 376-380]
[Concrete Economics: The Hamilton Approach to Economic Growth and Policy · Stephen S. Cohen y J. Bradford DeLong · Cambridge: Harvard Business Review Press, 2016 · xi + 223 páginas]
Cohen y DeLong son economistas muy conocidos, pero acusan a sus compañeros economistas de un exceso de énfasis en la teoría. Acabemos con los modelos que tienen poca relación con la realidad, dicen nuestros autores. Por el contrario, necesitamos sacar una lección sencilla acerca del origen de la economía próspera de EEUU.
¿Cuál es esta lección sencilla?
En las economías con éxito, la política económica ha sido pragmática, no ideológica. Y eso ha pasado en Estados Unidos. Desde su misma creación, Estados Unidos ha aplicado una y otra vez políticas para transformar su economía en una nueva dirección de crecimiento. (…) Estas redirecciones han sido grandes. Y han sido decisiones colectivas. (…) El gobierno señalaba la dirección, despejaba la vía, preparaba el camino y, cuando se necesitaba, proporcionaba los medios. Y luego los empresarios aparecían, innovaban, tomaban riesgos, se beneficiaban y extendían esa nueva dirección por vías que no se habían previsto ni se podían prever.
Los líderes heroicos incluyen, ante todo y sobre todo, a Alexander Hamilton; los sucesores de Hamilton del siglo XIX que continuaron sus políticas de altos aranceles; Teddy Roosevelt y FDR y Dwight Eisenhower. Hamilton, un “gran teórico económico”, estaba a favor de “aranceles altos, gasto elevado en infraestructuras, asunción de la deuda estatal por el gobierno federal [y] un banco central”. La justificación de este ambicioso programa era remodelar la economía “para promocionar la industria (…) el objetivo no era cambiar la nueva y frágil economía hacia su ventaja comparativa, sino más bien cambiar esa ventaja comparativa”.
La política de Hamilton está abierta a una objeción evidente, pero Cohen y DeLong tienen preparado una respuesta. La objeción es que el libre comercio beneficia a todos los que se dedican a él. Si, por el contrario, el gobierno elige “ganadores”, como las industrias a las que desea apoyar, habrá también perdedores. Si es así, ¿no tenemos aquí un caso en el que las preferencias de valor de los políticos han sustituido a los deseos libremente expresados por los consumidores?
Los autores responden de esta manera:
Los libros de texto nos dicen que las operaciones en un sistema de libre comercio producen un juego de suma positiva: todas las partes ganan. Pero en sectores importantes de economías de escala, de aprendizaje y derrames, hay un gran elemento de suma cero para el resultado. Pocos gobiernos, si es que hay alguno, ponen el bienestar del resto del mundo por encima del de sus propios ciudadanos: mi ganancia bien puede ser tu pérdida. (…) En términos de la estructura de producción y empleo, la ganancia de un lado llega a costa del otro, salvo (…) que el otro lado (en este caso Estados Unidos) pueda trasladar sus recursos y personas hacia actividades de un mayor valor añadido, sectores de alto valor en el futuro.
Esta respuesta elude abiertamente la pregunta. Por supuesto, tienen razón en que si un sector subvencionado por el gobierno elimina del negocio a un sector de la competencia de otro país, el sector subvencionado se beneficia y el sector perdedor sufre. Sin embargo, difícilmente se deduce de esto que una política de libre comercio ponga el bienestar del mundo por encima del de sus propios ciudadanos. ¿Por qué las pérdidas del sector no protegido superan a las ganancias de los consumidores del propio país que ahora son capaces de comprar productos más baratos a la empresa extranjera? Por supuesto, si se supone que una economía próspera estará fuertemente industrializada, se puede responder a nuestra pregunta, pero se trata precisamente de esto. ¿Por qué no dejar que el equilibrio entre productos industriales y no industriales se resuelva por los deseos libremente de expresados de los consumidores?
Seguimos sin poder llevar al campo de batalla a Cohen y DeLong. Dicen acerca del “Modelo de Asia Oriental”:
El objetivo era dirigir la inversión hacia sectores que fueran rentables a largo plazo. No es dirigir recursos a sectores que obtengan los mayores beneficios inmediatos para las empresas por alguna serie de precios de libre mercado smithiano. El objetivo es dirigir recursos a sectores que ofrezcan rentabilidad en términos de desarrollo económico.
¿No es el estado avizor capaz de ver en el futuro mejor que los empresarios, despreocupados por el largo plazo debido a la avidez de beneficios actuales? Los lectores más escépticos con respecto al estado que los autores serán perdonados por dudar acerca de esto, más aún cuando los propios autores reconocen problemas en su esquema: “¿Pueden funcionar mal esas políticas? Sí. ¿Pueden esas políticas producir terribles desastres económicos? En muchos casos lo han hecho”.
Incluso si “acertaran” los oteadores de futuras tendencias del estado, desde el punto de vista de la política industrial que defienden nuestros autores se repite la pregunta fundamental. ¿Por qué debería el equilibrio entre producción actual y producción para el futuro estar establecido por cualquier otra cosa que no sean las decisiones de los consumidores? ¿Por qué es “mejor” un mayor énfasis en el futuro del que desean los consumidores? Los autores sugieren que si la economía crece lo suficientemente rápido, los sacrificios del consumo presente serán recompensados por un mayor consumo en el futuro. Sin embargo, aunque tuvieran razón, ¿quiénes son ellos para decir que los sacrificios valen la pena? De nuevo Cohen y DeLong sustituyen sin ninguna justificación sus propios juicios de valor por aquellos de los consumidores del mercado libre.
Sospecho que los autores, si se dignaran leer estos comentarios, responderían con desdén: “Puedes plantear todos los puntos puristas de libre mercado que quieras. ¡Lo que proponemos funciona!” Dicen: “Lo que hacemos ahora es así desde los días de Hamilton, es un hecho que la política económica de éxito de EEUU ha sido pragmática, no ideológica. Ha sido concreta, no abstracta”.
Estados Unidos, bajo la política proindustrial de altos aranceles que apoyan los autores, se convirtió en la economía más próspera del mundo y el éxito de las empresas dirigidas por el estado en china y Asia oriental añade más evidencias. ¿No es simplemente obstinación negar esto?
Este argumento es vulnerable en dos puntos. El primero de ellos resultará familiar para cualquier lector de Bastiat y Hazlitt. Dando por sentado que la economía estadounidense ha obtenido una gran prosperidad, ¿cómo sabemos que la prosperidad no habría sido todavía mayor bajo el régimen de laissez faire que desdeñan nuestros autores? ¿No debemos examinar “lo que no se ve”, igual que “lo que se ve”, como señalaba Bastiat hace mucho tiempo?
¿Nos hemos apresurado en esta respuesta? Los autores podrían habernos respondido de esta manera: “Estados Unidos tuvo muchas oportunidades de compartir lo que W. Arthur Lewis llamaba las economías de asentamiento moderado europeo. Estos otros países (Australia, Argentina, Canadá e incluso Ucrania) se convirtieron en el siglo XIX en grandes graneros y ranchos para la Europa industrial. Pero ninguno de ellos desarrolló la base industrial para convertirse completamente en economías equilibradas de primera categoría a finales del siglo XIX. (…) Cuando las tendencias de precios de materias primas se volvieron contra ellos, perdieron relativamente terreno. Por el contrario, el siglo XX se convirtió en un siglo estadounidense precisamente porque estados unidos en 1880 no era una gigantesca Australia”.
Una vez más nuestros autores han eludido la pregunta. Suponen que, en ausencia de “política industrial”, Estados Unidos habría sido un país en buena parte agrícola. ¿Por qué hay que pensar esto?
La duda es en este caso más que una posibilidad abstracta, del tipo que Cohen y DeLong ven con desdén y plantea la segunda línea ataque que puede dirigirse contra su argumento de que “funciona”. Hay pocas razones para pensar que las políticas hamiltonianas llevaron a la prosperidad estadounidense. Es verdad que los aranceles fueron a menudo altos y que los gobiernos del siglo XIX favorecieron las mejoras internas. Pero los aranceles eran virtualmente la única fuente de ingresos del gobierno y el tamaño y ámbito del gobierno eran minúsculos en comparación con el hinchado estado actual. ¿Por qué no atribuir el éxito de la economía estadounidense a la relativa libertad de la economía en lugar de a la política industrial? Apelar a lo “concreto” no supone nada: los hechos sin teoría están ciegos. La cuestión se hace todavía más acuciante cuando se considera que los autores consideran como un caso de intervención estatal de éxito que el gobierno hiciera disponibles terrenos a través de la Ley de Ocupación de 1862. El hecho de que el gobierno hiciera muy fácil adquirir propiedades, en lugar de vender tierra por subasta al máximo postor, se considera de alguna manera como un triunfo de la política estatal. Si se califica a una forma de privatizar terrenos un ejemplo de supervisión estatal de la economía, la defensa del control estatal de la economía es fácil hacer. Sin embargo, para los lectores que no compartan los sesgos de Cohen y DeLong, su procedimiento a equivaldría a llamar negro a lo blanco.