Datos recientes del Pew Research Center muestran que, de 1994 a 2022, la opinión de los americanos sobre los partidos políticos opuestos fue cada vez más negativa. En 1994, sólo el 21% de los Republicanos y el 17% de los Demócratas tenían una opinión «muy desfavorable» del otro partido. En 2022, esa categoría aumentó al 62% para los Republicanos y al 54% para los Demócratas. Si incluimos a los que tienen opiniones «desfavorables», más del 80% tanto de los Republicanos como de los Demócratas tienen opiniones negativas del otro partido.
Uno de los muchos efectos indeseables de esta polarización es un entorno en el que cualquier cosa puede convertirse en un pararrayos político. Ya se trate de los libros del Dr. Seuss, de Mr. Potato Head o de la película de Barbie, la polémica parece acechar en cada esquina de la sociedad. Nada es seguro, nada es sagrado, y cualquier cosa puede ser utilizada como arma por un factor político contra otro. El término que se utiliza a menudo para describir este conflicto perpetuo es «guerra cultural», un término deprimentemente adecuado. Pero en medio de todos los tuits airados, artículos de opinión y campañas de «cancelación», pocos se preguntan de dónde vienen estas guerras culturales y si podemos acabar con ellas.
Aunque un acontecimiento social complejo nunca es producto de un solo factor, las guerras culturales suelen surgir cuando un grupo de personas utiliza alguna forma de poder para presionar a otro grupo para que cambie sus creencias o su comportamiento. El grupo presionado puede contraatacar y hacer que el grupo que presiona redoble sus esfuerzos. Este ciclo, si continúa, puede convertirse en una auténtica guerra cultural.
¿Cómo es esta dinámica en la práctica? Imaginemos un país en el que un grupo de fanáticos del helado decide hacer que todos los ciudadanos coman más helado. Podrían intentar aprobar leyes que favorecieran el consumo de helado, atacar y avergonzar a los escépticos del helado y fomentar el consumo de helado como norma social. Probablemente ganarían adeptos, pero también enemigos (¡sobre todo los intolerantes a la lactosa!). Los que no quisieran comer helado reaccionarían negativamente y quizá intentarían impulsar una agenda antihelado. Pronto podría estallar una guerra cultural del helado, en la que cada bando presionaría al otro para que se ajustara a sus creencias.
El catalizador de una guerra cultural es la presión ejercida por un grupo sobre otro para que adopte sus formas de pensar y actuar. Pero, ¿por qué los grupos deciden utilizar la fuerza sobre otros para difundir sus puntos de vista? A primera vista, no hay ningún incentivo fuerte para recurrir a la evangelización agresiva. Las sociedades se construyen mediante la cooperación, incluso entre quienes discrepan. El panadero vende su pan tanto a los miembros de su partido político como a los del partido contrario. Si sólo vendiera pan a clientes que adoptaran sus ideas políticas, el mercado se volvería contra él. El mismo incentivo para cooperar existe para los grupos motivados por la ideología. Aunque sin duda les interesa engrosar sus filas, hacerlo de forma agresiva y contundente probablemente vaya en su contra.
El Estado no obedece las mismas normas sociales que sus ciudadanos; sus mandatos no son opcionales, sino coercitivos por naturaleza. Y lo que es más importante, esa coerción (por ejemplo, impuestos, legislación y aplicación de la ley) no existe en el vacío, sino que persigue diversos fines. Los grupos de interés que buscan difundir sus creencias pueden redirigir el poder estatal hacia sus propios fines. Esto puede implicar cualquier cosa, desde conseguir una subvención para una empresa ideológicamente afín hasta utilizar la censura impuesta por el Estado contra los enemigos ideológicos.
A medida que crecen el poder y el alcance de un Estado, también aumentan las oportunidades de dirigir ese poder. En términos de gasto total, el gobierno federal de los Estados Unidos es el mayor de la historia. No es una coincidencia que ahora, cuando el poder del Estado es mayor que nunca, las guerras culturales hagan estragos a nuestro alrededor. Estos conflictos se producen no porque la gente decida luchar entre sí, sino porque se ven obligados a hacerlo. Si sólo existieran asociaciones libres y voluntarias, podrían coexistir creencias alternativas. No habría necesidad de promover, por ejemplo, un estilo de vida frente a otro, porque cada cual podría vivir como mejor le pareciera.
Pero el poder estatal elimina toda opción y variedad. A medida que el Estado aumenta su control sobre ámbitos como los planes de estudios de las escuelas públicas y las subvenciones corporativos, menos ideas y orientaciones tienen la oportunidad de triunfar. Las guerras culturales se enconan dentro de estos confines políticos tan estrechos porque los valores y las creencias están representados o excluidos.
Los conflictos instigados por el poder del Estado siempre se extienden a otros ámbitos de la sociedad. Cuando está en juego la representación política o la exclusión de las propias creencias, una guerra cultural puede convertirse en un entorno en el que cualquier medio de defensa parece válido. Las instituciones sociales, las corporaciones y los medios populares pueden convertirse en armas y esgrimirse contra los enemigos. El resultado es tan familiar como agotador: un conflicto y una controversia interminables, con todas las instituciones, organizaciones y acontecimientos de la sociedad politizados y sin ningún lugar donde esconderse del incesante fuego cruzado.
Las guerras culturales no las crea únicamente el Estado, pero un Estado con demasiado poder las hace inevitables. Los sentimientos altisonantes sobre «mantener conversaciones» y «comprender las creencias de los demás» pueden parecer opciones atractivas para enfriar las tensiones de una guerra cultural, pero subestiman gravemente el alcance del problema. Ningún debate civilizado eliminará las divisiones creadas por el poder del Estado. Hasta que no se destruya ese poder —o, como mínimo, se reduzca en gran medida— las guerras culturales continuarán.