Esta semana, el Tribunal Supremo escuchó las primeras alegaciones con respecto a Masterpiece Cakeshop Ltd. v. Colorado Civil Rights Commission Y, como podéis imaginar, la gente inmediatamente acudió a las redes sociales para proclamar su opinión sobre el asunto. Si prestáis atención a la cultura popular y las noticias de los medios de comunicación, descubriréis que la mayoría de esas opiniones acaba preguntando “¿Por qué no limitarse a hacer el pastel?” Después de todo, ¿cómo puedes estar a favor de la discriminación si no eres un racista o alguien con prejuicios, no?
En realidad, no. Como veremos, es totalmente lo contrario.
Aunque es comprensible que las primeras impresiones caigan presa de la idea de que porque afecta a una pareja gay frente a un negocio, la respuesta natural debería ser respaldar a la pareja contra la injusticia, este caso no se refiere a los derechos de los gays. Tampoco se refiere a la libertad de expresión o religión, a pesar de lo que podáis haber oído en las noticias. Este caso se refiere a los derechos de propiedad, pura y simplemente.
Empecemos con la idea de la autopropiedad, ya que la mayoría puede estar de acuerdo con ese sentimiento y no es un concepto nuevo. La propiedad en el sentido lockeano, en la que te posees a ti mismo y, por tanto también aquello que mezclas con tu trabajo, se remonta a siglos. Reconocemos que, como legítimo dueño, también puedes elegir qué hacer con tu propiedad.
El ejemplo más evidente es la selección de un compañero sexual, pareja de romance o cónyuge de matrimonio. Especialmente en el caso de mujeres, destacamos (correctamente) que el consentimiento es esencial en estos asuntos si tenemos que respetar la propiedad de una persona sobre su propio cuerpo.
Lo que uno hace con su propio cuerpo importa también fuera de las relaciones románticas. También debe requerirse consentimiento para esas actividades.
¿Pero qué es exactamente consentimiento?
La respuesta parece bastante obvia, el consentimiento implica dar permiso para algo. Pero lo que es olvida a menudo, y es pertinente en este caso, es la cuestión sobre de dónde obtiene su valor el consentimiento. La respuesta está en la capacidad de no darlo. Por ejemplo, el consentimiento que una mujer da a una pareja íntima tiene valor precisamente porque pudo haber dicho que no. Esta distinción se destaca en casos relacionados con el alcohol, donde a menudo señalamos el hecho de que la mujer “no pudo consentir”. por lo que la mayoría la gente concluye erróneamente que solo significa que no pudo decir que sí, en lugar de darse cuenta también de la importancia que tiene su incapacidad de decir no. Igualmente, la idea del trabajo es similar. Pedir a alguien que te ayude en forma de darte su trabajo y los productos derivados requiere consentimiento, lo que significa capacidad de decir que no. Cuando el consentimiento no está presente, de lo que estamos hablando es literalmente de trabajo forzado o algo peor.
Lo que me lleva señalar lo desconcertante que es ver que la gente no se ve inmediatamente horrorizada por la idea de que un gobierno se entrometa para anular el consentimiento una persona. Sin embargo, no debería sorprendernos, dado que el estado es en sí mismo una entidad que opera fuera de los confines del consentimiento civilizado y se basa en la coacción violenta para obtener ese “consentimiento”. Después de todo, los estados nunca sido amigos de las actividades consensuales, incluyendo el apoyo estatal a la esclavitud, el servicio militar y los impuestos.
Hay un buen alegato a realizar acerca de que ciertos tipos de discriminación (como el racismo y el sexismo) son perjudiciales para la calidad de vida en una sociedad civil. Sin embargo, está mucho menos claro que deba darse poder a los estados para ser los árbitros finales con respecto a si una discriminación en cualquier caso concreto es o no buena o mala. Si el estado decide que se ha empleado “discriminación mala”, el estado deroga el libre consentimiento a través de sus medios habituales de coacción: multas, demandas e incluso prisión.
Por supuesto, abolir completamente la discriminación sería imposible. La discriminación no es mala de por sí, sino más bien algo que ocurre naturalmente. Como compradores discriminamos normalmente entre vendedores, eligiendo excluir algunos y comprando a otros, basándonos en ciertos criterios. Una decisión de comprar algo en algún momento concreto requiere no comprar alguna otra cosa. Una de las grandes cosas acerca del mercado es la influencia que tiene cada uno de nosotros a través de nuestra capacidad de “votar” con nuestros dólares con respecto a las prácticas empresariales que consideramos aceptables o no. Si la capacidad de discriminar, obligando así a los vendedores a obtener nuestro sentimiento a las transacciones, no solo acabaríamos con las deficiencias internas del mercado, sino que también nos veríamos atrapados en un estado completo de totalitarismo, anulando cualquier valor al consentimiento.
En lo que se refiere a las creencias personales, ya sean religiosas o de otro tipo, lo que deberíamos hacer en su lugar es practicar la tolerancia. Esto no significa siempre que tengamos que estar de acuerdo con alguien, sino que deberíamos valorar siempre su consentimiento y no violar sus decisiones solo porque no las aprobemos, ya sea mediante decreto público o no. Por contrario, reconozcamos que la discriminación puede usarse como solución. Al discriminar malévolamente un negocio a clientes potenciales, dañan sus propias posibilidades de permanecer en el mercado, dado que los consumidores tienen la capacidad de discriminar también sencillamente comparando en otro lugar. Combinando esa apreciación con el motivo para evitar el ostracismo social por parte de la comunidad vemos que tanto compradores como vendedores tienen un incentivo activo para no discriminar con propósitos maliciosos. Y desde la llegada de internet, la afirmación de no tener vendedores alternativos (que siempre se ha aliviado mediante soluciones de mercado) se ha hecho casi completamente irrelevante, con la mayoría de los monopolios modernos siendo perpetuados por la autoridad legislativa, no resueltos por ella.
Además, con todas las alegaciones de conducta sexual inapropiada que circulan recientemente en la política y la cultura popular, deberíamos considerar seriamente cómo vemos en consentimiento del individuo como cultura antes de hacer caso omiso de su valor en otras áreas por el “bien mayor” de la sociedad. Así que debemos preguntarnos, ¿por qué no hacer el pastel? Dicho de manera sencilla, porque la sociedad civil tendría que estar apoyando la importancia del consentimiento, protegiendo el derecho al autopropiedad y defendiendo a la minoría frente a la explotación, que son todos principios que deberíamos poder abarcar. Y en lo que se refiere a las poblaciones minoritarias, la más pequeña entre nosotros siempre será el individuo.