En 1828, el Congreso aprobaba un arancel que aumentaba los gravámenes obre diversas importaciones hasta el extremo de que se conocería como el Arancel Abominable. En protesta por estos altos gravámenes, el vicepresidente John C. Calhoun escribió anónimamente La exposición y protesta de Carolina del Sur, denunciando la propuesta “inconstitucional, opresora e injusta”. La protesta se hacía en contra de “todo el sistema de legislación que impone gravámenes a las importaciones no por razón de los ingresos, sino para la protección de un sector industrial a costa de otros”.
La polémica generó la tristemente famosa “crisis de la anulación”, en la que Carolina del Sur se situó en contra de Andrew Jackson y el gobierno nacional hasta que se llegó a un compromiso que rebajaba los gravámenes existentes. Carolina del Sur estuvo de acuerdo en someterse, aunque no hubo ninguna indicación real de que hubiera tenido lugar ningún cambio sustantivo en la ley: sencillamente, se rebajaron los gravámenes.
Como he argumentado en otro momento, la polémica de los aranceles quedó relegada ante otros problemas políticos después de 1833, pero el desacuerdo entre el Norte y el Sur, en términos generales, siguió sobreviviendo con respecto al problema de los aranceles. Una vez se independizaron los estados sureños, el gobierno de la Unión, controlado por los republicanos, no ofreció resistencia real a la aprobación del Arancel Morrill en 1861. Los Estados Confederados de América demostraron su contraria oposición al proteccionismo al permitir a su Congreso “Establecer y recaudar impuestos, tasas, gravámenes y contribuciones para obtener ingresos”, pero, en la misma cláusula, su constitución prohibía específicamente “cualquier gravamen o impuesto a importaciones de naciones extranjeras establecido para promover o estimular cualquier sector industrial” (cursivas añadidas).
El proteccionismo fue indudablemente la justificación para los altos aranceles y este argumento continuó usándose mucho después de la Guerra de Secesión. El propio Andrew Carnegie avalaba el arancel del acero como su razón para entrar en el sector del acero antes que cualquier otra aventura empresarial. Cuando se aprobó en 1930 el Arancel Smoot-Hawley, imponiendo aranceles a más de 20.000 bienes importados, el proteccionismo fue de nuevo su justificación. Incluso en el Sur antiproteccionista se toleraron silenciosamente varias excepciones, como el arancel del azúcar que protegía a las plantaciones de Luisiana y Texas, aunque tuvo la oposición de sureños de otras regiones.
El problema de todas estas disputas (aranceles como impuesto frente a aranceles como estímulo a la industria nacional) es que no hay diferencia sustancial entre uno y otro. Es verdad que una propuesta puede redactarse revelando un supuesto propósito de aumentar los ingresos o proteger la industria, y los políticos también defenderán una propuesta usando esos argumentos. Es posible que esas intervenciones sean sinceras. Pero, sin embargo, sigue sin haber ninguna diferencia económica entre un arancel de ingresos y un arancel proteccionista.
Casi parece demasiado obvio como para merecer decirlo, pero los debates recientes ilustran la necesidad de decir a veces lo obvio: los efectos económicos de un arancel son independientes de las intenciones de la ley. Los aranceles pueden variar en función de lo altos o bajos que sean los gravámenes impuestos y pueden variar de acuerdo con los sectores objetivo. Pero todos los aranceles, independientemente de sus propósitos respectivos, tienen los mismos efectos. Recaudan dinero para el gobierno y aumentan los precios de los bienes de consumo (ya directamente para importaciones de bienes de consumo o indirectamente para importaciones de bienes de producción). Políticamente, no es raro que otros países instituyan sus propios aranceles de represalia en respuesta, lo que no hace más que multiplicar los efectos dañinos de los aranceles en ambos países. Y tal vez el efecto más importante, además de ser el más probable que quede a la vista en el radar, es la reasignación de recursos en líneas menos eficientes de producción.
El comentarista conservador (léase: animador) Dinesh D’Souza revelaba su propia incapacidad de entender esto último cuando alababa recientemente el anuncio del CEO de US Steel de que abrirían una nueva factoría de acero como resultado de los aranceles de Trump. Afirmaba sarcásticamente que “el pobre Milton Friedman estaría confuso” por este fenómeno. Pero para cualquiera que esté familiarizado con los escritos de Frédéric Bastiat no hay nada confuso acerca del comportamiento de US Steel.
En el área de la economía, una acción, una costumbre, una institución, una ley no hacen nacer solo un efecto, sino una serie de efectos. De estos efectos, solo el primero es inmediato; se manifiesta simultáneamente con su causa: se ve. Los otros se desarrollan en sucesión: no se ven, nos basta si se prevén. Entre un economista bueno y uno malo esta constituye toda la diferencia: uno tiene en cuenta el efecto visible; el otro tiene en cuenta tanto los efectos que se ven y también los que es necesario prever.
Henry Hazlitt, uno de los mejores divulgadores modernos de Bastiat, lo deja todavía más claro en el contexto de la polémica de los aranceles:
Por tanto, el efecto de un arancel es cambiar la estructura de la producción estadounidense. Cambia el número de ocupaciones, el tipo de ocupaciones, y el tamaño relativo de un sector comparado con otro. Hace más grandes los sectores en los que somos comparativamente ineficientes y más pequeños los sectores en los que somos comparativamente eficientes. Por tanto, su efecto neto es reducir la eficiencia estadounidense, así como reducir la eficiencia en los países con los que habríamos comerciado más en caso contrario.
Estos efectos son reales independientemente de si un arancel pretende “proteger” a la industria nacional o no. El anuncio del CEO de US Steel simplemente demuestra que las políticas proteccionistas sí tienen algunos beneficiarios (en este caso, empresas gigantescas) a costa de los consumidores y otras empresas, como la multitud de compañías que necesitan acero para su propia producción. Los 500 empleos que D’Souza cree que habrían desconcertado a Milton Friedman indudablemente serán a costa de otros empleos invisibles que no se crearán en empresas consumidoras de acero, además de los precios más altos por los bienes que sufrirán todos los consumidores como consecuencia de estas políticas anticomerciales.
El proteccionismo es una falacia económica que sencillamente no va a morir. Los aranceles de Trump no son nada más que la vieja ideología mercantilista para cuya refutación se inventó en la práctica la profesión económica. A lo que la mayoría de los economistas llaman hoy la Ley de la Ventaja Comparativa, Ludwig von Mises siempre la llamaba “la ley ricardiana de la asociación”, por la que halaga a David Ricardo (merecidamente) por haber sido siempre “totalmente consciente del hecho de que su ley del coste comparativo, que exponía principalmente para tratar un problema especial del comercio internacional, es un caso concreto de la ley más universal de la asociación” (La acción humana, p. 159).
Los mitos del proteccionismo y el mercantilismo se basan en el atractivo político de los éxitos exotéricos, como los 500 nuevos empleos de US Steel. Pero la Ley de Asociación nos recuerda los fracasos esotéricos de estas políticas. Libre comercio significa dejar que aquellos que pueden producir mejor y más eficientemente lo hagan, en cualquier sector que puedan y, mediante el comercio, todos se beneficien de la mayor productividad. Esto es verdad cuando se produce entre dos individuos y es verdad cuando se produce entre dos naciones.