I. Introducción
Hasta el siglo XVIII, los historiadores prestaron poca o ninguna atención a los problemas epistemológicos de su oficio. Al tratar el tema de sus estudios, se referían una y otra vez a algunas regularidades que —como ellos mismos y su público suponían— son válidas para cualquier tipo de acción humana con independencia de la época y el escenario geográfico de la acción, así como de las cualidades personales y las ideas de los actores. Pero no plantearon la cuestión de si esas regularidades eran de carácter extraño o inherentes a la propia naturaleza de la acción humana. Sabían muy bien que el hombre no es capaz de alcanzar todo lo que quiere. Pero no se preguntaron si los límites del poder del hombre están completamente descritos por referencia a las leyes de la naturaleza y a la interferencia milagrosa de la Deidad en ellas, por un lado, y al poder superior de los hombres más pujantes, por otro.
Como todas las demás personas, también los historiadores distinguían entre el comportamiento que se ajustaba a la ley moral y el que la violaba. Pero, como todas las demás personas, eran plenamente conscientes del hecho de que la inobservancia de las leyes de la ética no implicaba necesariamente —en esta vida— la no consecución de los fines buscados. Independientemente de lo que le ocurra al pecador en la vida del más allá y en el día del Juicio Final, el historiador no podía dejar de darse cuenta de que en la tierra a veces podía irle muy bien, mucho mejor que a muchos compañeros piadosos.
Se abrieron perspectivas totalmente nuevas cuando los economistas descubrieron que prevalece una regularidad en la secuencia e interdependencia de los fenómenos del mercado. Fue el primer paso hacia una teoría general de la acción humana, la praxeología. Por primera vez se tomó conciencia de que, para tener éxito, la acción humana debe cumplir no sólo las llamadas leyes de la naturaleza, sino también leyes específicas de la acción humana. Hay cosas que ni siquiera la policía más eficiente de un gobierno formidable puede realizar, aunque no parezcan imposibles desde el punto de vista de las ciencias naturales.
Era evidente que las pretensiones de esta nueva ciencia no podían dejar de ofender desde tres puntos de vista. En primer lugar, los gobiernos. Tanto los déspotas como las mayorías democráticas no se alegran de saber que su poderío no es absoluto. Una y otra vez se embarcan en políticas condenadas al fracaso y fracasan porque desprecian las leyes de la economía. Pero no aprenden la lección. En su lugar, emplean a multitud de pseudoeconomistas para desacreditar las «abstractas», es decir, en su terminología, vanas enseñanzas de la sana economía.
También hay doctrinas éticas que acusan a la economía de materialismo ético. En su opinión, la economía enseña que el hombre debe aspirar exclusivamente o en primer lugar a satisfacer los apetitos de los sentidos. Se niegan obstinadamente a aprender que la economía es neutral con respecto a la elección de los fines últimos, ya que sólo se ocupa de los métodos para la consecución de los fines elegidos, cualesquiera que sean éstos.
Por último, hay autores que rechazan la economía por su supuesto «enfoque antihistórico». Los economistas reclaman una validez absoluta para lo que llaman las leyes de la economía; afirman que en el curso de los asuntos humanos hay algo que permanece inalterable en el flujo de los acontecimientos históricos. En opinión de muchos autores, se trata de una tesis injustificada, cuya aceptación debe enturbiar sin remedio el trabajo de los historiadores.
Al tratar este tipo de relativismo, debemos tener en cuenta que su popularidad no se debió a consideraciones epistemológicas, sino prácticas. La economía señalaba que muchas políticas apreciadas no podían producir los efectos que pretendían los gobiernos que recurrían a ellas, sino que provocaban otros efectos —desde el punto de vista de quienes defendían y aplicaban esas políticas— aún más insatisfactorios que las condiciones que pretendían modificar. De estas enseñanzas no se puede inferir otra conclusión que la de que estas medidas eran contrarias al propósito y que su derogación beneficiaría a los intereses correctamente entendidos o a largo plazo de todo el pueblo. Esto explica por qué todos aquellos cuyos intereses a corto plazo se vieron favorecidos por estas medidas criticaron amargamente la «ciencia lúgubre». Los reparos epistemológicos de algunos filósofos e historiadores encontraron una respuesta entusiasta por parte de los aristócratas y terratenientes que querían preservar sus antiguos privilegios y por parte de los pequeños empresarios y empleados que pretendían adquirir nuevos privilegios. Las «escuelas históricas» europeas y el institucionalismo Americano obtuvieron el apoyo político y popular que, en general, se niega a las doctrinas teóricas.
Sin embargo, la constatación de este hecho no debe inducirnos a menospreciar la seriedad e importancia de los problemas planteados. El relativismo epistemológico expresado en los escritos de algunos historicistas, por ejemplo, Karl Knies y Max Weber, no estaba motivado por el celo político. Estos dos destacados representantes del historicismo estaban, en la medida en que era humanamente posible en el entorno de las universidades alemanas de su época, libres de una predilección emocional a favor de las políticas intervencionistas y de prejuicios chovinistas contra la ciencia económica extranjera, es decir, británica, francesa y austriaca. Además,1 Knies escribió un libro notable sobre el dinero y el crédito, y Weber2 dio el golpe de gracia a los métodos aplicados por las escuelas de Schmoller y3 Brentano al demostrar el carácter no científico de los juicios de valor. Ciertamente, en la argumentación de los defensores del relativismo histórico había puntos que exigen una elucidación.
II. El dogma positivista y la acción humana
Antes de entrar en el análisis de las objeciones planteadas contra el «absolutismo» de la economía, es necesario señalar que el rechazo de la economía por el relativismo epistemológico no tiene nada que ver con el rechazo positivista de los métodos realmente utilizados por los historiadores.
En opinión del positivismo, el trabajo de los historiadores es un mero cotilleo o, en el mejor de los casos, la acumulación de una gran cantidad de material que no saben utilizar. Lo que se necesita es una ciencia de las leyes que determinan lo que ocurre en la historia. Esa ciencia debe desarrollarse con los mismos métodos de investigación que permitieron desarrollar, a partir de la experiencia, la ciencia de la física.
La refutación de la doctrina positivista sobre la historia es un logro de varios filósofos alemanes, en primer lugar de Wilhelm Windelband y de Heinrich Rickert. Ellos señalaron en qué consiste la diferencia fundamental entre la historia, el registro de la acción humana, y las ciencias naturales. La acción humana es propositiva, tiene como objetivo la consecución de fines definidos y elegidos, no puede ser tratada sin referencia a estos fines, y la historia es en este sentido —debemos subrayar que sólo en este sentido— finalista. Pero para las ciencias naturales el concepto de fines y causas finales es extraño.
Además, hay una segunda diferencia fundamental. En las ciencias naturales el hombre puede observar en el experimento de laboratorio los efectos producidos por el cambio de un solo factor, permaneciendo inalterados todos los demás factores cuya alteración podría producir efectos. Esto permite encontrar lo que las ciencias naturales llaman hechos de experiencia establecidos experimentalmente. En el campo de la acción humana no se dispone de tal técnica de investigación. Toda experiencia relativa a la acción humana es histórica, es decir, una experiencia de fenómenos complejos, de cambios producidos por la operación conjunta de una multitud de factores. Esta experiencia no puede producir «hechos» en el sentido en que se emplea este término en las ciencias naturales. No puede verificar ni falsificar ningún teorema. Seguiría siendo un rompecabezas inexplicable si no pudiera interpretarse mediante una teoría derivada de otras fuentes distintas a la experiencia histórica.
Ahora bien, por supuesto, ni Rickert ni los demás autores del grupo al que pertenecía, los «filósofos del suroeste de Alemania», ni los historiadores que compartían su concepción llegaron a esta última conclusión. Para ellos, profesores de las universidades alemanas de finales del siglo XIX y principios del XX, seguía siendo desconocida la idea misma de que pudiera existir alguna ciencia que reivindicara para sus tesis una validez universal para toda la acción humana con independencia del tiempo, la geografía y las características raciales y nacionales de los pueblos. Para los hombres que vivían en el clima espiritual del segundo Reich alemán, era cosa entendida que las pretensiones de la teoría económica «abstracta» eran vanas y que las wirtschaftliche Staatswissenschaften alemanas (los aspectos económicos de la ciencia política), una disciplina totalmente histórica, habían sustituido a la inane generalización de la escuela de Hume, Adam Smith y Ricardo. Según ellos, la acción humana —aparte de la teología, la ética y la jurisprudencia— sólo podía ser tratada científicamente por la historia. Su empirismo radical les impedía prestar atención a la posibilidad de una ciencia a priori de la acción humana.
El dogma positivista que Dilthey, Windelband, Rickert y sus seguidores demolieron no era relativista. Postulaba una ciencia —la sociología— que derivaría del tratamiento de los datos empíricos proporcionados por la historia un cuerpo de conocimientos que prestaría a la mente los mismos servicios con respecto a la acción humana que la física presta con respecto a los acontecimientos en la esfera de la naturaleza. Estos filósofos alemanes demostraron que tal ciencia general de la acción no podía ser elaborada por un razonamiento a posteriori. No se les ocurrió la idea de que pudiera ser el producto de un razonamiento a priori.
III. El supuesto materialismo de la economía
La deficiencia del trabajo de los economistas clásicos consistió en su intento de trazar una línea de demarcación nítida entre las «actividades puramente económicas» y todas las demás preocupaciones y acciones humanas. Su gran hazaña fue el descubrimiento de que en la concatenación y secuencia de los fenómenos del mercado prevalece una regularidad que puede compararse con la regularidad en la concatenación y secuencia de los acontecimientos naturales. Sin embargo, al tratar el mercado y sus relaciones de intercambio, se vieron desconcertados al no poder resolver el problema de la valoración. En las transacciones de intercambio interpersonal los objetos no se valoran según su utilidad, pensaban, porque de lo contrario el «hierro» se valoraría más que el «oro». No vieron que la aparente paradoja se debía únicamente a la forma viciosa en que formularon la cuestión. Los juicios de valor de los hombres que actúan no se refieren al «hierro» o al «oro» como tales, sino siempre a cantidades definidas de cada uno de estos metales entre las que el actor se ve obligado a elegir porque no puede tener los dos. Los economistas clásicos no encontraron la ley de la utilidad marginal. Esta carencia les impidió rastrear los fenómenos del mercado hasta las decisiones de los consumidores. Sólo podían ocuparse de las acciones de los empresarios, para los que las valoraciones de los consumidores son meros datos. La famosa fórmula «comprar en el mercado más barato y vender en el más caro» sólo tiene sentido para el empresario. No tiene sentido para el consumidor.
Así, obligados a restringir su análisis a las actividades empresariales, los economistas clásicos construyeron el concepto de ciencia de la riqueza o de la producción y distribución de la riqueza. La riqueza, según esta definición, significaba todo lo que se podía comprar o vender. Los esfuerzos por conseguir riqueza se consideraban una esfera de actividades separada. Todas las demás preocupaciones humanas aparecían, desde el punto de vista de esta ciencia, como meros elementos perturbadores.
En realidad, pocos economistas clásicos se contentaron con esta circunscripción del ámbito de la economía. Pero su búsqueda de un concepto más satisfactorio no pudo tener éxito antes de que los marginalistas sustituyeran la teoría del valor subjetivo a partir de los diversos intentos frustrados de los economistas clásicos y sus epígonos. Mientras se consideró el estudio de la producción y distribución de la riqueza como objeto del análisis económico, había que distinguir entre las acciones económicas y las no económicas de los hombres. Entonces la economía apareció como una rama del conocimiento que se ocupaba sólo de un segmento de la acción humana. Había, fuera de este campo, acciones sobre las que los economistas no tenían nada que decir. Precisamente el hecho de que los adeptos de la nueva ciencia no se ocuparan de todas aquellas preocupaciones del hombre que a sus ojos eran calificadas como extraeconómicas, aparecía para muchos foráneos como una depreciación de estas materias dictada por un insolente sesgo materialista.
Las cosas son diferentes para la economía moderna, con su doctrina de la interpretación subjetiva de la valoración. En su contexto, la distinción entre fines económicos y supuestamente no económicos carece de sentido. Los juicios de valor de los consumidores finales expresan no sólo el afán por conseguir más bienes materiales tangibles, sino también el afán por conseguir todas las demás preocupaciones humanas. Se supera el estrecho punto de vista de una ciencia de la riqueza —material—. De la disciplina de la riqueza surge una teoría general de todas las elecciones realizadas por los hombres que actúan, una teoría general de todo tipo de acción humana, la praxeología. En su comportamiento en el mercado las personas evidencian no sólo sus deseos de adquirir más bienes materiales, sino no menos todas sus otras preferencias. Los precios del mercado reflejan no sólo el «lado materialista» del hombre, sino también sus ideas filosóficas, éticas y religiosas. La observancia de los mandamientos religiosos —construir y mantener casas de culto, dejar de trabajar en días festivos, evitar ciertos alimentos siempre o en días y semanas concretas, abstenerse de bebidas embriagantes y tabaco, ayudar a los necesitados, y muchos otros— es uno de los factores que determinan la oferta y la demanda de los bienes de los consumidores y, por tanto, la marcha de los negocios. La praxeología es neutral con respecto a los fines últimos que los individuos quieren alcanzar. No se ocupa de los fines últimos, sino de los medios elegidos para su consecución. Sólo se interesa por la cuestión de si los medios a los que se recurre son adecuados o no para alcanzar los fines buscados.
La enorme cantidad de literatura antieconómica publicada en los últimos ciento cincuenta años gira en torno a un solo argumento. Sus autores repiten una y otra vez que el hombre, tal como es y actúa realmente, no sólo se esfuerza por conseguir más comodidades materiales, sino también otros objetivos más elevados o ideales —Desde este punto de vista— la autodenominada Escuela Histórica atacó lo que llamó el absolutismo de la doctrina económica y abogó por un enfoque relativista. No es el tema de este trabajo investigar si los economistas de la escuela clásica y sus epígonos fueron realmente culpables de haber descuidado la atención debida a las preocupaciones no materialistas del hombre. Pero hay que subrayar que todas las objeciones planteadas por la Escuela Histórica, por ejemplo, por Knies en su famoso libro,4 son inútiles e inválidas con respecto a las enseñanzas de la economía moderna.
En la literatura política alemana es habitual distinguir entre una Escuela Histórica antigua5 y otra posterior. Como defensores de la escuela antigua se nombra a Roscher, Bruno Hildebrand y Knies. La escuela más joven está formada por los seguidores de Schmoller, que tras la creación del Reich en 1870 ocuparon las cátedras de economía de las universidades alemanas. Esta forma de subdividir en periodos la historia de las ideas es un resultado del parroquialismo que indujo a los autores alemanes a despreciar todo lo que se realizaba en el extranjero. No se dieron cuenta de que la oposición «histórica» contra lo que se llamó el absolutismo de la economía se inauguró fuera de Alemania. Su representante más destacado fue6 Sismondi y no Roscher y Hildebrand. Pero es mucho más importante darse cuenta del hecho de que todos los que, tanto en Alemania como en otros países, después de la publicación de los libros de Jevons, Menger y Walras, criticaron la doctrina económica a causa de su supuesto materialismo, luchaban contra molinos de viento.
IV. La ciencia y la «irracionalidad»
El concepto de Max Weber de una ciencia general de la acción humana —a la que aplicó el nombre de sociología— ya no hace referencia a la distinción entre la acción económica y otras actividades. Pero Weber prácticamente hizo suyas las objeciones planteadas por el historicismo contra la economía al distinguir entre la acción genuinamente racional, por un lado, y otros tipos de acción. Su doctrina está tan estrechamente relacionada con algunas peculiaridades intraducibles de la lengua alemana que resulta bastante difícil exponerla en español.
La distinción que hace Weber entre «acción social» y otra acción es, desde el punto de vista de nuestro problema, de poca importancia. Lo principal es que Weber distingue con bastante acierto entre la Sinnhaftes Handeln y las reacciones meramente fisiológicas del cuerpo humano. La Sinnhaftes Handeln está dirigida por el Sinn que el individuo actuante le atribuye; tendríamos que traducir: por el sentido que el actor le atribuye y por el fin que quiere alcanzar con ella. Esta definición parecería una clara distinción entre la acción humana, el esfuerzo por alcanzar un fin definido, por un lado, y las reacciones fisiológicas —casi automáticas— de los nervios y las células del cuerpo humano, por otro. Pero a continuación Weber distingue dentro de la clase de las sinnhaftes Handeln cuatro subclases diferentes. La primera de estas subclases se denomina zwechrationales Handeln y se define como la acción dirigida a un fin definido. La segunda subclase se denomina wertrationales Handeln y se define como la acción determinada por la creencia en el valor intrínseco incondicional (unbedingter Eigenwert) de una determinada forma de conducta como tal, sin tener en cuenta su éxito, desde el punto de vista de la ética, la estética, la religión u otros principios. Lo que Weber no vio es el hecho de que también el esfuerzo por cumplir con ideas éticas, estéticas y religiosas definidas no es menos un fin que cualquier otro fin que los hombres puedan tratar de alcanzar. Un católico que se persigna, un judío que se abstiene de comer y beber en el Día de la Expiación, un amante de la música que renuncia a la cena para escuchar una sinfonía de Beethoven, todos aspiran a fines que, desde su punto de vista, son más deseables que aquello a lo que tienen que renunciar para conseguir lo que quieren. Sólo un juicio de valor personal puede negar a sus acciones el calificativo de zweckracionales, es decir, que apuntan a un fin definido. ¿Y qué significan en la definición de Weber las palabras «sin tener en cuenta su éxito»? El católico se persigna porque considera tal comportamiento como un eslabón de una cadena de conducta que le conducirá a lo que para él es el éxito más importante del peregrinaje terrenal del hombre. Es trágico que Max Weber, el eminente historiador de la religión, el hombre que trató de liberar el pensamiento sociológico alemán de su ingenuo compromiso con los juicios de valor, no haya visto las contradicciones de su doctrina.7
Otros intentos de distinguir entre la acción racional y la acción no racional o irracional se basaron igualmente en burdas construcciones erróneas y fracasaron. La mayoría de ellos calificaron la conducta «irracional» como dirigida por ideas y expectativas erróneas sobre los efectos de determinados métodos de procedimiento. Así, las prácticas mágicas son calificadas hoy como irracionales. Ciertamente, no eran aptas para alcanzar los fines buscados. Sin embargo, las personas que recurrían a ellas creían que eran la técnica correcta, del mismo modo que los médicos hasta mediados del siglo pasado creían que las hemorragias eran un método para prevenir y curar diversas enfermedades. Al hablar de la acción humana, tenemos en mente la conducta que, en opinión del actor, es la más adecuada para conseguir un fin que quiere alcanzar, independientemente de que esta opinión la tenga también un espectador o un historiador mejor informado. La forma en que los médicos contemporáneos tratan el cáncer no es irracional, aunque esperamos que algún día se descubran métodos terapéuticos y profilácticos más eficaces. Un informe sobre las acciones de otras personas es confuso si aplica el término irracional a las actividades de personas cuyo conocimiento era menos perfecto que el del reportero. Como ningún reportero puede reclamar para sí la omnisciencia, al menos tendría que añadir a su calificación de una acción como irracional la salvedad «desde mi punto de vista personal».
Otra forma en la que se emplea a menudo el epíteto «irracional» se refiere, no a los medios, sino a los fines de determinados modos de conducta. Así, algunos autores califican de «irracional», con aprobación o desaprobación, el comportamiento de las personas que prefieren las preocupaciones religiosas, la independencia nacional u otros objetivos comúnmente denominados no económicos a una oferta más abundante de satisfacciones materiales. Frente a esta terminología tan poco oportuna y confusa, es necesario subrayar una y otra vez el hecho de que nadie está llamado a juzgar los juicios de valor de otras personas en relación con los fines últimos. Cuando los hugonotes prefirieron la pérdida de todos sus bienes terrenales, los castigos más crueles y el exilio a la adopción de un credo que en su opinión era idolátrico, su comportamiento no fue «irracional». Tampoco fue «irracional» Luis XIV cuando privó a su reino de muchos de sus ciudadanos más dignos para cumplir con los preceptos de su conciencia. El historiador puede estar en desacuerdo con los fines últimos que perseguían los perseguidores y sus víctimas. Pero eso no le da derecho a calificar de irracionales los medios a los que recurrieron para alcanzar sus fines. Los términos «racional» e «irracional» están tan fuera de lugar cuando se aplican a los fines como cuando se aplican a los medios. Con respecto a los fines últimos, todo lo que un hombre mortal puede afirmar es la aprobación o desaprobación desde el punto de vista de sus propios juicios de valor. En cuanto a los medios, sólo hay una cuestión, a saber, si son adecuados o no para alcanzar los fines buscados.
La mayoría de nuestros contemporáneos se guían por la idea de que es el peor de los crímenes obligar a un hombre, mediante el recurso a la violencia, a comportarse según los mandamientos de una doctrina religiosa o política que desprecia. Pero el historiador tiene que registrar el hecho de que hubo épocas en las que sólo una minoría compartía esta convicción, y que príncipes y mayorías fanáticas cometieron horrores indecibles. Tiene razón al señalar que Luis XIV, al proscribir el protestantismo, infligió males irreparables a la nación francesa. Pero no debe olvidar añadir que el rey no era consciente de esas consecuencias de su política y que, aunque las hubiera previsto, tal vez hubiera considerado el logro de la uniformidad religiosa como un bien por el que el precio pagado no era demasiado alto.
Los cirujanos que acompañaban a los ejércitos de épocas pasadas hacían todo lo posible por salvar las vidas de los guerreros heridos. Pero sus conocimientos terapéuticos eran lamentablemente inadecuados. Desangraron al herido que sólo una transfusión de sangre podría haber salvado y así prácticamente lo mataron. Debido a su ignorancia, su tratamiento fue contrario al propósito. Sería engañoso e inoportuno llamarlo irracional. Los médicos actuales no son irracionales, aunque probablemente los médicos mejor informados del futuro califiquen algunas de sus técnicas terapéuticas como perjudiciales y contrarias al propósito.
V. La utilidad de los medios empleados para alcanzar los fines perseguidos
Siempre que la distinción entre racional e irracional se aplica a los fines últimos, el significado es que los juicios de valor que subyacen a la elección del fin en cuestión encuentran la aprobación o la desaprobación por parte del orador o del escritor. Ahora bien, la promulgación de juicios de valor no es tarea de un hombre en su calidad de praxeólogo, economista o historiador. Es más bien la tarea de la religión, la metafísica o la ética. La historia de la religión no es teología, y la teología no es historia de la religión.
Cuando la distinción entre lo racional y lo irracional se aplica a los medios, el significado es que el orador o escritor afirma que los medios en cuestión no sirven para su propósito, es decir, que no son adecuados para alcanzar los fines buscados por las personas que recurren a dichos medios. Sin duda, una de las principales tareas de la historia es ocuparse de la utilidad de los medios empleados por las personas para alcanzar los fines buscados. También es cierto que el principal objetivo práctico de la praxeología y de su parte más desarrollada hasta ahora, la economía, es distinguir entre los medios que son adecuados para alcanzar los fines buscados y los que no lo son. Pero, como se ha señalado, no es conveniente y más bien confuso utilizar para esta distinción los términos «racional» e «irracional». Es más apropiado hablar de medios que responden al fin buscado y de aquellos que no lo hacen.
Lo mismo ocurre con la forma en que los psicoanalistas emplean los términos «racional» e «irracional». Ellos «llaman irracional a la conducta que es predominantemente emocional o instintiva», y además «a todas las funciones inconscientes» y en este sentido distinguen entre «la acción irracional (instintiva o emocional) por oposición a la acción racional, y lo irracional por oposición al pensamiento racional».8 Si esta terminología es conveniente para el tratamiento de los problemas terapéuticos del psicoanálisis puede dejarse a los psicoanalistas. Desde el punto de vista praxeológico, las reacciones espontáneas de los órganos del cuerpo humano y la actividad de las pulsiones instintivas no son acción. Por otra parte, es manifiestamente el resultado de un juicio de valor personal llamar a las acciones emocionales —por ejemplo, la acción con la que un hombre puede reaccionar ante la conciencia de la angustia de sus semejantes— irracionales. Además, es obvio que no se puede atribuir otro significado al término «pensamiento irracional» que el de ser un pensamiento lógicamente inválido y que conduce a conclusiones erróneas.
VI. Relativismo histórico versus praxeología
La filosofía del relativismo histórico —el historicismo— no ve el hecho de que hay algo inmutable que, por un lado, constituye la esfera de la historia o de los acontecimientos históricos como algo distinto de las esferas de otros acontecimientos y, por otro lado, permite al hombre ocuparse de estos acontecimientos, es decir, registrar su sucesión y tratar de averiguar su concatenación, es decir, comprenderlos. Este fenómeno inmutable es el hecho de que el hombre no es indiferente al estado de su entorno (incluidas las condiciones de su propio cuerpo) y que intenta, en la medida en que le es posible, sustituir mediante la acción intencionada un estado que le gusta más por otro que le gusta menos. En una palabra: el hombre actúa. Sólo esto distingue la historia humana de la historia de los cambios que se producen fuera del campo de la acción humana, del estudio de la «historia natural» y sus diversas subdivisiones como, por ejemplo, la geología o la evolución de las diversas especies de seres vivos. En la historia humana nos ocupamos de los fines que persiguen los actores, es decir, de las causas finales.9 En la historia natural, como en las demás ramas de las ciencias naturales, no sabemos nada de las causas finales.
Toda la sabiduría, la ciencia y el conocimiento humanos se ocupan únicamente del segmento del universo que puede ser percibido y estudiado por la mente humana. Al hablar de la acción humana como algo inmutable, nos referimos únicamente a las condiciones de este segmento. Hay autores que asumen que el estado del universo —el cosmos— podría cambiar de una manera sobre la que simplemente no sabemos nada y que todo lo que nuestras ciencias naturales dicen sobre el comportamiento del sodio y las palancas, por ejemplo, puede ser inválido bajo este nuevo estado. En este sentido, niegan «cualquier tipo de universalidad a los enunciados químicos y mecánicos» y sugieren que se traten «como históricos».10 Con este tipo de hiperhistoricismo agnóstico que trata en sus enunciados de condiciones visionarias sobre las que —como admiten libremente— no sabemos ni podemos saber nada, la razón y la ciencia no tienen nada que objetar.
El hombre pensante no contempla el mundo con una mente que es, por así decirlo, un papel lockeano sobre el que la realidad escribe su propia historia. El papel de su mente es de una calidad especial que permite al hombre transformar la materia prima de la sensación en percepción y los datos perceptivos en una imagen de la realidad. Es precisamente esta cualidad o poder específico de su intelecto —la estructura lógica de su mente— la que proporciona al hombre la facultad de ver más en el mundo de lo que ven los seres no humanos. Este poder es fundamental para el desarrollo de las ciencias naturales. Pero por sí sola no permitiría al hombre descubrir en el comportamiento de sus semejantes más de lo que puede ver en el comportamiento de las estrellas o de las piedras, en el de las amebas o en el de los elefantes.
Al tratar con sus semejantes, el individuo recurre no sólo al a priori de la lógica, sino también al a priori praxeológico. Siendo él mismo un ser actuante, sabe lo que significa luchar por los fines elegidos. Ve más en la agitación y el revuelo de sus semejantes que en los cambios que se producen en su entorno no humano. Puede buscar los fines a los que apunta su conducta. Hay algo que distingue a sus ojos los movimientos de los gérmenes en un líquido, tal como se observan en el microscopio, de los movimientos de los individuos en la multitud que puede observar en la hora punta de la Grand Central Terminal de Nueva York. Sabe que hay algún «sentido» en el hecho de que un hombre corra o se quede quieto. Observa su entorno humano con un equipo mental que no es necesario o, para decirlo con más precisión, es francamente obstructivo en los esfuerzos por explorar el estado de su entorno no humano. Este equipamiento mental específico es el a priori praxeológico.
El empirismo radical de los historicistas se extravió al ignorar este hecho. Ningún informe sobre la conducta de un hombre puede prescindir de la referencia al a priori praxeológico. Hay algo que es absolutamente válido para toda acción humana con independencia del tiempo, la geografía y las características raciales, nacionales y culturales de los actores. No hay acción humana que pueda ser tratada sin referencia a los conceptos categóricos de fines y medios, de éxito y fracaso, de costes, de ganancias o pérdidas. Lo que describe la ley ricardiana de la asociación, más conocida como ley del coste comparativo, es absolutamente válido para cualquier tipo de cooperación humana voluntaria bajo la división del trabajo. Lo que describen las tan mentadas leyes económicas es precisamente lo que debe ocurrir siempre y en todas partes, siempre que se den las condiciones especiales que presuponen.
Willy nilly, la gente se da cuenta de que hay cosas que no puede lograr porque son contrarias a las leyes de la naturaleza. Pero se resisten a admitir que hay cosas que ni siquiera el gobierno más poderoso puede lograr porque son contrarias a la ley praxeológica.
VII. Autocontradicción historicista
A diferencia de los historiadores que se resisten a conocer el a priori praxeológico, es el caso de los autores que pertenecen a las distintas escuelas históricas, «realistas» e institucionales de la economía. Si estos académicos fueran coherentes, limitarían sus estudios a lo que se denomina historia económica; se ocuparían exclusivamente del pasado y se abstendrían cuidadosamente de afirmar nada sobre el futuro. La predicción de los acontecimientos venideros sólo puede hacerse sobre la base del conocimiento de una regularidad en la sucesión de los acontecimientos que es válida para toda acción independientemente del tiempo y de las condiciones geográficas y culturales de su ocurrencia. Todo lo que hacen los economistas comprometidos con el historicismo o el institucionalismo, ya sea que asesoren a sus propios gobiernos o a los de países extranjeros atrasados, es autocontradictorio. Si no existe una ley universal que describa los efectos necesarios de determinadas formas de actuar, no se puede predecir nada ni recomendar o rechazar ninguna medida para obtener resultados concretos.
Lo mismo ocurre con aquellos autores que, al tiempo que rechazan la idea de que existan leyes económicas válidas para todos los tiempos, en todas partes y para todas las personas, suponen que cada período de la historia tiene sus propias leyes económicas que hay que encontrar a posteriori estudiando la historia del período en cuestión. Estos autores pueden decirnos que han logrado descubrir las leyes que rigen los acontecimientos hasta ayer. Pero —desde el punto de vista de su propia doctrina epistemológica— no son libres de suponer que esas mismas leyes determinarán también lo que sucederá mañana. Todo lo que pueden afirmar es: la experiencia del pasado muestra que A produjo B; pero no sabemos si mañana A no producirá otros efectos que B.
Otra variedad de la negación de la economía es la doctrina de la tendencia. Sus partidarios asumen alegremente que las tendencias de la evolución, tal y como se manifestaron en el pasado, continuarán. Sin embargo, no pueden negar que en el pasado las tendencias cambiaron y que no hay ninguna razón para suponer que las tendencias actuales no cambiarán también algún día. Esto se pone de manifiesto especialmente cuando los empresarios, preocupados por la continuidad de las tendencias imperantes, consultan a economistas y estadísticos. La respuesta que reciben es invariablemente la siguiente: las estadísticas nos muestran que la tendencia que les interesa seguía vigente el día al que se refieren nuestros datos estadísticos más recientes; si no aparecen factores perturbadores, no hay razón para que la tendencia cambie; sin embargo, no sabemos nada sobre la cuestión de si se presentarán o no esos nuevos factores.
VIII. Relativismo ético
El relativismo epistemológico, doctrina esencial del historicismo, debe distinguirse claramente del relativismo ético de otras corrientes de pensamiento. Hay autores que combinan el relativismo praxeológico con el relativismo ético. Pero también hay autores que hacen gala de un absolutismo ético al tiempo que rechazan el concepto de leyes praxeológicas universalmente válidas. Así, muchos adeptos de la Escuela Histórica de economía y del institucionalismo juzgan el pasado histórico desde el punto de vista de lo que consideran preceptos morales indiscutibles y nunca cambiantes, por ejemplo, la igualdad de riqueza y de rentas. A los ojos de algunos de ellos la propiedad privada es como tal moralmente objetable. Culpan a los economistas de una supuesta alabanza de la riqueza material y de un menosprecio de las preocupaciones más nobles. Condenan el sistema de la empresa privada como inmoral y defienden el socialismo por su presunto mayor valor moral. Según ellos, la Rusia soviética cumple mejor con los principios inmutables de la ética que las naciones de Occidente comprometidas con el culto a Mammón.
Frente a toda esta palabrería emocional, es necesario volver a señalar que la praxeología y la economía, su rama más desarrollada hasta ahora, son neutrales con respecto a cualquier precepto moral. Se ocupan de la búsqueda de los fines elegidos por los hombres que actúan, sin tener en cuenta si estos fines son aprobados o desaprobados desde cualquier punto de vista. El hecho de que la inmensa mayoría de los hombres prefiera una oferta más rica de bienes materiales a una oferta menos amplia es un dato de la historia; no tiene cabida en la teoría económica. La economía no defiende el capitalismo ni rechaza el socialismo. Simplemente trata de mostrar cuáles son los efectos necesarios de cada uno de estos dos sistemas. Quien no esté de acuerdo con las enseñanzas de la economía debe intentar refutarlas mediante el razonamiento discursivo, no mediante el abuso, las insinuaciones y la apelación a normas arbitrarias, supuestamente éticas.
Las notas editoriales son de Richard M. Ebeling. Todas las demás notas son de Ludwig von Mises.
Esta ponencia fue presentada originalmente en el Simposio sobre Relativismo del Fondo Volker, 1960.
- 1[Karl Knies, Geld und Kredit, 3 vols. (Berlín: Weidmann, 1873-79) - Ed.]
- 2[Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft vol. 1 de Grundriß der Sozial Ökonomik (Tübingen, 1922). Edición en inglés The Theory of Social and Economic Organization, A.M. Henderson y Talcott Parsons, trans. (Glencoe, Ill.: Free Press, 1947) - Ed.]
- 3[Ed.] [Gustav Schmoller fue el fundador de la «joven» escuela histórica alemana o «histórico-ética». Su programa combinaba un enfoque histórico de los fenómenos económicos con la búsqueda de una política económica y social basada en «principios morales». Lujo Brentano fue un destacado defensor y seguidor de Schmoller, pero discrepó en cuestiones de metodología - Ed.]
- 4La primera edición se publicó en 1853 con el título Die poitische Ökonomie vom Standpunkte der geschichtlichen Methode. La segunda edición se publicó en 1883 con el título Die politische Ökonomie vom geschichtlichen Standpunkte. Se trata en gran medida de una reimpresión de la edición anterior, ampliada con numerosas adiciones.
- 5[Los defensores de la Escuela Histórica «más antigua» no defendían la política como medio de intervención, ni como base del razonamiento económico, como hacían los defensores de la Escuela Histórica «más joven» - Ed.]
- 6[Jean Charles Leonard Sismondi fue un economista e historiador suizo. Pensaba que el centro de la economía debía ser el hombre y la reforma social, no la riqueza y el laissez faire. Sismondi fue el primero en practicar el análisis de época moderno en 1819 - Ed.]
- 7No es necesario entrar en el análisis de las otras dos subclases enumeradas por Weber. Para una crítica detallada de la doctrina de Weber, véase mi ensayo «Sociologie und Geschichte», en Archiv für Sozialwissenschaft vol. 61 [1929], reimpreso en mi libro Grundprobleme der National Ökonomie (Jena: Gustav Fischer, 1933), pp. 64-121. En la traducción al inglés de este libro, Epistemological Problems of Economics, George Reisman, trans. y Arthur Goddard, ed. (Princeton: D. Van Nostrand, 1960), este ensayo aparece en las páginas 68-129.
- 8H. Hartmann,«On Rational and Irrational Action», en Psychoanalysis and the Social Sciences, vol. 1 (1947), p. 371.
- 9Cuando las ciencias de la acción humana se refieren a los fines, se refieren siempre a los fines a los que se dirigen los hombres actuantes. Esto distingue a estas ciencias de las doctrinas metafísicas conocidas bajo el nombre de «filosofía de la historia» que pretenden conocer los fines hacia los que una entidad sobrehumana —por ejemplo, en el contexto del marxismo, las «fuerzas productivas materiales»— dirige el curso de los asuntos independientemente de los fines que los hombres actuantes quieren alcanzar.
- 10Otto Neurath, “Foundations of the Social Sciences”, International Encyclopedia of Unified Science, vol. 2, nº 1 (Chicago: University of Chicago Press, 1956). p. 9.