[Este artículo fue escrito a mediados de la década de los 50 con la firma «Aubrey Herbert», un seudónimo que Rothbard usaba en el periódico «Faith and Freedom». Nunca fue publicado.]
Al libertario que está felizmente comprometido exponiendo su filosofía política en toda la gloria de sus convicciones, casi con seguridad será detenido por una estrategia indefectible de los estatistas. Mientras el libertario denuncia la educación pública o la Oficina de Correos, o se refiere al impuesto como robo legalizado, el estatista invariablemente desafía: «Bueno, ¿entonces eres un anarquista?» El libertario se limita a balbucear: «No, no, por supuesto que no soy un anarquista.» «Bueno, entonces, ¿qué medidas gubernamentales sí favoreces? ¿Qué tipo de impuestos quieres imponer?» El estatista ha ganado irremediablemente la ofensiva, y, no teniendo respuesta a la primera pregunta, el libertario se encuentra abandonando su caso.
Así, el libertario suele responder: «Bueno, yo creo en un gobierno limitado, que el gobierno se limite a la defensa de la persona o propiedad o el individuo contra la invasión por la fuerza o el fraude.» He tratado de mostrar en mi artículo, «El verdadero agresor» en la edición de abril de 1954 de Faith and Freedom que esto deja al conservador indefenso ante el argumento de «necesario para la defensa,» cuando se utiliza para medidas gigantescas de estatismo y derramamiento de sangre. Hay otras consecuencias tanto o más graves. El estatista puede continuar con el asunto: «Si admite que es legítimo que las personas se unan y permitan al Estado obligar a los individuos a pagar impuestos por un determinado servicio —«defensa»— ¿por qué no es también igualmente moral y legítimo que las personas se unan en una manera similar y permitan al Estado prestar otros servicios —tales como oficinas de correos, «bienestar», acero, energía, etc.? Si un Estado apoyado por una mayoría puede moralmente hacer lo uno, ¿por qué no moralmente hacer lo demás?» Confieso que no veo ninguna respuesta a esta pregunta. Si es apropiado y legítimo coaccionar a un Henry Thoreau a pagar impuestos para su propia «protección» a un monopolio estatal coercitivo, no veo ninguna razón por la cual no sea igualmente apropiado obligarlo a pagar al Estado por cualquier otro servicio, ya se trate de alimentos, la caridad, los periódicos, o acero. Nos queda concluir que el libertario puro debe abogar por una sociedad en la que un individuo voluntariamente pueda apoyar ninguna o cualquier agencia policial o judicial que considere eficaz y digna de su encargo.
Aquí no tengo la intención de ocuparme de una exposición detallada de este sistema, sino solamente responder a la pregunta, ¿es esto anarquismo? Esta pregunta aparentemente simple es en realidad muy difícil de contestar en una oración, o en un breve sí o no. En primer lugar, no hay significado consensuado para la palabra «anarquismo». La persona promedio puede pensar que sabe lo que significa, sobre todo que es malo, pero en realidad no lo sabe. En ese sentido, la palabra se ha vuelto como la lamentada palabra «liberal», salvo que esta última tiene «buenas» connotaciones en las emociones del hombre común. Las distorsiones y confusiones casi insuperables han venido tanto de los adversarios como de los partidarios del anarquismo. Los primeros han distorsionado completamente principios anarquistas y han hecho varias acusaciones falaces, mientras que los segundos se han dividido en numerosos campos en conflicto con filosofías políticas que son, literalmente, tan distantes como el comunismo y el individualismo. La situación es aún más confusa por el hecho de que, a menudo, los diversos grupos anarquistas mismos no reconocen el enorme conflicto ideológico entre ellos.
Una acusación muy popular contra el anarquismo es que «significa el caos». Si un tipo específico de anarquismo conduciría al «caos» es una cuestión para el análisis; ningún anarquista, sin embargo, nunca deliberadamente quiso instaurar el caos. Cualquier otra cosa que él o ella pudo haber sido, ningún anarquista ha deseado deliberadamente el caos o la destrucción del mundo. De hecho, los anarquistas siempre han creído que la implementación de su sistema eliminaría los elementos caóticos que ahora agobian al mundo. Un incidente divertido, iluminando esta idea falsa, se produjo después de la final de la guerra, cuando un joven entusiasta por un gobierno mundial escribió un libro titulado Un mundo o la anarquía, y el más prominente anarquista en Canadá replicó con un trabajo titulado La anarquía o el caos.
La mayor dificultad en el análisis del anarquismo es que el término se aplica a las doctrinas muy conflictivas. La raíz de la palabra viene del término anarche, es decir, la oposición a la autoridad o los mandatos. Esto es lo suficientemente amplio como para cubrir una serie de diferentes doctrinas políticas. En general, estas doctrinas han sido agrupadas como «anarquistas» por su hostilidad común a la existencia del Estado, el monopolio coercitivo de la fuerza y autoridad. El anarquismo surgió en el siglo 19, y desde entonces la doctrina anarquista más activa y dominante ha sido la de «comunismo anarquista». Este es un término apto para una doctrina que también ha sido llamada «el anarquismo colectivista», «anarcosindicalismo» y «comunismo libertario». Podemos denominar a este conjunto de doctrinas relacionadas como «anarquismo de izquierda». El comunismo anarquista es principalmente de origen ruso, forjado por el príncipe Pedro Kropotkin y Mikhail Bakunin, y es esta la forma que ha connotado «anarquismo» en todo el continente europeo.
La principal característica del comunismo anarquista es que ataca la propiedad privada tan vigorosamente como ataca al Estado. El capitalismo es considerado tan tiránico, «en el ámbito económico,» como el Estado en el ámbito político. Los anarquistas de izquierda odian el capitalismo y la propiedad privada tal vez con mayor fervor que el socialista o el comunista. Al igual que los marxistas, el anarquista de izquierda está convencido de que los capitalistas explotan y dominan a los trabajadores, y también que los terratenientes invariablemente explotan a los campesinos. Los puntos de vista económicos de los anarquistas les presentan un dilema crucial, el pons asinorum de la anarquía de izquierda: ¿cómo pueden el capitalismo y la propiedad privada ser abolidos, mientras que se suprime el Estado al mismo tiempo? Los socialistas proclaman la gloria del Estado, y el uso del Estado para abolir la propiedad privada —para ellos el dilema no existe. El comunista marxista ortodoxo, que se presta al discurso de la anarquía de izquierda, resuelve el dilema mediante el uso de la dialéctica hegeliana: el misterioso proceso por el cual algo se convierte en su contrario. Los marxistas ampliarían el Estado al máximo y abolirían el capitalismo, y luego se sentarían a esperar con confianza el «marchitamiento» del Estado.
La lógica espuria de la dialéctica no está abierta a los anarquistas de izquierda, que quieren abolir el Estado y el capitalismo al mismo tiempo. Lo más cerca que los anarquistas han estado de llegar a la solución del problema ha sido de defender el sindicalismo como el ideal. En el sindicalismo, se supone que cada grupo de trabajadores y campesinos poseen los medios de producción en común, y planifican ellos mismos, mientras cooperan con otros colectivos y comunas. El análisis lógico de estas maquinaciones demostraría en seguida que todo el programa es una tontería. Una de dos cosas ocurriría: una agencia central planificaría y dirigiría a los diversos subgrupos, o los colectivos serían realmente autónomos. Pero la pregunta crucial es si estos organismos estarían facultados para utilizar la fuerza para poner en práctica sus decisiones. Todos los anarquistas de izquierda han convenido en que la fuerza es necesaria contra los recalcitrantes. Pero entonces la primera posibilidad no significa nada más ni menos que el comunismo, mientras que la segunda conduce a un verdadero caos de los comunismos diversos y antagónicos, que probablemente daría lugar finalmente a algún comunismo central después de un período de guerra social. Así, el anarquismo de izquierda debe significar en la práctica ya sea comunismo regular o un verdadero caos de síndicatos comunistas. En ambos casos, el resultado real debe ser que el Estado se restablezca con otro nombre. Es la ironía trágica del anarquismo de izquierda que, a pesar de las esperanzas de sus partidarios, no es realmente anarquismo en absoluto. O bien es comunismo o el caos.
No es de extrañar, por lo tanto, que el término «anarquismo» haya recibido una mala prensa. Los principales anarquistas, especialmente en Europa, han sido siempre de la variedad de izquierda, y hoy en día los anarquistas se encuentran exclusivamente en el campo de la izquierda. Si se añade a eso la tradición de la violencia revolucionaria derivada de las condiciones europeas, no es de extrañar que el anarquismo sea desacreditado. El anarquismo era políticamente muy potente en España, y durante la Guerra Civil española, los anarquistas establecieron comunas y colectivos que ejercían autoridad coercitiva. Una de sus primeras medidas fue abolir el uso del dinero bajo pena de muerte. Es evidente que el supuesto odio anarquista hacia la coerción había ido muy mal. La razón era la contradicción insoluble entre los principios antiestatistas y antipropietarios de la anarquía de izquierda.
¿Cómo es, entonces, que a pesar de las contradicciones lógicas fatales en el anarquismo de izquierda, haya un grupo muy influyente de intelectuales británicos que actualmente pertenecen a esta escuela, entre ellos el crítico de arte Sir Herbert Read, y el psiquiatra Alex Comfort? La respuesta es que los anarquistas, quizás inconscientemente viendo lo irremediable de su posición, han insistido en rechazar la lógica y la razón por completo. Hacen énfasis en la espontaneidad, las emociones, los instintos, en vez de en la lógica supuestamente fría e inhumana. De este modo, pueden, por supuesto, permanecer ciegos a la irracionalidad de su posición. Sobre la economía, que les mostraría la imposibilidad de su sistema, son completamente ignorantes, quizás más que cualquier otro grupo de teóricos políticos. Intentan resolver el dilema sobre la coerción con la absurda teoría de que el crimen simplemente desaparecería si el Estado se suprimiera, por lo que ninguna coerción tendría que ser usada. La irracionalidad de hecho impregna casi todos los puntos de vista de los anarquistas de izquierda. Rechazan la industrialización, así como la propiedad privada, y tienden a favorecer la vuelta a la artesanía y las simples condiciones campesinas de la Edad Media. Ellos están fanáticamente a favor del arte moderno, que consideran arte «anarquista». Tienen un odio intenso hacia dinero y hacia las mejoras materiales. Vivir una simple vida campesina, en las comunas, es alabado como «vivir la vida anarquista», mientras que se supone que una persona civilizada es viciosamente burguesa y no-anarquista. Así, las ideas de los anarquistas de izquierda se han convertido en un revoltijo sin sentido, mucho más irracional que las de los marxistas, y merecidamente son miradas con desprecio por casi todo el mundo como irremediablemente «chifladas». Lamentablemente, el resultado es que las buenas críticas que a veces hacen de la tiranía del Estado tienden a ser pintadas con el mismo cepillo «chiflado».
Teniendo en cuenta a los anarquistas dominantes, es evidente que la pregunta «¿son anarquistas los libertarios?» se debe responder negativamente sin vacilar. Estamos en polos completamente opuestos. La confusión surge, sin embargo, debido a la existencia en el pasado, particularmente en los Estados Unidos, de un grupo pequeño pero brillante de «anarquistas individualistas», dirigido por Benjamin R. Tucker. Aquí llegamos a una estirpe diferente. Los anarquistas individualistas han contribuido mucho al pensamiento libertario. Ellos han proporcionado algunas de las mejores declaraciones sobre el individualismo y antiestatismo que jamás hayan sido escritas. En la esfera política, los anarquistas individualistas fueron en general libertarios solidos. Estaban a favor de la propiedad privada, exaltaban la libre competencia, y luchaban contra todas las formas de intervención gubernamental. Políticamente, los anarquistas de la corriente de Tucker tenían dos defectos principales: (1) que no abogaban por la defensa de terrenos privados más allá de lo que el propietario utilice personalmente; (2) que se basaban excesivamente en los jurados y no veían la necesidad de un cuerpo de derecho constitucional libertario que los tribunales privados habrían de sostener.
En contraste con sus fallas políticas de menor importancia, sin embargo, cayeron en graves errores económicos. Ellos creían que el interés y la utilidad eran explotadores, debido a una supuesta restricción artificial en la oferta de dinero. Que el Estado y sus políticas monetarias sean eliminadas, y la banca libre será establecida, creían, y todo el mundo imprimiría tanto dinero como necesitasen, y los intereses y las ganancias caerían a cero. Esta doctrina hiperinflacionista, adquirida del francés Proudhon, es una tontería económica. Debemos recordar, sin embargo, que la economía «respetable», entonces y ahora, se ha impregnado de errores inflacionistas, y muy pocos economistas han comprendido la esencia de los fenómenos monetarios. Los inflacionistas simplemente toman el inflacionismo más gentil de la economía de moda y valientemente lo empujan a su conclusión lógica.
La ironía de esta situación era que mientras los anarquistas individualistas insistían en sus teorías bancarias sin sentido, el orden político por el que abogaban hubiera dado lugar a resultados económicos directamente contrarios a lo que creían. Ellos pensaban que la banca libre daría lugar a la expansión indefinida de la oferta monetaria, mientras que la verdad es precisamente lo contrario: daría lugar a la «moneda fuerte» y ausencia de inflación. Las falacias económicas de los tuckerianos, sin embargo, son de una especie completamente diferente a las de los anarquistas colectivistas. Los errores de los colectivistas los llevaron a abogar por un comunismo político virtual, mientras que los errores económicos de los individualistas todavía les permitieron abogar por un sistema casi libertario. Una persona superficial fácilmente podría confundir a los dos, porque los individualistas fueron llevados a atacar a los «capitalistas», de quienes creían explotaban a los trabajadores mediante la restricción estatal de la oferta monetaria.
Estos anarquistas «de derecha» no adoptaron la tonta postura de que el crimen desaparecería en la sociedad anarquista. Sin embargo, sí tendían a subestimar el problema de la delincuencia, y como resultado nunca reconocieron la necesidad de una constitución libertaria fija. Sin esta constitución, el proceso judicial privado podría llegar a ser verdaderamente «anárquico» en el sentido popular.
El ala Tucker del anarquismo floreció en el siglo XIX, pero murió al llegar la Primera Guerra Mundial. Muchos pensadores libertarios en esa edad de oro del liberalismo estaban trabajando en doctrinas que eran similares en muchos aspectos. Estos libertarios genuinos nunca se refirieron a sí mismos como anarquistas, sin embargo; probablemente la razón principal fue que todos los grupos anarquistas, incluso los de derecha, poseían en común doctrinas económicas socialistas.
Aquí debemos notar todavía una tercera variedad del pensamiento anarquista, uno completamente diferente de los colectivistas o individualistas. Este es el pacifismo absoluto de León Tolstoi. Esta predica una sociedad donde la fuerza no sería usada ni siquiera para defender a personas y bienes, tanto por el Estado u organizaciones privadas. El programa de Tolstoi de la no violencia ha influido en muchos supuestos pacifistas de hoy, principalmente a través de Gandhi, pero éstos no se dan cuenta de que no puede haber pacifismo completo genuino a menos que el Estado y otros organismos de defensa sean eliminados. Este tipo de anarquismo, por encima de todos los demás, se basa en una visión excesivamente idealista de la naturaleza humana. Sólo podría funcionar en una comunidad de santos.
Debemos concluir que la pregunta «¿son anarquistas los libertarios?» simplemente no puede ser respondida sobre bases etimológicas. La vaguedad del término en sí mismo es tal que el sistema libertario sería considerado anarquista por algunas personas y arquista por otros. Por lo tanto, debemos recurrir a la historia para esclarecerlo; aquí nos encontramos con que ninguno de los proclamados grupos anarquistas corresponde a la posición libertaria, que incluso los mejores de ellos tienen elementos irrealistas y socialistas en sus doctrinas. Además, nos encontramos con que todos los anarquistas actuales son irracionales colectivistas, y por lo tanto se encuentran en el polo opuesto de nuestra posición. Por tanto, debemos concluir que no somos anarquistas, y que los que nos llaman anarquistas no tienen bases etimológicas firmes, y están siendo totalmente ahistóricos. Por otro lado, es evidente que no somos arquistas tampoco: no creemos en el establecimiento de una autoridad central tiránica que forzará a los no invasivos, así como a los invasivos. Quizás, entonces, podríamos llamarnos con un nombre nuevo: noarquista. Luego, cuando, en el fulgor del debate, el desafío inevitable de «¿Eres un anarquista?» se oye, podamos, quizás por primera y última vez, encontrarmos en el lujo de la «mitad del camino» y decir: «Señor, no soy ni un anarquista ni un arquista, pero estoy exactamente en el medio noarquista del camino».