[Publicado originalmente en The Free Market 14, nº 9 (septiembre de 1996)]
En un sistema educativo financiado por el estado, las malas ideas viven más tiempo que en un mercado libre. Esa es la mejor explicación para la capacidad de permanencia de los dos errores opuestos de nuestro tiempo: el nihilismo y la casi omnisciencia en las ciencias sociales.
El nihilismo aparece en forma de posmodernismo, un pretencioso cuerpo de palabrería académica que ha invadido casi todos los campos universitarios a lo largo de los últimos quince años. Los estudiantes lo desprecian y las buenas facultades lo temen, mientras que los padres que pagan las matrículas no saben prácticamente nada de él.
Aun así, año tras año, el posmodernismo crece como un cáncer, incluso dentro de la economía. Sus filas están llenas de arribistas en busca de plazas fijas, promociones y estabilidad financiera a costa del contribuyente. Si atacas lo suficiente la lógica y los valores tradicionales y expones tu argumentación con pasmosas complejidades teñidas de política izquierdista, acabarás obteniendo el respeto de tus colegas.
Clase tras clase, el mensaje posmoderno es el mismo: lo que llamamos verdad es completamente subjetivo, lo que llamamos ciencia es únicamente el consenso profesional momentáneo y lo que llamamos realidad es una ficción construida para tranquilizar tu necesidad psicológica de orden en el universo.
La política posmoderna es socialista igualitaria y a sus exponentes no les avergüenza de este hecho. ¿No ha fracasado el socialismo en la realidad? Claro. Pero la pregunta implica que podemos aprender algo de la realidad o que esta existe en absoluto, proposiciones que los postmodernistas se inclinan por negar.
Murray N. Rothbard se metió con ellos hace algunos años en un magnífico artículo titulado “La invasión hermenéutica de la filosofía y la economía”. Esta gente merece “desdén y rechazó”, decía. “Por desgracia, no reciben a menudo ese trato en un mundo en el que demasiados intelectuales parecen haber perdido su capacidad innata de detectar disparates pretenciosos”.
El problema es que los postmodernistas son objetivos en movimiento y por tanto inmunes a la refutación. Por ejemplo, ningún postmodernista admite ser un relativista. Para ellos, todos los críticos les han entendido mal, todos los reseñadores negativos han leído mal el texto y todos los opositores están cegados por la mala voluntad. Nada es seguro, dicen, salvo que ellos tienen razón y todos los demás se equivocan.
¿Cómo tratar con ellos? Si las refutaciones no funcionan, siempre está la burla. Por ejemplo, Schopenhauer una vez llamó a Hegel “un cabezota, insípido, nauseabundo e iletrado charlatán que llegó a la cumbre de la audacia al garabatear y servir tonterías y chaladuras incomprensibles”. Pero su comentario no consiguió mantener a raya a los hegelianos.
¿Qué hacer entonces? Con un golpe de ingenio, un físico llamado Alan Sokal, de la Universidad de Nueva York, escribió una parodia de un tratado posmoderno. Reunió las citas más absurdas del panteón posmoderno, pasando de la física cuántica al feminismo y los males del capitalismo y concluyendo que la “’realidad’ física es en el fondo un constructo social lingüístico”.
Sokal envió su trabajo a una revista prestigiosa llamada Social Text, el buque insignia del postmodernismo. Siete editores lo evaluaron e insistieron en que apareciera en su siguiente número. Cuando lo hizo, Sokal reveló el engaño en Lingua Franca y fue una sensación inmediata.
Los editores de Social Text protestaron por el fraude, sin darse cuenta de que Sokal no lo había cometido, sino que lo había destapado. El editor Andrew Ross dijo a Katha Pollitt, de The Nation, que Sokal podría haber escrito su artículo seriamente y solo ahora afirmaba que era una parodia. Pero los hartos estudiantes y académicos de todo el mundo alabaron a Sokal con un equivalente académico a un desfile con confeti.
Sin embargo, tristemente, no hemos acabado con el posmodernismo. Persistirá, como el propio socialismo, mientras los intelectuales encuentren rentable este sinsentido, tengan audiencias cautivas para su mensaje destructivo y la lógica sea denunciada cómo reaccionaría.
Lo mismo pasa con el segundo gran error de nuestro tiempo, un problema especial dentro de la economía: los brujos matemáticos que afirman ser capaces de predecir el futuro. En el Congreso, este error se muestra en la forma de proyecciones presupuestarias y estimaciones de productividad. Los practicantes muestran sus supercomputadoras de la misma manera en que los levantadores olímpicos de peso flexionan sus músculos y luego amañan sus cifras hasta que los políticos están contentos.
Pero toda previsión del gobierno es notablemente incorrecta. Como señalaba Rothbard, los gobiernos “parecen tener grandes dificultades para prever sus propios gastos y mucho más sus propios ingresos y no digamos las rentas o gastos de todos los demás”. El resultado de la previsión económica del gobierno es una historia de divertidas planchas y errores, lo que por alguna razón no detiene a los quiromantes de Washington.
En la universidad, el problema es más complejo. Desde la década de 1950, los positivistas rechazaron la idea de que la economía siguiera una lógica de causa y efecto. Por ejemplo, en los viejos tiempos todos sabían que los controles de rentas llevarían una escasez de vivienda. Sin embargo, bajo el positivismo, esta proposición tenía que “probarse” correlacionando datos históricos, haciendo así que todas las afirmaciones estuvieran sometidas a una eterna revisión.
“Ciencia es predicción”, decía el lema de la sociedad econométrica, pero nadie decía que la prohibición tuviera que ser correcta. Raramente lo es. La economía trata con personas reales que actúan y deciden de maneras que nunca pueden conocerse por adelantado. Si los economistas pudieran realmente predecir el futuro no estarían dando clases: estarían ganando miles de millones en futuros bursátiles.
Negar las leyes económicas puede tener consecuencias políticas terribles. Cuando dos economistas de izquierda dijeron recientemente que aumentar el salario mínimo puede hacer que aumenten los salarios en general, deberían haber sido ignorados. El salario mínimo es un tope inferior en los precios: siempre mandará algunas personas fuera del mercado del empleo debido a su precio. Pero con el positivismo toda afirmación basada en “datos”, reales o imaginarios, debe tomarse en serio.
Este absurdo estudio fue luego citado para demostrar que al menos algunos economistas creen que salario mínimo es bueno. Pero no podemos decir realmente qué es verdad. Tenemos que realizar el experimento en todo el conjunto de la nación. Y eso hizo el Congreso: aumentó el salario mínimo.
La manera de responder al estatismo disfrazado de ciencia matemática no es con supercomputadoras que demuestren que los mercados libres producirán mejores resultados. Ese es el juego al que quiere que juguemos la izquierda. Todo se reduce así a nuestra palabra contra la suya, nuestros supuestos contra los suyos y los políticos arbitran la diferencia.
Ludwig von Mises denunció los errores propios de la pseudociencia de la previsión económica. Las computadoras no pueden predecir el futuro, igual que los horóscopos y las cartas del tarot. Lo que sabemos acerca de cómo será mañana se basa en lo que sabemos acerca de causa y efecto en general.
Si el gobierno adopta medidas con las que se entromete en la economía, seremos más pobres. Demostrar esta verdad a través de la lógica y el ejemplo constituye un alegato más poderoso que un programa econométrico que falla más a menudo de lo que acierta. Esta estrategia también tiene la ventaja natural de ser dura, honrada y verdadera.
Los dos grandes errores de nuestra época son imágenes opuestas: no podemos saber nada acerca de la realidad (posmodernismo) y sabemos todo acerca de la realidad (previsión positivista). La única gran verdad es que la sociedad está limitada por leyes inalterables y universales de causa y efecto. Conocer esas leyes y aplicarlas es la esencia de la economía.
La vida intelectual estadounidense se ha visto envenenada salvo por los académicos que niegan esto. Pero por una vez podemos conformarnos con una versión de una buena predicción de Keynes: a largo plazo, todos estarán jubilados.