[Publicado originalmente en Libertarian Review, 1977]
Es como si el tiempo se hubiera detenido durante 25 años. Como si el autor esperara serenamente que desaprendiéramos repentinamente todo lo que la pasada década no enseñó sobre el poder al máximo nivel del gobierno. Como si no hubiéramos llegado en 1977 al punto en que incluso un perenne adulador del poder del estado como Arthur Schlesinger Jr. hubiera acabado lamentando “la presidencia imperial”.
De nuevo había (antiguo como un traje cruzado) un artículo sobre “Nuestros mejores presidentes” ¡y escrito ni más ni menos que por el propio Henry Steele Commager!
Un rápido y breve repaso para que recuerden los más jóvenes. En la década de 1940 y principios de la de 1950, existía una escuela de historiadores del sistema cuyo trabajo era actuar como una especie de servicio secreto intelectual para la presidencia estadounidense. Poco después de cada gran violación pública de la Constitución por parte del presidente (por ejemplo, cuando Harry Truman expropió las acerías o cuando inició la guerra en Corea del Norte y China sin declaración de guerra del congreso), estos historiadores se apresuraban a publicar las 129 veces que la Constitución se había violado de forma similar en el pasado por necesidades urgentes y sin efectos perniciosos para el cuerpo político, muy al contrario, realmente: la Constitución nunca había estado mejor.
Los más importantes miembros de esta escuela eran Allan Nevins, de la Universidad de Columbia, Arthur Schlesinger Jr., de Harvard, Eric Goldman, de Princeton, y (por encima de todos ellos) Henry Steele Commager, del Amherst College. Cuando estaban un marco mental elegante, casi de filosofía de la historia, estos hombres racionalizaban los movimientos del poder del jefe del ejecutivo mediante un truco visual. Se presentaría al público una respuesta a una pregunta que nadie había hecho: ¿quiénes fueron presidentes realmente grandes?
Fue el juego favorito alrededor de 1950 de Nevins, Commager y el resto, y las listas eran siempre las mismas. Washington, Lincoln y otros uno o dos de los primeros presidentes se incluían para dar un tono de objetividad y sabiduría. De los que se trataba, sin embargo, aparecía con los grandes (o casi grandes) presidentes del siglo XX.
Entonces se daba, como conclusión de la ciencia histórica, que (juntando lo bueno con la malo, por supuesto) el grande indiscutible de nuestro tiempo era Franklin D. Roosevelt y los indiscutibles casi grandes eran Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson y Harry Truman. ¡Sorpresa, sorpresa!
Fueron los días dorados de la mística de la presidencia, de forma que podíamos encontrar este intento infantilmente transparente por de transformar algo de politiqueo progresista en el Verdecito de la Historia en las páginas de Life, Look y New York Times Magazine. Pero ahora que los grandes libros de imágenes intervencionistas han pasado y hay inteligentes tiburones revisionistas de la Nueva Izquierda rondando las mañanas del domingo a los que nada les gusta más que saltar sobre esas cosas universitarias, recordando, por ejemplo, lo que hizo Jackson a los cheroquis, o lo que hizo Truman a los civiles en Hiroshima y Nagasaki y que Theodore Roosevelt era un racista prácticamente en el sentido nazi.
Así que el pobre profesor Commager se vio reducido a escribir en Parade, el enorme suplemento dominical que casi siempre se tira. Fue allí, el 8 de mayo, después de la tercera taza de café, cuando encontré su artículo “Nuestros mejores presidentes” que me llenó de nostalgia.
En el caso de que se lo estén preguntando, los ostensiblemente mejores presidentes de acuerdo con Commager (y con un grupo de historiadores de cien universidades a las que se refiere), son Lincoln, Washington y Franklin D. Roosevelt. Seguidos de cerca por Theodore Roosevelt, Jefferson, Wilson, Jackson y (un poco más atrás) Harry Truman.
¡Sorpresa, sorpresa! ¿Cuáles son los criterios de grandeza en un presidente?
Primero, todos fueron lo que debemos calificar como presidentes “fuertes”. Todos creían que el presidente debía ser a la vez un símbolo y un líder (…). Segundo Todos se alinearon del lado del pueblo, de un ámbito de gobierno más amplio).
(¡Somos los únicos historiadores objetivos!)
El tercer criterio, ser un buen administrador y político, no es, según parece, una condición necesaria de acuerdo con Commager (la contradicción es suya). Pero el cuarto puede encontrarse en todos estos líderes. Es “sencillamente, sabiduría, sagacidad, inteligencia”. (De Franklin Roosevelt, ¡de Wilson!) Finalmente,
Hay un denominador común esencial que trasciende a todos los demás: todos los grandes presidentes eran hombres de principios, preparados para sacrificar la popularidad por lo que pensaban que era lo correcto.
Y así sigue. Está claro que el favorito de Commager es FDR. Aquí van algunas de las conclusiones de la historia acerca de FDR. Entre sus cualidades estaban
la honradez, la resolución, la fortaleza, la compasión, el sentido de la justicia (…). Qué razón tenía Franklin Roosevelt cuando decía: “La presidencia es eminentemente un lugar de liderazgo moral”.
Roosevelt estaba “dispuesto a poner los principios por encima de la política… y por encima de la popularidad”. La forma en que Commanger explica el extraordinario ejemplo de la lealtad de Roosevelt a los “principios” es interesante: “se arriesgó a perder las elecciones de 1940 forzando la Constitución a sus límites permisibles con el fin de ayudar a una Gran Bretaña acosada” frente a Alemania (énfasis añadido). “La historia”, añade Commanger, “le ha justificado”.
Esta es la pequeña fórmula de los historiadores famosos de sortear un hecho que, desde la edad dorada de la glorificación presidencial, se ha hecho de conocimiento común: que Roosevelt comprometió a Estados Unidos en la guerra contra Alemania mediante sus promesas a líderes extranjeros y sus órdenes a las fuerzas armadas estadounidenses en 1940 (como muy tarde), sin siquiera conocimiento de Congreso y en incumplimiento directo de sus promesas al pueblo estadounidense, al que trató como si fuera tonto. Ahora está establecido: como expresó C. Boothe Luce para siempre, “nos mintió en la guerra”.
Seguro que la honradez, como nos asegura Commager, fue una de las grandes virtudes de FDR. Y la mente de Eleanor era un modelo de claridad cartesiana. ¿De qué se trata? El desfasado sinsentido de Commager, enmascarado como conocimiento histórico, es lo que va a enseñarse a los niños en las escuelas públicas. Después de Vietnam y Nixon, los custodios profesionales de los empañados símbolos del estado estadounidense tienen pánico. Hacen lo que pueden para parchearlo, viejos proxenetas de una vieja prostituta vestida como historia. ¿Por cuánto tiempo?