[Este artículo se publicó originalmente con el título “The Decline of the American Republic” en The Freeman, el 25 de febrero de 1952]
Hemos cruzado la frontera que separa la república del imperio. Si preguntáis cuándo, la respuesta es que no se pasa de golpe del día a la noche. No importa el momento exacto. No hay un cartel que diga: “Está entrando en el imperio”. Pero hay un camino muy antiguo y la voz de la historia dice en él: “Lo sepáis o no, la acción de cruzar puede ser irreversible”. Y ahora, no muy lejos, hay una señal que dice “Prohibido el cambio de sentido”.
Si decís que no hay presagios que temer, es verdad. Los cimientos políticos no se han estremecido, las tumbas de los padres fundadores no se han abierto, la Constitución no se ha hecho pedazos. Si decía que el pueblo no lo quería, también es verdad. Pero si decís que por tanto no ha pasado, lleváis demasiado tiempo confundidos con la idea de que vuestra mente no cree lo que el ojo puede ver, como si en la jungla el aterrorizado indígena, al encontrarse con el león, invocara la magia diciéndose: “No está aquí”.
La república romana se convirtió en imperio romano y aun así nunca un ciudadano romano pudo haber dicho: “Eso pasó ayer”. Tampoco el historiador, con todas las ventajas de la perspectiva, es capaz de colocar ese importante acontecimiento en algún punto exacto en el tiempo. La república tuvo un largo e infeliz crepúsculo. Estamos de acuerdo en que el imperio empezó con César Augusto. Algunos antes que él habían tratado de ser emperadores y fueron destruidos.
Al primero al que se podría haber llamado de hecho emperador fue Julio César, que simulaba no querer la corona y la rechazó públicamente una vez. No se sabe si temía más el disgusto de la plebe romana o las dagas de los republicanos. Puede que en sus sueños viera una toga manchada con sangre. Su asesinato poco después fue una acción desesperada y perfectamente inútil de la moribunda tradición republicana. Su heredero fue Octavio y fue un tiempo muy sangriento, pero tampoco Octavio se llamó a sí mismo emperador.
Por el contrario, fue extremadamente cuidadoso en observar los viejos formalismos legales. Restauró el Senado. Posteriormente hizo creer que restauraba la república e hizo acuñar monedas en conmemoración de ese acontecimiento. Tras adquirir por consentimiento universal, como escribiría posteriormente, “un dominio completo sobre todo, tanto en la tierra como en el mar”, realizó un discurso largo y astuto en el Senado y acabó diciendo: “Y ahora os entrego la república para que la cuidéis. Leyes, tropas, tesoro, provincias, todo para vosotros. Custodiadlos dignamente”.
La respuesta del Senado fue coronarle con hojas de roble, plantar laureles a su puerta y nombrarle Augustus. Después de reinar durante más de cuarenta años, los huesos de la república se enterraron con él. “La personalidad de un monarca”, dice Stobart, “se había introducido casi subrepticiamente en el marco de una constitución republicana. (…) La creación de un imperio era una acción tan delicada y equívoca que ha estado abierta a diversas interpretaciones desde entonces. Probablemente en la mente inteligente de Augusto pretendía ser equívoca desde el principio”.
Lo que hizo César Augusto fue poner en práctica una propuesta que aparece en la Política de Aristóteles, una que debía conocer muy bien y que es esta:
El pueblo no cambia con facilidad, pero ama sus costumbres ancestrales y solo a pequeños pasos una cosa toma el lugar de otra, así que las leyes antiguas permanecerán, aunque el poder esté en manos de quienes hayan traído una revolución al estado.
Revolución dentro de las formas.
No supone ningún alivio histórico para quienes ponen su fe en las formas, quienes piensan que hay seguridad en palabras inscritas en pergamino, conservadas en una urna de cristal, reproducidas en facsímil y arrastradas arriba y abajo en un Tren de la Libertad.
Vayamos a la historia actual. ¿Cuánto ha reflexionado la mitad más joven de esta generación acerca del hecho de que en su tiempo ha tenido lugar una completa revolución en las relaciones entre gobierno y pueblo? Puede dudarse que ni siquiera un estudiante universitario de cada mil pueda siquiera explicarlo con claridad. El primer artículo de nuestra tradición heredada, implícito en el pensamiento americano desde el inicio hasta hace unos pocos años era este: El gobierno es la responsabilidad de un pueblo que se autogobierna. La doctrina ha sido eliminada: solo la recuerdan los viejos.
En nombre de la democracia, ahora se acepta como un hecho político que el pueblo es responsabilidad del gobierno. Las formas de gobierno republicano sobreviven, pero el carácter del estado ha cambiado. Antes el pueblo apoyaba al gobierno y le ponía límites y se preocupaba de su propia vida.
Ahora pagan un gobierno ilimitado, lo quieran o no, y el gobierno se ocupa de sus vidas, atendiendo a cómo se alimentan y visten y viven, cómo se preparan para la vejez, cómo debería dividirse entre ellos la renta nacional, que es el producto de su propio trabajo, cómo compran y venden, cuándo tiempo y cuán duramente y bajo qué condiciones deben trabajar y cómo se mantiene el equilibrio entre los compradores de comida que viven en las ciudades y los productores de esta que viven en el campo. Para estos últimos recurre a un sistema de subvenciones, sanciones y obligaciones y supone con sabiduría medieval que puede fijar el precio justo.
Esto es el estado del bienestar. Apareció de repente dentro de las formas. Es legal porque lo dice el Tribunal Supremo. El Tribunal Supremo dijo una vez que no y luego cambió de opinión y dijo que sí, porque entretanto el presidente que fue el creador del estado del bienestar había nombrado para el Tribunal Supremo a hombres que creían en él.
Los fundadores que escribieron la Constitución no podían haber imaginado un estado del bienestar con la aprobación de sus palabras, igual que no podían haber imaginado una monarquía, y aun así la Constitución no tuvo que alterarse. Solo tuvo que reinterpretarse una cláusula, la cláusula que dice: “El Congreso tendrá facultad para establecer y recaudar contribuciones, impuestos, derechos y consumos; para pagar las deudas y proveer a la defensa común y bienestar general de los Estados Unidos”.
“Estamos sometidos a la Constitución”, decía el juez principal Hughes, “pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”.
El presidente nombra a los miembros del Tribunal Supremo, con el consejo y el consentimiento del Senado. De esto se deduce que, si el presidente y una mayoría del Senado resultan querer un estado del bienestar o cualquier otra innovación y si, por el azar de su diseño, la muerte o la vejez crean varias vacantes en el tribunal de forma que puedan llenar este con hombres de mentalidad similar, la Constitución se convierte en realidad en un instrumento muy elástico.
La medida en que se han erosionado los preceptos e intenciones originales de un gobierno constitucional, representativo y limitado, en forma republicana, por medio de argumentos y dialéctica es algo independiente, largo y ominoso, y corresponde a un tratado de ciencia política.
Lo único que hay que destacar ahora es que cuando el proceso de erosión ha avanzado hasta que no se puede decir lo que es la ley suprema del país en un momento dado, la Constitución empieza a incumplirse por parte del ejecutivo, con algo similar a la impunidad. Los casos puede que no sean esenciales al principio y por eso son todavía más peligrosos. Cuando se consiente uno, le sigue otro y se van haciendo progresivos.
Aventajar a la Constitución y eludir sus restricciones se convirtió en un ejercicio popular del arte del gobierno en el régimen de Roosevelt. En defensa de su intento de llenar el Tribunal Supremo con jueces con mentalidad social después de que varias de sus leyes del New Deal fueran declaradas inconstitucionales, el presidente Roosevelt escribía: “Los miembros reaccionarios del tribunal aparentemente han decidido permanecer en él durante toda su vida con el único propósito de bloquear cualquier programa de reformas”.
Entre los millones que en ese momento aplaudieron esa declaración de desprecio había muy pocos, si es que había alguno, que no se habrían asustado por una revelación de la secuela lógica. Creían, como todos, que había una cosa que un presidente nunca podría hacer. Había una frase en la Constitución que no podía desaparecer mientras viviera la república.
La Constitución dice: “El Congreso tendrá facultad para declarar la guerra”. Por tanto, eso era algo que ningún presidente podría hacer. No podía declarar la guerra a voluntad. Solo el Congreso podía declarar la guerra y se podía confiar en que el Congreso nunca lo haría sin el consentimiento del pueblo, o eso creían. Ningún hombre podía hacerlo en su nombre. Incluso si pensáis que el presidente Roosevelt llevó al país a la Segunda Guerra Mundial, no fue así. Fue al Congreso en busca de una declaración de guerra (después de que los japoneses atacaran Pearl Harbor). Puede que la quisiera, puede que la planeara y aun así la Constitución le prohibía declarar la guerra y no se atrevió a hacerlo. Nueve años después lo haría un presidente mucho más débil.
El presidente Truman, solo y sin el consentimiento ni el conocimiento del Congreso, había declarado la guerra contra el agresor coreano, a 10.000 kilómetros de distancia y el Congreso consintió esta usurpación de su poder constitucional exclusivo. Más aún, sus defensores políticos en el Congreso argumentaron que en el caso moderno esta frase de la Constitución que confería al Congreso el poder único para declarar la guerra estaba obsoleta.
Fijaos en que las palabras no se habían borrado: seguían existiendo formalmente. Solo era que se habían quedado obsoletas. ¿Y por qué obsoletas? Porque ahora la guerra podía empezar de repente, con bombas cayendo desde el cielo y podíamos perecer mientras esperábamos a que el Congreso declarara la guerra.
El razonamiento es pueril. La Guerra de Corea, que supuso un precedente, no empezó así; en segundo lugar, el Congreso estaba en sesiones en ese momento, así que no podría haberse producido un retraso mayor que unas pocas horas, siempre que el Congreso hubiera estado dispuesto a declarar una guerra y, en tercer lugar, el presidente como comandante en jefe de las fuerzas armadas de la república puede actuar defensivamente de forma legal antes de que se realice una declaración de guerra. Pero solo puede hacerlo si la nación ha sido atacada.
Los defensores del presidente Truman argumentaban que en el caso coreano esta acción era defensiva y por tanto estaba dentro de sus poderes como comandante en jefe. En ese caso, para hacerlo constitucional, estaba legalmente obligado a pedir al Congreso una declaración posterior de guerra. Nunca lo hizo. Durante una semana, el Congreso vio en los periódicos las noticias de la entrada del país en guerra, luego el presidente llamó a unos pocos de sus líderes a la Casa Blanca y les contó lo que había hecho.
Un año después, el Congreso seguía debatiendo si el país estaba en guerra o no, en un sentido legal y constitucional. Pocos meses después, Mr. Truman envió tropas americanas a Europa para unirse a un ejército internacional y no solo lo hizo sin ninguna ley, sino sin siquiera consultar al Congreso, llegando a retar al Congreso a que le detuviera. EL Congreso hizo todo el ruido furioso necesario y luego intentó salvar su dignidad con una resolución que decía que la acción del presidente estaba bien por esa vez, ya que se había tomado de todos modos, pero que a partir de entonces el Congreso esperaba ser consultado.
En ese momento, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado pidió al Departamento de Estado que mandara un escrito con lo que podría llamarse la postura del ejecutivo. El Departamento de Estado respondió atentamente con un documento titulado: “Poderes del presidente para enviar tropas fuera de Estados Unidos – Preparado para su uso por el comité conjunto compuesto por el Comité de Relaciones Exteriores y el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, 28 de febrero de 1951”.
Este documento será en los años en torno al 2950 un maravilloso descubrimiento para cualquier historiador que pueda estar tratando de buscar las huellas del abandono de la desaparecida república americana. Para conocimiento del Senado de Estados Unidos, decía (Registro del Congreso, 20 de marzo de 1951, p. 2.745):
Como ha dejado claro esta explicación de los poderes respectivos del Presidente y el Congreso, la doctrina constitucional se ha moldeado en buena debida de acuerdo con necesidades prácticas. Por ejemplo, el uso del poder del Congreso para declarar la guerra se ha suspendido porque las guerras ya no se declaran por adelantado.
César podría haber dicho esto en el senado romano. Si la doctrina constitucional se moldea de acuerdo con las necesidades, ¿para qué se escribe una Constitución?
Así que un argumento que parecía a primera vista basarse en un razonamiento pueril resulta ser profundo e ingenioso. El uso inmediato del mismo era defender el inconstitucional precedente coreano, es decir, el recurso a la guerra como una acción de la voluntad del presidente. Pero no se inventó solo para eso. Es un pronóstico de intenciones del ejecutivo, una manifestación de su mentalidad como ejecutivo, un desafío mortal al principio parlamentario. La pregunta es sencillamente: ¿Qué mano controlará el instrumento de la guerra? Es tarde para preguntar. Puede que sea demasiado tarde, pues cuando la mano de la república empieza a relajar la otra mano ya está presentando un plan.