[The Anti-Capitalistic Mentality (1956)]
El mercado de los productos literarios
El capitalismo proporciona a muchos la oportunidad de mostrar iniciativa. Mientras que la rigidez de una sociedad de estatus conlleva para todos la invariable repetición de la rutina y no tolera ninguna desviación de los patrones tradicionales de conducta, el capitalismo anima al innovador. El beneficio es el premio para una desviación con éxito de las formas habituales de proceder; la pérdida es la sanción para quienes se aferran tercamente a métodos obsoletos. El individuo es libre de demostrar que puede hacerlo mejor que cualquier otra persona.
Sin embargo, esta libertad del individuo está limitada. Es producto de la democracia del mercado y por tanto depende de la apreciación de los logros del individuo por parte de los consumidores soberanos. Lo que se paga en el mercado no es el buen rendimiento como tal, sino el rendimiento reconocido como un bien por un número suficiente de clientes. Si el público comprador es demasiado torpe como para apreciar apropiadamente el valor de un producto, por muy excelente que sea, todos los problemas y desembolsos se habrán gastado en vano.
El capitalismo es esencialmente un sistema de producción masiva para la satisfacción de las necesidades de las masas. Derrama el cuerno de la abundancia sobre el hombre común. Ha aumentado el nivel de vida medio a niveles nunca soñados en épocas anteriores. Ha hecho accesibles a millones de personas placeres que hace unas pocas generaciones solo estaban al alcance de una pequeña élite.
El principal ejemplo lo ofrece la evolución de un amplio mercado de todo tipo de literatura. La literatura (en el más amplio sentido del término) es hoy un producto que consumen millones. Leen periódicos, revistas y libros, escuchan la radio y llenan los cines. Autores, productores y actores que atienden los deseos del público ganan cantidades considerables. Dentro del marco de la división social del trabajo ha aparecido una nueva subdivisión, la especie de los literatos, es decir, gente que vive de escribir. Estos autores venden sus servicios o el producto de su trabajo en el mercado, igual que todos los demás especialistas venden sus servicios o sus productos. Están en su condición de escritores firmemente integrados en el cuerpo corporativo de la sociedad de mercado.
En las eras precapitalistas, escribir era un arte no remunerado. Los herreros y zapateros podían ganarse la vida, pero los autores no. Escribir era un arte liberal, una afición, pero no una profesión. Era un trabajo noble para ricos, reyes, grandezas y estadistas, para patricios y otros caballeros con medios independientes. Se practicaba en tiempo libre por parte de obispos y monjes, profesores universitarios y soldados. El hombre sin dinero con un impulso irresistible por escribir tenía que asegurarse antes alguna fuente de ingreso distinta de la autoría. Spinoza fabricaba lentes. Los dos Mill, padre e hijo, trabajaban en las oficinas londinenses de la Compañía de las Indias orientales. Pero la mayoría de los autores pobres vivían de la generosidad de los amigos ricos de las artes y las ciencias. Reyes y príncipes rivalizaban en patrocinar poetas y escritores. Las cortes eran los asilos de la literatura.
Es un hecho histórico que este sistema de patrocinio concedía a los autores plena libertad de expresión. Los patrocinadores no se aventuraban a imponer a sus protegidos su propia filosofía y sus propios patrones de gusto y ética. A menudo estaban dispuestos a protegerlos contra las autoridades eclesiásticas. Al menos para un autor era posible encontrar refugio en una corte rival si una o varias cortes le habían vetado.
Sin embargo, la visión de filósofos, historiadores y poetas moviéndose en medio de cortesanos y dependiendo de la gracia de un déspota no es muy edificante. Los antiguos liberales alababan la evolución de un mercado para productos literarios como una parte esencial del proceso que emancipaba a los hombres de la tutela de reyes y aristócratas. Por tanto, pensaban, el juicio de las clases educadas será supremo. ¡Qué maravillosa perspectiva! Parecía nacer un nuevo florecimiento.
El éxito en el mercado de los libros
Sin embargo hay algunos defectos en este cuadro.
La literatura no es conformismo, sino disenso. Los autores que se limitan a repetir lo que todos aprueban o quieren oír no son importantes. Lo único que cuenta es el innovador, el disidente, el heraldo de cosas nunca oídas, el hombre que rechaza los patrones tradicionales y busca sustituir los viejos valores e ideas por otros nuevos. Es necesariamente antiautoritario y antigubernamental, irreconciliablemente opuesto a la inmensa mayoría de sus contemporáneos. Es precisamente el autor cuyos libros no compra la mayoría del público.
Sea lo que sea lo que uno pueda pensar acerca de Marx y Nietzsche, nadie puede negar que su éxito póstumo haya sido abrumador. Aún así ambos hubieran muerto de hambre si no hubieran tenido otras fuentes de ingresos que sus derechos de autor. El disidente y el innovador tienen poco que esperar de la venta de sus libros en el mercado normal.
El potentado en el mercado del libro es el autor de ficción para las masas. Sería erróneo suponer que estos compradores siempre prefieran los libros malos a los buenos. Les falta criterio y por tanto están dispuestos a absorber a veces incluso libros buenos. Es verdad que la mayoría de las novelas que obras que se publican hoy son mera basura. No puede esperarse otra cosa cuando se escriben miles de libros al año.
Aún así, puede que nuestra era sea calificada algún día como la del florecimiento de la literatura con que solo uno de cada mil libros publicados resulte ser igual a los grandes libros del pasado.
A muchos críticos les encanta acusar al capitalismo de los que llaman la decadencia de la literatura. Tal vez deberían más bien inculpar a su propia incapacidad de separar el grano de la paja. ¿Son más agudos de lo que eran sus predecesores hace cien años? Hoy, por ejemplo, todos los críticos colman de elogios a Stendhal. Pero cuando murió Stendhal en 1842, era oscuro e incomprendido.
El capitalismo puede hacer a las masas tan prósperas como para comprar libros y revistas. Pero no puede imbuirles el criterio de Mecenas o Cangrande della Scala. No es culpa del capitalismo que el hombre común no aprecie los libros no comunes.