Cualquier intento de igualar riqueza o renta mediante redistribución forzosa solo debe tender a destruir la riqueza y la renta. Históricamente, lo más que han conseguido los supuestos igualadores ha sido igualar a la baja. Esto ha sido incluso descrito cáusticamente como su intención. «Vuestros niveladores», dijo Samuel Johnson a mediados del siglo XVIII, «quieren nivelar a la baja hasta donde estén ellos; pero no pueden conseguir nivelar al alza hasta donde están ellos».
Y en nuestros días encontramos incluso a un eminente liberal como el veterano juez Holmes escribiendo: «No tengo ningún respeto por la pasión por la igualdad, que me parece simplemente idealizar la envidia».1
Al menos un puñado de escritores ha empezado a reconocer explícitamente que el papel omnipresente desempeñado por la envidia o el temor a la envidia en la vida y en el pensamiento político contemporáneo. En 1966, Helmut Schoeck, profesor de sociología en la Universidad de Mainz, dedicó un libro erudito y agudo al tema, al cual probablemente se deba la mayoría de la explicación que va a continuación.2
Puede haber pocas dudas de que muchos igualitaristas están motivados, al menos parcialmente, por la envidia, mientras que otros están motivados, no tanto por una envidia propia, sino por el miedo a la misma en otros y quieren apaciguarla o satisfacerla. Pero este último intento está condenado a ser inútil. Casi nadie está completamente satisfecho con su estatus en relación con sus compañeros.
En el envidioso, la sed de progreso social es insaciable. Tan pronto como han subido un peldaño en la escalera social o económica, sus ojos se fijan en el siguiente. Envidian a quienes están más arriba, no importa por qué poco. De hecho, es más probable que envidien a sus amigos o vecinos cercanos, que están solo un poco mejor, que a las celebridades o millonarios que están incomparablemente mejor. La posición de estos últimos parece inalcanzable, pero del vecino que tiene solo una mínima ventaja tienen la tentación de pensar: «Debería estar casi en su lugar».
Además, el envidioso es más probable que se aplaque al ver a otros privados de alguna ventaja que obteniéndola para sí mismo. No es lo que les falta lo que más les preocupa, sino lo que tienen otros. El envidioso no está satisfecho con la igualdad; anhelan secretamente superioridad y revancha. Se dice que en la Revolución Francesa de 1848, una mujer carbonera había comentado a una dama ricamente vestida: «Si, señora, todo va a ser ahora igual: yo vestiré sedas y usted llevará el carbón».
La envidia es implacable. Las concesiones solo agudizan su apetito de más concesiones. Como escribe Schoeck: «La envidia del hombre es más intensa cuando todos son casi iguales; sus demandas de redistribución son más ruidosas cuando no hay prácticamente nada a redistribuir».3
(Por supuesto, deberíamos distinguir siempre la envidia meramente negativa que se queja de las ventajas de otros, de la ambición positiva que lleva a los hombres a la emulación activa, la competencia y el esfuerzo creativo propio).
Pero la acusación de envidia o incluso del miedo a la envidia de otros, como el motivo dominante para cualquier propuesta de redistribución es muy grave de plantear y difícil si no imposible de probar. Además, los motivos para realizar una propuesta, aunque sean verificables, son irrelevantes para sus propios merecimientos.
No obstante, podemos aplicar ciertas pruebas objetivas. A veces el motivo de apaciguar la envidia de otra gente se declara abiertamente. Los socialistas a menudo hablarán como si alguna forma de indigencia magníficamente igualada fuera preferible a una plenitud «mal distribuida». Se deplorará una renta nacional que está creciendo rápidamente en términos absolutos para prácticamente todos porque está haciendo más ricos a los ricos. Un principio implícito y a veces declarado de los líderes del Partido Laborista británico después de la Segunda Guerra Mundial era que «Nadie debería tener lo que no puedan tener todos».
Pero la principal prueba objetiva de una propuesta social no es simplemente si enfatiza la igualdad más que la abundancia, sino si va más allá e intenta promover la igualdad a expensas de la abundancia. ¿La medida propuesta pretende principalmente ayudar a los pobres o penalizar a los ricos? ¿Y realmente penalizará a los ricos a costa de dañar también a todos los demás?
Este es el efecto real de los impuestos de la renta altamente progresivos y los impuestos confiscatorios a la herencia. No solo son contraproducentes fiscalmente (produciendo menos ingresos de los tramos más altos de los que habrían producido tipos más bajos), sino que desaniman o confiscan la acumulación de capital y la inversión que habría aumentado la productividad nacional y los salarios reales. La mayoría de los fondos confiscados se disipan luego por el gobierno en gastos de consumo corriente. El efecto de esos tipos fiscales, por supuesto, es dejar peor a los trabajadores pobres de lo que habrían estado en otro caso.
Cómo producir una revolución
Hay economistas que admitirían todo esto, pero responderían que sin embargo es políticamente necesario imponer esos impuestos casi confiscatorios o aprobar medidas redistributivas similares, para aplacar a los insatisfechos y los envidiosos (en realidad, para impedir una verdadera revolución).
Este argumento es contrario a la verdad. El efecto de tratar de apaciguar la envidia es provocar más.
La teoría más popular de la Revolución Francesa que se produjo debido a que la condición económica de las masas estaba emporando cada vez más, mientras el rey y la aristocracia permanecían completamente ciegos a ello. Tocqueville, uno de los más agudos observadores sociales e historiadores de su tiempo, planteó una explicación completamente opuesta- Dejadme que la exponga resumida por un eminente comentarista francés en 1899:
He aquí la teoría inventada por Tocqueville (…) Cuanto más ligero es el yugo, más insoportable parece; lo que exaspera no es la carga aplastante sino el impedimento; lo que inspira la revuelta no es la opresión sino la humillación. Los franceses de 1789 se enfurecieron contra los nobles porque eran casi iguales a los nobles; es la ligera diferencia lo que puede apreciarse y lo que importa es lo que puede apreciarse. La clase media de mediados del siglo XVIII era rica, en disposición de cubrir casi cualquier empleo, casi tan poderosa como la nobleza. Estaba exasperada por este «casi» y estimulada por la proximidad de su objetivo; la impaciencia siempre la provocan los últimos pasos.4
He citado este pasaje porque no encuentro la teoría expresada en esta forma tan condensada en el propio Tocqueville. Aun así, este es esencialmente el tema de su El Antiguo Régimen y la Revolución y la impresionante documentación de los hechos presentada para apoyarlo. He aquí un pasaje típico:
Es un hecho singular que esta prosperidad constantemente creciente, lejos de tranquilizar a la población, promovió en todas partes un espíritu de inquietud. El público general se hizo cada vez más hostil a toda institución antigua, cada vez más descontento; de hecho era cada vez más evidente que la nación se dirigía a una revolución (…)
Así que fue precisamente en aquellas partes de Francia en las que había habido más mejoras donde el descontento popular fue mayor. Esto puede parecer ilógico, pero la historia está llena de esas paradojas. Pues no es siempre cuando las cosas van de mal en peor cuando estallan las revoluciones. Por el contrario, ocurre a menudo que cuando un pueblo que ha aguantado un gobierno opresivo durante un periodo largo de tiempo sin protestar encuentra de repente que el gobierno relaja su presión, se levanta en armas contra él. Así que el orden social eliminado por una revolución es casi siempre mejor que el que le precedió inmediatamente y la experiencia nos enseña que, en general, el momento más peligroso para un mal gobierno es uno en que parece enderezar su rumbo. Solo un arte consumado de gobernar puede permitir a un rey salvar su trono cuando después de un largo gobierno opresivo trata de mejorar el destino de sus súbditos. Soportada pacientemente al parecer irreparable, una queja llega a parecer intolerable una vez que la posibilidad de eliminarla cruza las mentes de los hombres. Pues el mero hecho de que ciertos abusos se hayan resuelto dirige la atención a los demás y ahora parecen más molestos; el pueblo puede sufrir menos, pero su sensibilidad se ha exacerbado (…)
En 1780 ya no podía decirse que Francia estuviera en decadencia; por el contrario parecía que no podía haber límite en su progreso. Y fue entonces cuando las teorías del perfeccionamiento del hombre y su continuo progreso se pusieron de moda. Veinte años antes no había habido ninguna esperanza para el futuro; en 1780 no se sentía ninguna preocupación por él. Deslumbrado por la perspectiva de una felicidad no soñada hasta entonces y ahora a su alcance, el pueblo estaba ciego a la misma mejora que había tenido lugar y ansiaba precipitar los acontecimientos.5
Las expresiones de simpatía que vinieron de la clase privilegiada solo agravaron la situación:
Los mismos hombres que tenían más que temer de la ira de las masas no tuvieron escrúpulos en condenar la brutal injusticia con la que habían sido siempre tratadas. Dirigieron la atención a los monstruosos vicios de las instituciones que aplastaban más duramente al pueblo común y se dedicaron a descripciones distorsionadas de las condiciones de vida de la clase trabajadora y los salarios de hambre que percibía. Y así al defender la causa de los no privilegiados les hicieron agudamente conscientes de sus males.6
Tocqueville continuaba citando por extensor las recriminaciones mutuas del rey, los nobles y el parlamento al acusarse unos a otros de las miserias del pueblo. Leerlo hoy es tener la extraña sensación de que están plagiando la retórica de los liberales de limusina de nuestros días.
Todo esto no significa que debamos dudar en tomar cualquier medida verdaderamente calculada para aliviar la dureza y reducir la pobreza. Lo que significa es que nunca deberíamos tomar medidas gubernamentales solamente para el fin de tratar de aplacar al envidioso o apaciguar a los agitadores o evitar una revolución. Esas medidas, que delatan una debilidad y una conciencia culpable, solo llevarían a demandas de mayor alcance e incluso ruinosas. Un gobierno que paga el chantaje social precipitará las mismas consecuencias que teme.
- 1M. de Wolfe Howe, ed., The Correspondence of Mr. Justice Homes and Harold J. Laski, 2 vol., Cambridge, Mass., 1953. De Holmes a Laski, 12 de mayo de 1927, p.942.
- 2Helmut Schoeck, Envy, English tr., Harcourt, Brace & World, 1969. [La envidia y la sociedad(Madrid: Unión Editorial, 1999)]
- 3Ibíd., p. 303.
- 4Emile Faguet, Politicians and Moralists of the Nineteenth Century, Boston: Little, Brown; 1928, p.93.
- 5Alexis de Tocqueville, The Old Regime and the French Revolution, Doubleday Anchor Books, 1955, pp. 175-177. [El Antiguo Régimen y la Revolución].
- 6Ibíd., p.180.