«Prácticamente cada individuo tiene alguna ventaja sobre todos los demás porque posee información única de la cual se podría hacer un uso beneficioso». [Septiembre de 1945]
¿Cuál es el problema que queremos resolver cuando tratamos de construir un orden económico racional? Basándose en ciertos supuestos comunes, la respuesta es bastante simple. Si poseemos toda la información pertinente y podemos partir de un sistema dado de preferencia contando con un completo conocimiento de los medios disponibles, el problema que queda es puramente de lógica. En otras palabras, la respuesta a la pregunta referente al mejor uso de los medios disponibles se encuentra implícita en nuestros supuestos. Las condiciones que debe satisfacer la solución de este problema óptimo han sido detalladamente elaboradas y pueden ser mejor establecidas en forma matemática: expresadas brevemente, las tasas marginales de substitución entre dos bienes o factores cualesquiera deben ser iguales en todos sus usos diferentes.
Sin embargo, éste decididamente no es el problema económico que enfrenta la sociedad. Y el cálculo económico que hemos desarrollado para resolver este problema lógico, a pesar de ser un paso importante hacia la solución del problema económico de la sociedad, aún no proporciona una respuesta a éste. Esto se debe a que los «datos» referentes a toda la sociedad a partir de los cuales se origina el cálculo económico no son nunca «dados» a una sola mente de modo que pueda deducir sus consecuencias y nunca, tampoco, pueden serlo.
El carácter peculiar del problema de un orden económico racional está determinado precisamente por el hecho de que el conocimiento de las circunstancias que debemos utilizar no se encuentra nunca concentrado ni integrado, sino únicamente como elementos dispersos de conocimiento incompleto y frecuentemente contradictorio en poder de los diferentes individuos. De este modo, el problema económico de la sociedad no es simplemente un problema de asignación de recursos «dados» —si «dados» quiere decir dados a una sola mente que deliberadamente resuelve el problema planteado por estos «datos»—. Se trata más bien de un problema referente a cómo lograr el mejor uso de los recursos conocidos por los miembros de la sociedad, para fines cuya importancia relativa sólo ellos conocen. O, expresado brevemente, es un problema de la utilización del conocimiento que no es dado a nadie en su totalidad.
Temo que muchos de los últimos avances de la teoría económica han más bien oscurecido en vez de aclarado este carácter del problema fundamental, cosa que ocurre especialmente en el caso de muchos de los usos que se han hecho de las matemáticas. A pesar de que el problema que quiero tratar principalmente en este documento es el de la organización económica racional, me referiré frecuentemente a sus estrechas relaciones con ciertos problemas metodológicos. Muchas de las observaciones que quiero hacer son en realidad conclusiones a las que han convergido en forma inesperada diversas líneas de razonamiento. Pero, según veo ahora los problemas, esto no es accidental. Me parece que muchos de los debates actuales sobre la teoría y la política económica tienen su origen común en una mala interpretación de la naturaleza del problema económico de la sociedad. A su vez, esta mala interpretación se debe a una transferencia equivocada a los fenómenos sociales de los hábitos de pensamiento que hemos desarrollado al ocuparnos de los fenómenos de la naturaleza.
II
En lenguaje corriente, usamos el término «planificación» para describir el conjunto de decisiones interrelacionadas relativas a la asignación de nuestros recursos disponibles. En este sentido, toda actividad económica es planificación, y en toda sociedad en la que participen muchas personas, esta planificación, quienquiera que la realice, tendrá que basarse en alguna medida en conocimiento que no es dado al planificador sino que a otras personas cualesquiera y, que de algún modo, deberá ser comunicado a éste. Las diversas formas en que la gente adquiere el conocimiento en que basa sus planes constituye el problema más importante para toda teoría que investiga el proceso económico. Y el problema de determinar cuál es la mejor forma de utilizar el conocimiento inicialmente disperso entre todos los individuos constituye, a lo menos, uno de los principales problemas de la política económica, o del diseño de un sistema económico eficiente.
La respuesta a esta pregunta está íntimamente relacionada con la otra que surge aquí, aquella referente a quién se encargará de la planificación. Es en torno a esta última que gira todo el debate sobre la «planificación económica». No se trata de determinar si debe haber o no planificación, sino más bien si la planificación debe ser efectuada en forma centralizada, por una autoridad para todo el sistema económico, o si ésta debe ser dividida entre muchos individuos. En el sentido específico en que se usa el término planificación actualmente, éste significa necesariamente planificación central, es decir, la dirección de todo el sistema económico conforme a un plan unificado. Por otra parte, competencia significa planificación descentralizada realizada por muchas personas diferentes. El punto intermedio entre ambos, acerca del que muchos hablan pero que a pocos les gusta cuando lo ven, es la delegación de la planificación a industrias organizadas o, en otras palabras, a monopolios.
El grado de eficiencia de estos sistemas depende principalmente del más completo uso del conocimiento existente que podamos esperar de ellos. A su vez, esto depende del éxito que podamos tener en poner a disposición de una autoridad central todo el conocimiento que se debe usar, pero que inicialmente se encuentra disperso entre muchos individuos diferentes, o en comunicar a los individuos el conocimiento adicional que necesitan para armonizar sus planes con los de los demás.
III
Con respecto a este punto, es inmediatamente evidente que la posición será diferente con respecto a los diversos tipos de conocimiento. Por lo tanto, la respuesta a nuestra pregunta se orienta principalmente hacia la importancia relativa de los diferentes tipos de conocimiento: aquellos que es más probable que se encuentren a disposición de individuos particulares y aquellos que deberíamos esperar encontrar con mayor seguridad en poder de una autoridad constituida por expertos debidamente seleccionados. El hecho de que en la actualidad se dé generalmente por sentado que los últimos están en una mejor posición se debe a que un tipo de conocimiento, especialmente el conocimiento científico, ocupa ahora un lugar tan prominente en la imaginación pública que tendemos a olvidar que no es el único tipo de conocimiento pertinente. Se puede admitir que en lo que respecta al conocimiento científico, un cuerpo de expertos debidamente seleccionados puede estar en mejor posición para dominar todo el mejor conocimiento disponible, a pesar de que esto signifique naturalmente trasladar la dificultad al problema de seleccionar los expertos. Lo que quiero dejar en claro es que, incluso suponiendo que este problema pueda ser fácilmente resuelto, constituye sólo una pequeña parte del problema más amplio.
Hoy en día, es prácticamente una herejía sugerir que el conocimiento científico no es la suma de todo el conocimiento. Pero una pequeña reflexión demostrará que sin duda existe un conjunto de conocimientos muy importantes pero desorganizados que no puede llamarse científico en el sentido del conocimiento de reglas generales: el conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y lugar. Es con respecto a éste que prácticamente cualquier individuo tiene cierta ventaja sobre los demás, dado que posee cierta información única que puede usarse beneficiosamente, pero sólo si se dejan a él las decisiones dependiendo de dicha información o éstas son tomadas con su activa cooperación. Basta con recordar todo lo que tenemos que aprender en cualquier ocupación después de haber terminado el entrenamiento teórico, la parte importante de nuestra vida de trabajo que pasamos aprendiendo tareas específicas, y lo valioso que es en todos los ámbitos de la vida el conocimiento de las personas, condiciones locales y circunstancias específicas. El conocer y poner en uso una máquina que no es completamente empleada, aprovechar la experiencia de alguien que puede ser mejor utilizada, o tener conocimiento de artículos sobrantes que pueden aprovecharse durante una interrupción del abastecimiento es socialmente tan útil como el conocimiento de mejores técnicas alternativas. El embarcador que se gana la vida aprovechando los viajes de barcos que de otra manera irían vacíos o prácticamente vacíos, el corredor de propiedades cuyo conocimiento con frecuencia se reduce al conocimiento de oportunidades temporales, o el intermediario que saca ventajas de las diferencias locales de los precios de los productos, todos ellos realizan funciones eminentemente útiles basadas en el conocimiento especial de las circunstancias del momento que otros no poseen.
Es curioso que en la actualidad se mire en general a esta clase de conocimientos con cierto desprecio y se considere que alguien ha actuado casi escandalosamente cuando haciendo uso de este conocimiento obtiene ventajas sobre otro que posee conocimientos técnicos o teóricos. El hecho de sacar ventaja de un mejor conocimiento de los medios de comunicación o de transporte es considerado a veces como algo casi deshonesto, a pesar de que es tan importante que la sociedad haga uso de las mejores oportunidades en este aspecto como de los últimos descubrimientos científicos. Este prejuicio ha influido considerablemente en la actitud con respecto al comercio en general comparado con la producción. Incluso los economistas que se consideran inmunes a las burdas falacias materialistas del pasado cometen de forma constante el mismo error en lo concerniente a las actividades relativas a la adquisición de dicho conocimiento práctico, aparentemente porque en su esquema de las cosas todo este conocimiento se supone «dado». En la actualidad, por lo general, parece pensarse que todo este conocimiento debiera encontrarse con frecuencia disponible para cualquier persona, y el calificativo de irracional usado en contra del orden económico existente se debe a menudo a que este conocimiento no se encuentra así disponible. Este punto de vista no considera el hecho de que el método mediante el cual este conocimiento puede ponerse a disposición del mayor número de personas posibles constituye en rigor el problema preciso que tenemos que resolver.
IV
Si ahora está de moda minimizar la importancia del conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y lugar, esto está íntimamente relacionado con la menor importancia que se concede al cambio en sí. En realidad, son pocos los puntos en que los supuestos (en general sólo implícitos) de los «planificadores» difieren tanto de los de sus opositores como en lo referente a la importancia y frecuencia de los cambios que harán necesaria la realización de importantes modificaciones en los planes de producción. Naturalmente, si fuera posible trazar de antemano planes económicos detallados para períodos bastante largos que fueran con estrictez cumplidos de manera que no fuera necesario tomar nuevas decisiones económicas de importancia, la tarea de elaborar un plan general que abarcara toda la actividad económica sería mucho menos difícil.
Tal vez vale la pena recalcar que los problemas económicos surgen siempre y exclusivamente como consecuencia del cambio. En la medida en que las cosas siguen igual que antes o, al menos, como se esperaba que ocurriera, no surgen nuevos problemas que requieran de decisión ni tampoco es necesario elaborar un nuevo plan. La creencia de que los cambios o, al menos, los ajustes cotidianos se han vuelto menos importantes en los tiempos modernos lleva implícita la opinión de que los problemas económicos también se han vuelto menos importantes. Por esa razón, quienes creen en la significación cada vez menor del cambio son generalmente los mismos que sostienen que la importancia de las consideraciones económicas ha pasado a segundo plano debido a la creciente utilidad del conocimiento tecnológico.
¿Es cierto que, con el complejo aparato de producción moderna, las decisiones económicas son necesarias sólo de tarde en tarde, como por ejemplo, cuando se va a construir una nueva fábrica o se va a introducir un nuevo producto? ¿Es cierto que una vez que se ha construido una planta, todo lo demás es más o menos mecánico y está determinado por el carácter de la planta y queda poco por hacer en cuanto a adaptación a las siempre cambiantes circunstancias del momento?
La creencia harto común en el sentido afirmativo no está sustentada, hasta donde yo puedo darme cuenta, por la experiencia práctica del empresario. En todo caso, en una industria competitiva, y sólo una industria de este tipo puede servir de prueba, la tarea de evitar que suban los costos requiere de una lucha constante que absorbe una parte importante de la energía del administrador. La facilidad con que un administrador ineficiente puede desperdiciar los diferenciales en que se basan las utilidades y la posibilidad de producir con las mismas instalaciones técnicas y con una gran variedad de costos, se encuentra entre los hechos más conocidos de la experiencia empresarial que no parecen ser igualmente conocidos por el economista. La misma intensidad del deseo, constantemente repetido por los productores e ingenieros en el sentido de que se les permita proceder sin trabas por concepto de costos monetarios, constituye un testimonio elocuente de la medida en que estos factores influyen en su trabajo diario.
Una razón por la que los economistas tienden cada vez más a olvidar los constantes cambios pequeños que constituyen el cuadro económico global es probablemente su creciente preocupación por los agregados estadísticos que muestran una estabilidad mucho mayor que los movimientos del detalle. Sin embargo, la comparativa estabilidad de los agregados no puede ser explicada por la «ley de los grandes números» o la mutua compensación de los cambios al azar, como a veces los estadísticos parecen verse inclinados a pensar. El número de elementos que tenemos que manejar no es lo suficientemente grande como para que estas fuerzas accidentales produzcan estabilidad. El flujo continuo de bienes y servicios se mantiene mediante constantes ajustes deliberados, mediante nuevas disposiciones tomadas día a día a la luz de circunstancias no conocidas el día anterior, o por B que entra en acción apenas A no cumple. Incluso la gran planta altamente mecanizada sigue en operación debido a un medio ambiente al que puede recurrir para todo tipo de necesidades imprevistas: tejas para su techo, papel para sus formularios, y todo tipo de equipos con respecto a los cuales no puede ser independiente y que, de acuerdo a los planes de operación de la planta, deben estar fácilmente disponibles en el mercado.
Tal vez, éste es también el punto en que debería mencionar brevemente el hecho de que el tipo de conocimiento a que me he referido es aquel que por su naturaleza no puede formar parte de las estadísticas ni, por consiguiente, ser transmitido a ninguna autoridad central en forma estadística. Las estadísticas que debería usar tal autoridad central deberían obtenerse precisamente haciendo abstracción de las pequeñas diferencias entre las cosas, y juntando, como recursos de un mismo tipo, los elementos que difieren con respecto al lugar, calidad y otros aspectos particulares, en una forma que puede ser muy significativa para la decisión específica. De esto se deduce que la planificación central basada en información estadística, por su naturaleza, no puede considerar directamente estas circunstancias de tiempo y lugar y que el planificador central tendrá que encontrar alguna forma en que las decisiones dependientes de ellas puedan ser dejadas al «hombre que está en el terreno».
V
Si estamos de acuerdo en que el problema económico de la sociedad se refiere principalmente a la pronta adaptación a los cambios según circunstancias particulares de tiempo y lugar, se podría inferir que las decisiones finales deben dejarse a quienes están familiarizados con estas circunstancias, a quienes conocen de primera mano los cambios pertinentes y los recursos disponibles de inmediato para satisfacerlos. No podemos esperar resolver este problema comunicando primero todo este conocimiento a una junta central, la que, después de integrarlo, dicta órdenes. Es preciso resolverlo por medio de alguna forma descentralizada. Pero esto soluciona sólo parte de nuestro problema. Necesitamos la descentralización porque sólo así podemos asegurar que el conocimiento de las circunstancias particulares de tiempo y lugar será prontamente utilizado. Pero el hombre que está en el terreno no puede decidir a base de un conocimiento limitado pero profundo de los acontecimientos de su medio ambiente inmediato. Aún queda el problema de comunicarle la información adicional que necesita para hacer calzar sus decisiones dentro del patrón general de cambios de todo el sistema económico.
¿Cuánto conocimiento necesita para realizar esto con éxito? ¿Cuáles acontecimientos de los que ocurren más allá del horizonte de su conocimiento inmediato tienen relación con su decisión inmediata, y cuánto necesita saber acerca de ellos?
Es difícil que haya algo de lo que ocurre en el mundo que no influya en la decisión que debe tomar. Pero no necesita conocer todos estos acontecimientos como tales, ni tampoco todos sus efectos. No le importa la razón por la que en un determinado momento se necesiten más tornillos de un tamaño que de otro, ni por qué las bolsas de papel se consiguen más fácilmente que las de tela, ni por qué sea más difícil conseguir trabajadores especializados o una máquina determinada. Todo lo que le importa es determinar cuán difícil de obtener se han vuelto estos productos en comparación con otros que también le interesan, o el grado de urgencia con que se necesitan los productos alternativos que produce o usa. Siempre es un problema de la importancia relativa de las cosas específicas que le interesan, y las causas que alteran su importancia relativa no tienen interés para él aparte del efecto en aquellas cosas concretas de su medio ambiente.
Es en relación con esto que lo que he denominado «cálculo económico» (o lógica pura de la elección) nos ayuda, al menos por analogía, a ver la forma en que se puede resolver el problema, que de hecho se resuelve mediante el sistema de precios. Incluso la única mente controladora, en poder de todos los datos para un pequeño sistema económico independiente, no podría —cada vez que fuera necesario hacer algunos pequeños ajustes en la asignación de recursos— analizar todas las relaciones entre fines y medios que podrían verse afectadas. En realidad, la gran contribución de la lógica pura de la elección es que ha demostrado en forma concluyente que incluso esta mente única podría resolver este tipo de problemas sólo construyendo y usando constantemente tasas de equivalencia (o «valores», o «tasas marginales de substitución»), es decir, asignando a cada tipo de recurso escaso un indicador numérico que no puede derivarse de ninguna propiedad que posea dicho objeto específico, pero que refleja, o en el que está condensada, su importancia en vista de toda la estructura medios-finés. En cualquier cambio pequeño, tendrá que considerar sólo estos indicadores cuantitativos (o «valores») en los que se encuentra concentrada toda la información pertinente; y ajustando las cantidades una por una, puede volver a ordenar debidamente todas sus disposiciones sin tener que resolver todo el puzle ab initio o sin tener que revisarlo en ninguna etapa en todas sus ramificaciones.
Fundamentalmente, en un sistema en que el conocimiento de los hechos pertinentes se encuentra disperso entre muchas personas, los precios pueden actuar para coordinar las acciones separadas de diferentes personas en la misma manera en que los valores subjetivos ayudan al individuo a coordinar las partes de su plan. Vale la pena considerar brevemente un ejemplo muy sencillo y corriente de la acción del sistema de precios para comprender lo que precisamente realiza. Supongamos que en alguna parte del mundo ha surgido una nueva oportunidad para el uso de alguna materia prima, por ejemplo, el estaño o que se ha eliminado una de las fuentes de suministro de éste. Para nuestro propósito, no tiene importancia —y el hecho de que no tenga importancia es en sí importante— cuál de estas dos causas ha provocado la escasez del estaño. Todo lo que los consumidores de estaño necesitan saber es que una parte del estaño que consumían está siendo ahora empleado más rentablemente en otro lugar y que, por consiguiente, deben economizar su uso. La gran mayoría de ellos no necesita ni siquiera saber dónde se ha producido la necesidad más urgente, o en favor de qué otras necesidades deben manejar prudentemente la oferta. Si sólo algunos de ellos saben directamente de la nueva demanda y orientan recursos hacia ella, y si la gente que está consciente de este vacío así producido lo llena a su vez con otros recursos, el efecto se extenderá rápidamente a todo el sistema económico e influirá en no sólo todos los usos del estaño, sino que también en aquellos de sus substitutos y los substitutos de estos substitutos, la oferta de todos los productos hechos de estaño, sus substitutos y así sucesivamente. Todo esto sucede sin que la gran mayoría de quienes contribuyen a efectuar tales substituciones conozca la causa original de estos cambios. El todo actúa como un mercado, no porque alguno de sus miembros tenga una visión de todo el campo, sino porque sus limitados campos individuales de visión se traslapan suficientemente de manera que la información pertinente es comunicada a todos a través de muchos intermediarios. El simple hecho de que existe un precio para cada producto —o mejor dicho, que los precios locales están relacionados en una forma determinada por el costo del transporte, etc.—, proporciona la solución a que podría haberse llegado (cosa sólo conceptualmente posible) con una sola mente en poder de toda la información que de hecho se encuentra dispersa entre todas las personas que participan en el proceso.
VI
Para comprender la verdadera función del sistema de precios —función que, naturalmente, cumple en forma menos perfecta cuando los precios se vuelven más rígidos— debemos considerar dicho sistema como un mecanismo para comunicar información. (Sin embargo, incluso cuando los precios cotizados se han vuelto bastante rígidos, las fuerzas que operarían a través de cambios en los precios aún operan en una medida considerable a través de cambios en los otros términos del contrato). El hecho más significativo acerca de este sistema es la economía de conocimientos con que opera, o lo poco que necesitan saber los participantes individuales para poder tomar la decisión correcta. En resumen, mediante una especie de símbolo, se comunica sólo la información más esencial y sólo a quienes les concierne. Es más que una metáfora el describir el sistema de precios como una especie de maquinaria para registrar el cambio, o un sistema de telecomunicaciones que permite a los productores individuales observar solamente el movimiento de unos pocos indicadores, tal como un ingeniero puede mirar las agujas de unos pocos medidores, a fin de ajustar sus actividades a los cambio acerca de los cuales puede que nunca sepan ellas más que lo que está reflejado en el movimiento de precios.
Naturalmente, es probable que estos ajustes no sean nunca «perfectos» en el sentido en que el economista los concibe en su análisis de equilibrio. Pero temo que nuestros hábitos teóricos de abordar el problema basándonos en el supuesto de que prácticamente todos contamos con un conocimiento más o menos perfecto nos han impedido ver la verdadera función del mecanismo de precios y nos han llevado a aplicar patrones más bien engañosos al juzgar su eficiencia. Lo maravilloso es que en un caso como el de la escasez de una materia prima, sin que se dicte ninguna orden ni que la causa de ello sea conocida más que, tal vez, por una decena de personas, ocurre que millones de personas, cuya identidad no podría ser determinada con meses de investigación, reduzca el uso de la materia prima o sus productos; es decir, de hecho sucede que se mueven en la dirección correcta. Esta es ya una maravilla incluso si, en un mundo constantemente cambiante, no todos reaccionaran tan perfectamente de manera que sus tasas de rentabilidad se mantuvieran siempre al mismo nivel uniforme o «normal».
He usado deliberadamente el término «maravilla» para sacar al lector de la complacencia con que frecuentemente consideramos el funcionamiento de este mecanismo como algo natural. Estoy convencido de que si este fuera el resultado de la invención humana deliberada, y si la gente guiada por los cambios de precios comprendiera que sus decisiones tienen trascendencia mucho más allá de su objetivo inmediato, este mecanismo hubiera sido aclamado como uno de los mayores triunfos del intelecto humano. Su desventura es doble en el sentido de que no es el producto de la invención humana y que las personas guiadas por él generalmente no saben por qué son llevadas a hacer lo que hacen. Pero aquellos que claman por una «dirección consciente» —y que no pueden creer que algo que ha evolucionado sin ser diseñado (e incluso sin ser comprendido) pueda resolver problemas que no seríamos capaces de resolver conscientemente— deberían recordar lo siguiente: El problema consiste precisamente en cómo extender el campo de nuestra utilización de los recursos más allá del campo de control de una sola mente; y, por consiguiente, en cómo eliminar la necesidad del control consciente y crear incentivos para que los individuos hagan lo que es conveniente sin que nadie tenga que decirles qué hacer.
El problema que enfrentamos aquí no es de ninguna manera característico de la economía. Surge en relación con casi todos los verdaderos problemas sociales, con el lenguaje y con gran parte de nuestra herencia cultural, y constituye realmente el problema teórico central de toda la ciencia social. Tal como Alfred Whitehead ha señalado en otro contexto: «La afirmación de que debemos cultivar el hábito de pensar lo que estamos haciendo constituye un axioma profundamente erróneo repetido en todos los libros y por eminentes personas al dictar conferencias. La verdad es exactamente lo contrario. La civilización avanza al aumentar la cantidad de operaciones importantes que podemos realizar sin pensar acerca de ellas». Esto tiene mucha importancia en el campo social. Constantemente usamos fórmulas, símbolos y reglas cuyo significado no comprendemos y haciendo esto nos valemos de la ayuda de conocimiento que individualmente no poseemos. Hemos desarrollado estas prácticas e instituciones construyendo sobre hábitos e instituciones que han resultado exitosos en su propia esfera y que, a su vez, han pasado a ser la base de la civilización que hemos construido.
El sistema de precios es precisamente una de esas formaciones que el hombre ha aprendido a usar (a pesar de que aún está muy lejos de haber aprendido a hacer el mejor uso de ella) después de haberse visto enfrentado a ella sin entenderla. Con ella ha sido posible no sólo una división del trabajo, sino que también un uso coordinado de los recursos basado en un conocimiento igualmente dividido. A quienes les gusta ridiculizar toda sugerencia de que esto pueda ser así, generalmente, distorsionan el argumento insinuando que, según éste, dicho sistema ha surgido por algún milagro espontáneo siendo el más apropiado para la civilización moderna. Lo que sucede es exactamente lo contrario: el hombre ha sido capaz de conseguir la división del trabajo en que se basa nuestra civilización porque se vio ante un método que lo hizo posible. Si no hubiera hecho eso, podría haber desarrollado otro tipo de civilización completamente diferente, algo así como el «estado» de las hormigas termitas, o algún otro tipo totalmente inimaginable. Todo lo que podemos decir es que nadie ha logrado aún diseñar un sistema alternativo en el que puedan preservarse ciertas características del existente que son estimadas incluso por aquellos que lo atacan más violentamente tales como, por ejemplo, el grado en que el individuo —bajo este sistema— puede elegir sus metas y, por consiguiente, usar libremente sus propios conocimientos y habilidades.
VII
En muchos sentidos es positivo que el debate acerca de la necesidad del sistema de precios para todo cálculo racional en una sociedad compleja, ya no sea conducido totalmente entre grupos con ideas políticas diferentes. La tesis de que sin el sistema de precios no podríamos preservar una sociedad basada en una división del trabajo tan amplia como la nuestra fue recibida con una carcajada cuando fue presentada por primera vez por Von Mises hace 25 años. Actualmente, las dificultades que tienen algunos para aceptarla ya no son principalmente políticas, lo que contribuye a una atmósfera mucho más propicia para la discusión racional. Las diferencias ya no pueden atribuirse a prejuicios políticos cuando nos encontramos con León Trotsky sosteniendo que «la contabilidad económica es inconcebible sin relaciones de mercado», cuando el profesor Oscar Lange promete al profesor Von Mises una estatua en los salones de mármol del futuro Comité Central de Planificación y cuando el profesor Abba P. Lerner redescubre a Adam Smith y recalca que la utilidad esencial del sistema de precios radica en inducir al individuo, mientras persigue su propio interés, a hacer lo que es de interés general. El desacuerdo restante parece deberse claramente a diferencias meramente intelectuales y, especialmente, de orden metodológico.
Una reciente afirmación hecha por Joseph Schumpeter en su obra Capitalismo, Socialismo y Democracia proporciona un claro ejemplo de una de las diferencias metodológicas que tengo en mente. Su autor es muy conocido entre los economistas que analizan los fenómenos económicos a la luz de una cierta corriente del positivismo. Según él, estos fenómenos surgen, por consiguiente, como cantidades de bienes objetivamente dadas interactuando directamente entre sí casi como si no hubiera ninguna intervención de la mente humana. Sólo en base a esto puedo explicar la siguiente opinión (para mí sorprendente). El profesor Schumpeter sostiene que la posibilidad de un cálculo racional en ausencia de mercados para los factores de la producción se deduce para el teórico «de la proposición elemental de que los consumidores al evaluar («demandar») los bienes de consumo ipso facto también evalúan los medios de producción que participan en la producción de estos «bienes».1
Tomada literalmente, esta afirmación es simplemente falsa. Los consumidores no hacen nada de este tipo. Lo que el profesor Schumpeter probablemente quiere decir con «ipso facto»es que la evaluación de los factores de producción está implícita en la evaluación de los bienes de consumo o se deduce necesariamente de ella. Pero esto tampoco es correcto. La implicación es una relación lógica que puede manifestarse significativamente sólo en el caso de proposiciones presentes a la vez en una sola inteligencia. Sin embargo, es evidente que los valores de los factores de producción no dependen sólo de la evaluación de los bienes de consumo, sino que también de las condiciones de oferta de los diversos factores de producción. Sólo en el caso de una inteligencia que conozca todos estos hechos a la vez la respuesta se deducirá necesariamente de los hechos dados a ella. Sin embargo, el problema práctico surge precisamente debido a que estos hechos no son nunca dados así a una sola mente, y por consiguiente, en la solución del problema, es necesario usar conocimientos que se encuentran dispersos entre muchas personas.
De este modo, el problema no está de ninguna manera resuelto al demostrar que todos los hechos, si fueran conocidos por una sola inteligencia (como por hipótesis suponemos que son dados a los economistas observadores), determinarían originalmente la solución. Debemos demostrar, en cambio, cómo se logra una solución mediante las interacciones de personas cada una de las cuales posee sólo un conocimiento parcial. Suponer que todo el conocimiento es dado a una sola mente de la misma manera en que es dado a nosotros como economistas investigadores, es suponer que el problema no existe y pasar por alto todo lo que es importante y significativo en el mundo real.
El hecho de que un economista de la reputación del profesor Schumpeter haya caído así en una trampa que la ambigüedad del término «dato» tiende a los incautos, difícilmente puede ser explicado como un simple error. Sugiere, más bien, que hay algo fundamentalmente incorrecto en un enfoque que habitualmente no toma en cuenta una parte esencial de los fenómenos que tenemos que tratar: la inevitable imperfección del conocimiento humano y la consiguiente necesidad de un proceso mediante el cual el conocimiento sea constantemente comunicado y adquirido. Cualquier enfoque, tal como el de gran parte de la economía matemática con sus ecuaciones simultáneas, que efectivamente parte del supuesto de que el conocimiento de las personas corresponde a los hechos objetivos de la situación, deja sistemáticamente afuera nuestra principal tarea. Estoy lejos de negar que nuestro sistema de análisis de equilibrio tenga una función útil que desempeñar. Pero cuando llega al punto en que desorienta a algunos de nuestros pensadores más destacados haciéndolos creer que la situación que describe tiene directa relación con la solución de los problemas prácticos, es tiempo de recordar que ese método no se ocupa del proceso social en absoluto y que no es más que un útil prolegómeno al estudio del problema principal.
This article was first published in American Economic Review, Vol. XXXV, No. 4 (September 1945), pp. 519–30.
- 1Capitalismo, socialismo y democracia (New York: Harper & Bros., 1942), p. 175. Creo que el profesor Schumpeter es también el autor original del mito de que Pareto y Barone han «solucionado» el problema del cálculo socialista. Al igual que muchos otros, lo que ellos hicieron fue simplemente establecer las condiciones que tendría que satisfacer una asignación racional de los recursos e indicaron que éstas eran esencialmente las mismas que las condiciones de equilibrio de un mercado competitivo. Esto es algo completamente diferente a demostrar la forma en que esta asignación de recursos puede realizarse en la práctica satisfaciendo estas condiciones. El mismo Pareto (del que Barone ha tomado prácticamente todo lo que tiene que decir), lejos de afirmar haber resuelto el problema práctico, de hecho explícitamente niega que éste pueda solucionarse sin la ayuda del mercado. Consúltese su Manuel d’économie pure (2 a edición, 1927), pp. 233-34. El párrafo pertinente aparece citado en una traducción inglesa al principio de mi artículo sobre «Cálculo Socialista: la ‘Solución’ Competitiva», en Económica, VIH, Nº 26 (1940). Ver Estudios Públicos N º 10.