Afortunadamente, aquí sólo nos importa un aspecto de Rousseau, suponiendo, claro, que es posible separar para su análisis un aspecto de su legado. Rousseau fue principalmente un escritor político, preocupado por explicar, a la manera de Hobbes y Locke, los orígenes del gobierno refiriéndose a un mítico Contrato social, cuyos términos, por supuesto, podían variar de acuerdo con las decisiones que se deseaba sacar de éste.
Fue asimismo un escritor, y un escritor influyente sobre educación, aunque sin duda habría sido un padre imprudente quien enviara a su hija a cualquier colegio de señoritas dirigido por Rousseau. Fue un profeta del sentimiento y la sensibilidad. Por eso tuvo opiniones musicales. Sin duda incluso en los más versátiles hay una unidad que enlaza las distintas actividades. En este caso, el significado de Rousseau en el desarrollo del pensamiento socialista ha de encontrarse en la combinada y persuasiva influencia de todos sus escritos en las sucesivas generaciones.
Aún así, dentro del espacio aquí disponible, puede ser permisible, aunque sea escasamente defendible, considerar al Contrato social como más perteneciente a la historia del pensamiento político y, por tanto, al buscar su contribución al pensamiento socialista, limitarnos a esos escritos que se ocupan más exclusivamente de los temas perpetuos de la discusión socialista. En resumen, se limitan a una evaluación de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, un ensayo que no ganó el premio a la disertación sobre este asunto en la Academia de Dijon.
Pero antes de proceder con el Discurso sobre la desigualdad, podemos permitirnos echar una mirada al anterior ensayo al que la Academia de Dijon sí otorgo su premio, haciendo repentinamente a Rousseau una celebridad. El objeto de este ensayo era «Si la restauración de la Ciencias y las Artes había contribuido a la purificación de las costumbres». Hay una historia tradicional de que cuando Rousseau comunicó su intención de competir por el premio, un conocido inteligente le advirtió que si quería tener alguna posibilidad de éxito, tendría que contestar negativamente a la cuestión, pues todos los demás candidatos se alinearían en el bando contrario.
La autenticidad de esta historia pueden evaluarla lo expertos en Rousseau. Probablemente sea completamente apócrifa, pero cualquier examinador con experiencia reconocerá, al menos borracho, que si compiten cincuenta ensayos y cuarenta y nueve dicen lo mismo con varios grados de lucidez y el quincuagésimo dice algo completamente diferente, este último e ingenioso candidato tiene una ventaja inicial desproporcionada a sus merecimientos, aunque sólo sea por la dificultad que el examinador tiene en ordenar a los otros cuarenta y nueve en orden ascendente de deméritos.
En todo caso, ya sea porque lo creía conscientemente o porque fue instigado por Sr. Sabiduría Mundial, Rosseau eligió denunciar la ruinosa influencia de la Ciencias y las Artes. Como el punto de vista expuesto es fundamentalmente el mismo que el del más eficaz, pero menos exitoso, ensayo posterior, es como leerlos juntos.
Más tarde, Rousseau fingía considerar a su Discurso sobre las artes y las ciencias como mediocre. En esencia lo es, pero hay cierta bravuconería en este violento, monstruoso y parcial ataque a la civilización y sus obras, que indudablemente resultó un llamativo trabajo en su primera aparición y que evidentemente hizo que los académicos de Dijon perdieran pie. Hay un considerable parentesco con el Discurso posterior y aquí ya es evidente que el tema más cercano al corazón de Rousseau es el de la desigualdad y la pérdida de libertad.
Las Ciencias, la Literatura y las Artes, se nos dice, sofocan en los hombres el sentimiento de esa libertad original para la que parecen haber nacido y les hace amar su servidumbre.1 Las Ciencias y las Artes deben su origen a nuestros vicios y debería haber menos dudas respecto de sus ventajas si derivaran de nuestras virtudes. En la explicación, argumenta que la astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición; la geometría, de la avaricia (una afirmación oscura, salvo que se refiera a la «medición» de nuestras propiedades); la física, de la vana curiosidad;2 y todos son la descendencia de la soberbia humana.
Aquí tocamos los fundamentos de la teología, pues ¿no hay una alta autoridad de la opinión de que la Soberbia no es sólo el pecado fundamental, sino el único, del que todos los demás pecados son meramente modificaciones alotrópicas? Además, este defecto en el origen de las Ciencias y las Artes se refleja en sus objetivos. ¿Qué tendría de bueno la jurisprudencia sin la injusticia del hombre? ¿Qué sería de la historia si no hubiera tiranos, guerras o conspiraciones?
En una ilustrativa pregunta que va a la raíz del pensamiento o los prejuicios de Rousseau en estos asuntos, pregunta: «¿Quién desearía pasar su vida en una contemplación estéril, si cada uno de nosotros, pensando sólo en las tareas del hombre y las necesidades de la naturaleza, sólo tuviéramos tiempo para el país natal, para los desgraciados y para nuestros amigos?»3 Las Ciencias, nacidas del ocio, a su vez promueven el ocio y los vicios que de éste se derivan. Se ve que Rousseau no era un hombre que permitiera que la realidad le privara de sus paradojas.
Pero lo peor de todo y lo más concretamente sugestivo del último Discurso es que todas estas cosas llevan a la desigualdad. Con el desarrollo de las Ciencias y las Artes, ya no se rinde tributo a la virtud, sino a la habilidad:
Ya no pedimos a un hombre que tenga integridad, sino que tenga talento; tampoco a un libro que sea útil, sino que esté bien escrito. Las recompensas recaen en el intelecto y la virtud no se honra. Hay miles de premios para les beaux discours y ninguno para les beaux actions.4
Si hay algún ideal aquí, es el de la vida primitiva, tan ocupada con las demandas de la tierra natal, los desgraciados y los amigos que no queda tiempo libre para volvernos viciosos; pues avanzar más allá de este punto significa el desarrollo de oportunidades de manifestar la superioridad basada en el intelecto en lugar de una condición imaginaria de igualdad en la que sólo se mantiene el honor en la virtud.
En el Discurso sobre el origen de la desigualdad, datado en 1754, Rousseau da una filosofía de la historia, basándose en una descripción resumida del desarrollo de la raza humana y todo el ensayo está saturado de ese odio apasionado a la desigualdad que puede considerarse justamente como la característica dominante de su personalidad. Es casi innecesario decir que para Rousseau no hay en la historia la más mínima sombra de una partícula de evidencia. Tampoco Rousseau afirma que la haya: realmente es atractivamente ingenuo en este punto. «Aquí», dice ocupándose del Hombre en general —«aquí está vuestra historia como he enseñado que tiene que leerse, no en los libros de vuestros compatriotas, que son mentirosos, sino como hay que encontrarla en la Naturaleza, que nunca miente».5 Sin duda un procedimiento así simplifica bastante la narración de la historia. De hecho, Rousseau simplemente está imaginando lo que le conviene imaginar y, visto a la fría luz de la razón, su explicación de la vida del hombre primitivo a veces bordea lo grotesco y lo ridículo.
El Discurso consta de dos partes de las que, la primera, se dedica al cuento de hadas del hombre primitivo de Rousseau y, la segunda, al alejamiento, cada vez más rápido, de ese estado feliz. Tal y como lo ve Rousseau, el hombre primitivo obtiene su comida junto a un roble, sacia su sed en el arroyo cercano y encuentra su cama a los pies del árbol que le da sustento y así todas sus necesidades se ven satisfechas.
En esta situación, teniendo en cuenta los rigores de las estaciones (pues no siempre puede ser agradable dormir desnudo junto a un acogedor roble), teniendo en cuenta igualmente las necesidades de defenderse y escapar de las bestias, el hombre es, y debe ser fuerte y robusto, e igualmente lo es su progenie. Debe usar su cuerpo, sus brazos y piernas para todo. Cuando aprende a usar un hacha, una escalera, una honda, un caballo, la comida se obtiene a costa de una disminución de fortalezca o agilidad. Tampoco tiene que temer a los animales salvajes en ese momento: es igual a ellos y, si lo necesita, puede trepar a un árbol.6
Aparte de esos peligros de la selva hay otros enemigos inevitables: las enfermedades naturales, la infancia y la vejez. Por supuesto, la infancia no es una dolencia particular del hombre, pero en general, nuestros ancestros remotos se impusieron a otros animales por su mayor capacidad de nuestras hembras de cuidar de sus jóvenes.
En lo que se refiere a la Edad Antigua. Rousseau dibuja el paisaje más color de rosa y optimista de cómo eran las cosas. En esa época, la necesidad de viandas disminuía con el poder de obtenerlas —un acuerdo singularmente beneficioso por parte de la Providencia; y así, en la ausencia de gota y reumatismo (desconocidos para la vie sauvage) los viejos se apagaban sin que nadie percibiera que habían dejado de existir y casi sin que ellos mismos lo notaran— «ils s’éteignent enfin, sans qu’on s’aperçoive qu’ils cessent d’être, et presque sans s’en apercevoir eux-mêmes».7 Uno esperaría naturalmente que su extinción fuera más obvia para los supervivientes que para los fallecidos.
Respecto de nuestros otros males —las apasionadas discusiones de la vida de los médicos de los comités— Rousseau acusa a la sociedad por sus pecados y argumenta que la mayoría de nuestras desgracias son obra nuestra y que prácticamente todas podían haberse evitado, si nos hubiéramos ajustado a la forma «simple, uniforme y solitaria» que prescribía la Naturaleza. Como se verá, es la palabra solitaria la que aquí más importa. La historia de los males humanos se observa mejor repasando el desarrollo de la sociedad civil.
En el paraíso primitivo de Rousseau, no se necesitaba ningún cirujano que no fuera el Tiempo para curar un miembro fracturado, no hace falta otro tratamiento distinto de leur vie ordinaire y todo esto se consigue sin que el paciente se vea atormentado con incisiones, envenenado con drogas o fastidiado con ayunos. Si el hombre primitivo sólo podía esperar algo de la Naturaleza, no tenía por otro lado nada que temer salvo a su propia enfermedad. Hasta ahí llegaban las ventajas del beneficio médico.8
La disertación de Rousseau sobre el origen del lenguaje apenas nos importa, excepto en la medida en que las condiciones de su problema ilustran su concepción de la vida del hombre natural y primitivo. Porque aparece la sorprendente opinión, que ya indicaba la palabra solitaria que hemos destacado, de que el hombre primitivo casi nunca se reunía. Es la primera dificultad de Rousseau en el asunto del origen del lenguaje: ¿cómo podía haber aparecido un lenguaje, o haber sido considerado necesario entre hombres que no se comunicaban ni tenían oportunidad de hacerlo? Porque en esa fase temprana de la sociedad humana, cualquier encuentro era fortuito y efímero.9
Realmente es fundamental para el desarrollo de la tesis definitiva de Rousseau que la Naturaleza no haya tenido problema en juntar a los hombres bajo la base de sus necesidades mutuas: la «sociabilidad» no es una cualidad preparada por esa misteriosa divinidad del siglo XVIII llamada Naturaleza. En su condición primitiva, el hombre no necesitaba al hombre y Rousseau trata de destacar que, para nuestra salvación, debemos volver a ese estado de cosas. Pero aunque el hombre primitivo vagaba así, siempre solitario, salvo por encuentros casuales y fugaces, no vivía en la miseria, pues ¿qué tipo de infelicidad podía atribuirse apropiadamente a un «ser libre, cuyo corazón está en paz y cuyo cuerpo está sano?»10
De esto se deduce que en este extraño mundo en el que los individuos pueden, como mucho, saludarse al pasar, en el que no hay relaciones morales o tareas acordadas que les unan, es imposible hablar de hombres que sean buenos o malos. En este mundo solitario, no puede aparecer ninguna cuestión sobre el vicio o la virtud. Sin embargo, de una forma extraña, y sin base suficiente, Rousseau permite al hombre primitivo tener «Compasión», que es la fuente de todas las virtudes sociales. Es esta «Compasión» la que en un estado de naturaleza ocupa el lugar de las leyes, de la moral y de la virtud.11
Está claro que también esa eliminación de los compañeros del hombre primitivo le releva de muchos de los problemas de hoy en día. Al no tener relación con otros, no sabe nada de la vanidad o la estima o el desprecio por otros. Incluso los instintos sexuales en esos días felices no generaban celos. Rousseau distingue entre el amor que consiste en la satisfacción de una necesidad física y el que, si nos permitimos parafrasearle, resulta de los adornos que ha añadido la civilización. Sólo en este tipo de amor pueden aparecer los celos. El hombre primitivo sólo conoce el primer tipo: «toute femme est bonne pour lui» y de nuevo «le besoin satisfait, tout le désir est éteint».12
Así que para el hombre primitivo pasaron las generaciones felices —un interminable vagar en los bosques «sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin unión, sin necesidad de compañeros ni deseo de herirlos». Si se hacía un descubrimiento, «el arte perecía con el inventor» en un mundo en que no había educación ni progreso y donde las generaciones sucesivas empezaban desde el mismo punto».13
La descripción de Rousseau de las bendiciones del hombre primitivo se ha resumido con algún detalle, porque, por muy fantástica que sea, muestra la esencia de su visión de las cosas e impregna su posterior explicación de la caída del hombre de este alto estado. Sin embargo, en este momento basta con dirigir la atención de nuevo hacia la característica más pasmosa de esta pasmosa reconstrucción de la historia. El fundamento y razón de la felicidad del hombre primitivo reside en el hecho de que no necesitaba compañeros, en realidad, no se relacionaba con sus congéneres, a quienes realmente y a todos los efectos nunca veía. El hombre nunca fue tan feliz porque nunca estuvo tan solo.
La segunda parte del Discurso se dedica a repasar el crecimiento de la desigualdad en detrimento de esas primitivas condiciones igualitarias. Se abre con un pasaje grandilocuente tan citado que su cita es casi inevitable:
El primer hombre al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir «Esto es mío» y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerle caso, fue el verdadero fundador de la Sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, qué miserias y horrores se habría evitado la raza humana por quien, arrancando las estacas o llenando la zanja, hubiera gritado a sus compañeros: «Cuidado con escuchar a este impostor; están perdidos si olvidan que los frutos pertenecen a todos y la tierra no pertenece a nadie».14
Este primer recinto no registrado fue el principio de la propiedad, pero en realidad era un punto culminante en lugar de un punto de partida. Ya se había descubierto la forma y manera de tomar las precauciones necesarias para la seguridad. Había habido descubrimientos e invenciones: se había logrado controlar el fuego, se habían inventado el arco y la flecha, así como anzuelos y trampas para atrapar animales. Todo esto dio al hombre un sentido de superioridad sobre otros animales e implantó en su alma «el primer motivo de soberbia».15 Así, en el triunfante e indecoroso deleite del cazador sobre su víctima, encontramos las raíces lejanas de la desigualdad humana.
Con esto vinieron asimismo las primeras trazas de la cooperación. Había ocasiones —supuestamente raras— en que l’intérêt commun justificaba que el hombre primitivo contara con la ayuda de sus congéneres. Sin embargo, no se explica cómo estos nómadas ultraindividualistas llegaron a concebir algo como el «interés común». En casos así se unían «mediante algún tipo de libre asociación no vinculante y que duraba sólo lo que la necesidad transitoria que la había ocasionado».
Sin embargo, está claro que habíamos llegado a una etapa en la que el hombre ya no era tan solitario como antes: se había perdido la ingenuidad. Para actos ocasionales de asistencia mutua como éstos no habría hecho falta un lenguaje más desarrollado que el de los cuervos o los monos.16
En esta imaginativa historia de la raza humana, el gran momento del cambio, con ramificaciones en todas direcciones, se produjo cuando el hombre dejó de dormir «bajo el primer árbol» y construyó algún refugio o cabaña semipermanente, con ramas y barro como componentes básicos. Aquí tenemos el inicio del hogar. El hombre primitivo de Rousseau había tenido un éxito extraordinario en zafarse de las mujeres que iba encontrando casualmente. Pero ahora, encerrados en la misma cabaña, son hombre y mujer, padres e hijos.
Indudablemente con esta transición, como reconoce Rousseau, aparecieron los más dulces sentimientos conocidos por el hombre, pero es capaz de describir una alarmante serie de cosas que deben contabilizarse en el debe. Las mujeres se volvieron sedentarias, aferradas a la cabaña, y así se produjo la división del trabajo. Asimismo, hombres y mujeres se suavizaron por igual, perdiendo parte de su ferocidad, aunque en los párrafos previos el hombre primitivo de Rousseau había sido descrito en muchos términos pero no como feroz.
Entre hombres viviendo en cabañas adyacentes, el lenguaje tenía que aparecer por fuerza. Más importante es el hecho de que la mera proximidad dio lugar al hábito de hacer comparaciones respecto del mérito y la belleza, despertando los celos por el amor. Y en el lenguaje muy rimbombante que encantaba a Rousseau: «Triunfó la discordia y las pasiones más dulces recibieron sacrificios de sangre humana».17
Es un cuadro extraño el que aquí dibuja Rousseau de la aparición de «distinciones» entre hombres, impuesta por su entorno. Juntándose en cabañas adyacentes ¿qué podían hacer estos atractivos primitivos por las tardes, salvo cantar y bailar juntos bajo un gran árbol? Pero es un hecho conocido que no todos cantamos igualmente bien o igualmente mal y lo mismo puede decirse del baile. Pero, dadas las circunstancias, el hombre que cante mejor, que baile mejor estará mejor «considerado». «¿Por qué ella se entregó al jefe de la banda?» es la pregunta que se hace una generación posterior ante el mismo fenómeno. Es ist, aparentemente, eine alte Geschichte, doch bleibt sie immer neu.
En estas distinciones, encarnadas en el juicio de espectadores y críticos del comportamiento en el baile primitivo, Rousseau encuentra el primer paso hacia la desigualdad y el vicio al mismo tiempo. Es importante otro desvío de la perfección primitiva. A partir de esta última idea de la «consideración» otorgada a uno que es mejor en algún aspecto, aparecen, por un lado, las primeras ideas de urbanidad y, por otro, el sentido de indignación, que sería la medida de respeto que supuestamente se debía mantener. En un mundo en que un hombre es un hombre en todo y todos son iguales, está claro que no podría haber espacio para la urbanidad.
A pesar de estas primeras sombras, ésta era la etapa en la que hubiera querido Rousseau que se hubiera mantenido la raza humana y resume en un lenguaje de inconfundible claridad su sorprendente filosofía de la naturaleza humana:
Siempre que se limitaron a los trabajos que todos podían hacer y a artes que no necesitaban la ayuda de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices (…) pero desde el momento en que un hombre necesitó la ayuda de otro, desde el momento en que se percibió que era útil para un hombre tener provisiones para dos, desapareció la igualdad, apareció la propiedad, el trabajo se hizo necesario y grandes bosques se convirtieron en pequeños campos que era necesario regar con sudor humano y en los que la esclavitud y la miseria pronto se vieron germinar y aumentar con las cosechas.18
Esta es realmente la idea fundamental de este extraordinario Discurso. Los hombres pueden ser iguales y felices, siempre que no se junten, siempre que ninguno necesite la ayuda de otro, pero a partir del momento en que dejan de ser solitarios, desde el momento en que empiezan a vivir juntos, a ayudarse, a hacer cosas juntos, aparece la desigualdad y desde el punto de vista de Rousseau el resto de la historia es una decadencia acelerada. Prescindiendo de sus historias por ser enteramente ficticias, por supuesto tiene sentido en que Rousseau está simplemente expresando una obviedad en una forma algo alegórica.
En toda esta cuestión, por supuesto no existe de hecho la igualdad entre hombres, pues así ha sido ordenada por Dios. Ni en la estatura, ni en el peso, ni en el tamaño pectoral, ni en el color de los ojos o el pelo, ni en la fortaleza, la capacidad intelectual o la sensibilidad moral son iguales los hombres. Quizá sea posible hablar de la igualdad de los hombres si no es posible la comparación; si, como en las condiciones primitivas de Rousseau, los seres humanos nunca se reúnen, excepto en actos fortuitos de silenciosa cópula — en resumen, si la doctrina de la igualdad nunca se pone a prueba.
Pero toda la doctrina de la igualdad en sentido literal quiebra en el momento en que ponemos juntos a los hombres e inevitablemente se ven forzados a compararse, no sólo en sus capacidades de cantar y bailar, como en el pueril ejemplo de Rousseau, sino a lo largo de todo el equipamiento humano. De hecho basta con ver juntos a dos seres humanos para darse cuenta de que en ciertos aspectos A es «superior» a B y en otros B es «superior» a A, pero probablemente en ninguno sean iguales.
En este sentido posiblemente Rousseau tenga razón al sugerir que la postulada igualdad de los hombres que nunca se hayan comparado desaparece de inmediato cuando viven en cabañas adyacentes. Sin embargo, cabe esperar que Rousseau estuviera intentando explicar algo más que esta triste perogrullada. Por supuesto, tampoco la reconocida desigualdad del hombre afecta realmente a la más profunda cuestión de si las diferencias en talentos humanos justifican las diferencias existentes en derechos y recompensas.
En el resto del Discurso, Rousseau se dedica a la tarea de denunciar lo que considera un aumento de la desigualdad. Sin embargo, puede ser innecesario seguir con detalle el desarrollo de la argumentación. El impulso principal hacia el fomento de la desigualdad lo encuentra Rousseau en las artes de la metalurgia y a la agricultura: en un lenguaje más concreto el hierro y el grano han sido la maldición de la humanidad, creando grupos de trabajadores dependientes entre sí.19
Además, la agricultura llevó a la partición del terreno y consecuentemente a leyes para proteger al poseedor y definir sus derechos. Siguiendo a Grocio, Rousseau recuerda que cuando se dio a Ceres el título de «Legisladora», era para indicar que la partición de la tierra traía consigo la necesidad de un nuevo tipo de ley, la ley de la propiedad, en oposición a la ley natural.20
Así que cuando entraron en escena la industria (encarnada en el hierro) y la agricultura, se preparó el escenario para el desarrollo de la desigualdad. La diversidad de talento y capacidad generó las consecuencias naturales en la diversidad de condición. El vicio no estaba lejos. Resultaba necesario que los hombres parecieran tener ciertas cualidades, incluso si estaban ausentes. La hipocresía y el engaño habían llegado. El hombre ya no era libre e independiente, pues dependía de sus congéneres para la satisfacción de multitud de necesidades: «Rico, necesitaba sus servicios; pobre, necesitaba su asistencia e incluso la mediocridad no le permitía arreglárselas sin ellos».21 Añadamos a eso la «ambición devoradora» y el cuadro empieza a recordar la visión de Marx:
En una palabra, competición y rivalidad por un lado, conflicto de intereses por otro y siempre el oculto deseo de beneficiarse a costa de otros: todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable acompañamiento del aumento de la desigualdad.22
Tal vez haya que considerar a las últimas páginas del ensayo de Rousseau como ejemplos de escritura estridente en lugar de pensamiento lúcido. Define tres grandes etapas en la decadencia. La primera es el establecimiento de la ley y el derecho de propiedad; la segunda es la institución de la magistratura; la tercera es la transformación del poder legítimo en arbitrario. En un leguaje algo diferente, estas etapas consagran la distinción entre ricos y pobres, entre fuertes y débiles y entre maestro y esclavo. Además, el pesimismo de Rousseau no tiene límites ni fronteras. Al analizar la inevitabilidad de la decadencia humana observa que «los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los que hacen inevitable el abuso de estas instituciones». En resumen, ¿hay algo bueno?
Es un largo viaje desde el retrato inocente de hombre bailando y cantando sobre la hierba, junto a las cabañas primitivas cubiertas de barro. Fue entonces, cuando se admiró a uno y se negó a otro, cuando nació la desigualdad. Entro otra serpiente en este otro Edén. El cuadro final, cuando la maldición tuvo tiempo para actuar, es de continua oscuridad.
Rousseau ofrece un retrato de la civilización moderna tan amargo como pueda encontrarse,23 y acaba con la apasionada declaración de que «es manifiestamente contrario a la ley de la naturaleza, sea como sea como se la defina, que un niño deba mandar a un hombre mayor, que un imbécil dirija a un hombre inteligente y que un puñado de gente deba tener cosas superfluas, mientras a la multitud famélica le falta lo necesario».24
Quizá Rousseau haya atestiguado suficientemente la fe, o la falta de fe, que tenga, por lo que se manifiesta en los dos Discursos. Fundamentalmente aquí se propone una filosofía curiosamente maleducada. Los hombres son representados como felices siempre que vivan en completo aislamiento, sin necesitarse entre sí y sin ocasión de encontrarse; todos los males derivan de juntarlos y permitirles cooperar.
Ni siquiera es una filosofía coherente. Sin duda Rousseau tiene cuidado en explicar que su salvaje en su estado solitario no tiene vicios ni virtudes, pero con seguridad es una bestia noble, dotada de Compasión, la madre de todas las virtudes. Aun así, tan pronto como se ponen en contacto entre sí, y es la esencia de la explicación de Rousseau de la decadencia del hombre, inmediatamente estos nobles salvajes buscan aventajarse unos a otros.
Aproximándonos al lugar de Rousseau en la tradición socialista, quizá haya tres puntos que puedan aislarse y subrayarse por su relación con lo que hubo antes y había de venir después. En primer lugar, se considera concretamente a la propiedad como el origen de todo mal, indudablemente con cierto énfasis en el caso de la tierra. Está implícita la comunidad en todas las cosas —de nuevo con la tierra recibiendo un énfasis especial— aunque tal vez debería quedar claro que por «comunidad» se entiende en gran medida no apropiación.
En segundo lugar, la Ley para Rousseau es esencialmente un dispositivo con el que los que tienen posesiones se protegen de los que no las tienen, es en resumen uno de los instrumentos para el establecimiento y mantenimiento de la desigualdad. En otras palabras, la Ley (y con ella, el Estado) es un instrumento de la clase gobernante.
En tercer lugar, en el contraste entre ricos y pobres, fuertes y débiles, amos y esclavos, Rousseau predica una vitriólica guerra de clases y sus palabras le permiten hacerla. Pero una vez dicho esto, tal vez sea más cierto para Rousseau que para la mayoría que su influencia se encuentra menos en un dogma o doctrina particular que en una atmósfera omnipresente que emanaba de Rousseau en general.
- 1P. 4. (Las referencias son a la colección de las obras más importantes de Rousseau, publicadas por Garnier: esta edición es probablemente la más accesible para el estudiante ordinario).
- 2P. 13.
- 3P. 13.
- 4P. 20.
- 5P. 41
- 6Pp. 42-43.
- 7P. 45.
- 8Pp. 45-46
- 9«Dans cet état primitif, n’ayant ni maisons, ni cabanes, ni propriétés d’aucune espèce, chacun se logeoit au hasard, et souvent pour une seule nuit; les mâles et les femelles s’unissoient fortuitement, selon la rencontre, l’occasion et Ie désir, sans que la parole fût un interprète fort nécessaire des choses qu’ils avoient à se dire; ils se quittoient avec la même facilité» (p. 52).
- 10P. 57.
- 11Pp. 60-61
- 12Pp. 62-63
- 13P. 64.
- 14P. 67.
- 15P. 69.
- 16Pp. 69-70.
- 17Pp. 70-72.
- 18P. 74.
- 19P. 74.
- 20P. 76.
- 21P. 77.
- 22P. 77.
- 23Un breve extracto puede ser suficiente como muestra: «Au contraire, Ie citoyen, toujours actif, sue, s’agite, se tourmente sans cesse pour chercher des occupations encore plus laborieuses; il travaille jusqu’à la mort, il y court même pour se mettre en état de vivre, ou renonce à la vie pour acquérir l’immortalité; il fait sa cour aux grands qu’il hait, et aux riches qu’il méprise; il n’épargne rien pour obtenir l’honneur de les servir; il se vante orgueilleusement de sa bassesse et de leur protection; et, fier de son esclavage, il parle avec dédain de ceux qui n’ont pas l’honneur de Ie partager» (p. 92).
- 24Pp. 93-94.