El historiador Julian Zelizer escribe que las investigaciones al estilo Watergate están bien a veces, pero no deberíamos exagerar en la desconfianza hacia el gobierno. Después de todo, «la fe en el gobierno», escribe Zelizer, «es necesaria para una sociedad sana». Como señala Rothbard más abajo, el escándalo Watergate fue un acontecimiento excelente precisamente porque socavó la fe en el gobierno. Sin embargo, Zelizer nos dice que «desterremos los recuerdos de Watergate» para que podamos superar toda esta sospecha malsana hacia el gobierno. Escribe Zelizer:
A menudo, esta actitud [de sospecha hacia el gobierno] tiene efectos beneficiosos, pues alienta a los políticos a asegurarse de que no vuelvan a producirse niveles similares de corrupción. Pero, con demasiada frecuencia, como muchos dirían que ha sido el caso del IRS, las historias de mala gestión administrativa se exageran, consumiendo el tiempo de Washington y desviando su atención de los problemas más importantes. El peor efecto de Watergate es que creó un clima en el que los americanos no confían en su gobierno. Una cosa es desconfiar y otra rechazarlo por completo. Los índices de aprobación recientes del Congreso cayeron al 7% y los del presidente al 29%. Esto forma parte de la tendencia más amplia que hemos visto desde los años 60. Es extremadamente difícil que el gobierno haga su trabajo o que los votantes tengan la clase de fe en el gobierno que es necesaria para una sociedad sana.
En cambio, Murray Rothbard, que escribió en 1973, adoptó una postura bastante diferente. En sus «Notas sobre Watergate», Rothbard vio desde el principio algunos de los beneficios del escándalo y, comparando su punto de vista con la situación actual, podemos sacar algunas conclusiones:
- La conspiración de Watergate ahora parece pintoresca comparada con el aluvión incesante de abusos gubernamentales que enfrentamos hoy.
- Si hoy se le presentara una conspiración similar, el público americano bostezaría y simplemente la aceptaría. «El presidente sólo está tratando de protegernos», nos dirían. De hecho, Rothbard señala más abajo que Ronald Reagan defendió a los conspiradores como espías por «una buena causa».
- La controversia de Watergate fue maravillosa por al menos dos razones: 1) puso sobre la mesa el impeachment de un presidente. 2) condujo a una «rápida desacralización de nuestra policía secreta nacional». No es casualidad que después de Watergate, el Congreso aprobara múltiples leyes que intentaban controlar a la CIA, el FBI y otros órganos de la policía secreta americana. Sin embargo, la mayor parte de esas leyes ahora son nulas y sin valor.
El texto:
Notas sobre Watergate The Libertarian Forum Volumen V, N.º 5, mayo de 1973 por MNR
NOTAS SOBRE WATERGATE
Por Murray N. Rothbard
Este artículo apareció por primera vez en The Libertarian Forum, Volumen V, N.º 5, mayo de 1973.
No cabe duda de ello: nos equivocamos de plano al restarle importancia política al caso Watergate (noviembre de 1972). Sin embargo, en nuestra defensa, Watergate siguió siendo un escándalo menor de proporciones insignificantes hasta que James W. McCord, Jr., bajo los golpes de martillo del juez «Maximum John» Sirica, estalló y empezó a implicar a los de arriba. Sub specie aeternetatis, un grupo de políticos espiando y saboteando a otro no tiene importancia cósmica. Pero ¡qué delicia ver cómo todo el equipo sórdido y robótico, incluso en los puestos más altos de la Casa Blanca, recibe su merecido! Las noticias de cada mañana traen más revelaciones, más escándalos, a medida que la red de corrupción del poder se extiende hacia arriba y hacia afuera. Uno a uno, caen, a medida que el presidente se queda tan corto de personal que algunos tienen que duplicar sus puestos. Una cosa es segura: no podría haberle sucedido a un grupo de personas más agradables o más merecedoras, o a una institución más merecedora.
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El caso Watergate tiene muchas facetas interesantes e incluso descuidadas. Vemos al personal de la Casa Blanca como el epítome del Hombre Organización: gente con un pensamiento y una lealtad: no a la verdad, ni a la justicia, ni al honor, ni siquiera al país, sino al presidente. El presidente se convierte en una figura casi divina a cuyo servicio se pueden emplear todos los medios posibles. Y, sin embargo, ¿qué ocurre cuando se rompe la costra de lealtad, cuando aumenta la presión? Entonces, el presidente es olvidado y cada uno se las arregla por sí mismo, cada uno apresurándose a tratar de limpiar su situación y a señalar con el dedo a sus antiguos colegas. Un espectáculo verdaderamente edificante de nuestros gobernantes en acción con su conocida devoción al Interés Público y al Bien Común. ¡Vamos, a por todos, compañeros! ¡Implicad, implicad! Antes de la locura, por supuesto, estaba el encubrimiento. Aquí vemos los instintos inveterados de la burocracia de silenciar las cosas, de echarlas bajo la alfombra y de no dejar nunca, nunca, que el sufrido ciudadano y el contribuyente se enteren de lo que está sucediendo. Hasta aquí llega el «proceso democrático».
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Y luego están todos los lamentos de que Watergate está poniendo en peligro la credibilidad, no sólo del señor Nixon, sino del «cargo de la presidencia en sí». ¡Oh, no, seguro que no es eso! He aquí una de las grandes consecuencias de Watergate: la desmitificación, la desantificación del cargo de la presidencia que ha adquirido un carácter cada vez más sacral en las últimas décadas. En relación con esto, es muy instructivo que Bill Buckley haya revelado finalmente su pezuña hendida. Se supone que los conservadores, como mínimo, deben reverenciar la Constitución americana, y si la Constitución dice algo es que el pueblo, y no cualquier rama del gobierno, es soberano. Pero recordemos para siempre la reacción del principal conservador de Améroca ante Watergate, y en particular ante el creciente rumor sobre el impeachment del señor Nixon. Buckley dijo perfectamente en serio: «En América, el presidente es el emperador además de ser el primer ministro. Es, no importa que su mandato como tal sea limitado, el soberano. Cuando se contempla la posibilidad de ejecutar al rey, es necesario pensar primero en las consecuencias para el pueblo, más que en la poesía judicial de la sentencia... Si Nixon fuera enjuiciado, el castigo recaería principalmente sobre el estado... es necesario recordar que el soberano es único: que el castigo de todo el estado nunca está justificado» (New York Post, 28 de abril). Ahí está, descarado y flagrante, de un hombre al que a veces le gusta pensar en sí mismo como un «libertario». El presidente es el rey, el soberano, y el rey es el estado, y por lo tanto está por encima de la retribución. Luis XIV no lo podría haber dicho mejor. William F. Buckley ha revelado la naturaleza por excelencia del movimiento conservador americano: no es constitucionalista, sino monárquico, y monárquico absoluto, además. Bill Buckley es mucho más adecuado como teórico para Jorge III que como ciudadano americano. Afortunadamente, nuestro editor, el profesor Peden, escribió una carta publicada en el Post (2 de mayo) en la que llamaba la atención a Buckley. Peden escribió: «Cuando William Buckley afirma sin rodeos que el presidente es soberano, que castigarlo por la comisión de delitos graves es castigar a ‘todo el estado’... el señor Buckley es culpable de ignorancia culpable. Aparentemente cree que la República americana es monárquica en su Constitución. Como casi cualquier autoridad legal o politólogo atestiguará, e incluso el profano puede leer en el preámbulo de la Constitución, el pueblo americano es el soberano en esta sociedad... Ni el presidente, ni el Congreso ni la Corte Suprema son soberanos en ningún sentido de la palabra. Y es ignorancia o una travesura peligrosa que el señor Buckley afirme lo contrario».
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¡Qué glorioso sonido tiene esta palabra! Hasta hace unas semanas, la idea misma de enjuiciar al presidente, a cualquier presidente, se habría considerado grotesca y absurda. Hace poco, el ex fiscal general Kleindienst informó arrogantemente al Congreso que si no les gustaban las acciones del presidente podían rechazar el presupuesto o enjuiciarlo. Hasta hace unas semanas, enjuiciar era pensar lo impensable; sin embargo, ahora, incluso congresistas del establishment como el representante Moss, Goldwater y Thurmond están considerando seriamente esa acción. Y la reacción general del Congreso a los actuales llamados a enjuiciar no es que sean lunáticos o absurdos, sino solo que son «prematuros». El uso de esa palabra parece implicar que muy pronto la idea de enjuiciar puede realmente madurar. ¿Y cuántas personas creen realmente que el señor Nixon no sabía nada de las vastas y extensas operaciones de escuchas, sabotaje y espionaje contra los demócratas? ¿Cuándo se estaban repartiendo literalmente millones de dólares bajo la mesa? ¿Y cuántos creen que no sabía nada del gigantesco y bien coordinado encubrimiento? Nixon, después de todo, no es un tonto como Grant o Harding: siempre ha sido un operador político astuto y despiadado, y siempre ha proclamado la solidez de su barco político. Además, si realmente asume la «responsabilidad», ¿no es eso suficiente para aplicarle el castigo adecuado? Una de las objeciones al impeachment es que esto llevaría a Spiro Agnew a la presidencia. Aparte de la probabilidad de que Agnew también dimitiera, ¿sería realmente mucho peor que Nixon? ¿Lo suficientemente peor como para renunciar al magnífico precedente que sentaría el uso del poder de impeachment? El precedente que pondría a todos los futuros presidentes, y también a todos los americanos, sobre aviso de que es posible derrocarlo, de que el presidente no es un dictador absoluto durante cuatro años, de que se puede hacer algo, legalmente y sin violencia, para destituirlo de inmediato del cargo.
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¿Y dónde están todos los ruidosos defensores de la «ley y el orden» en todo esto? Cabe señalar que no están en la ley y el orden. El presidente se refiere con nostalgia a los criminales de Watergate como buenos hombres cuyo «celo excedió su juicio» en la justa causa de lograr su reelección. El gobernador Reagan dice que estos hombres no son criminales porque estaban actuando por una buena causa (creía que eran sólo los viejos comunistas malvados a los que siempre se les acusa de creer que «el fin justifica los medios»).
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Un aspecto fascinante del Watergate no ha sido comentado en los medios. Fue la revelación de James W. McCord, Jr. lo que destapó toda la red del Watergate. Además de la dura sentencia del juez Sirica, para la repentina decisión de McCord de hablar fue crucial el consejo de su nuevo abogado, Bernard Fensterwald. Pero, ¿quién es Fensterwald, que desempeñó un papel tan decisivo en las revelaciones del Watergate? Los viejos revisionistas del asesinato de Kennedy conocen bien a Fensterwald: es el dedicado jefe del Comité para la Investigación de Asesinatos, que durante varios años ha sido la principal organización de investigación que investiga los asesinatos políticos críticos de nuestro tiempo: Ring, los dos Kennedy, Malcolm X, etc. Sin duda, Fensterwald estaba intrigado por las conexiones entre los emigrados cubanos y la CIA de la mayoría de los ladrones del Watergate, conexiones que también permean el caso del asesinato de Oswald y JFK. Tal vez esperaba que revelar el Watergate también pudiera conducir a más revelaciones sobre el asesinato en Dallas. ¿Y quién sabe? Tal vez así sea. En relación con esto, el presidente Nixon nos promete que su investigación sobre Watergate será «la investigación más exhaustiva desde la Comisión Warren». Para los viejos aficionados al asesinato de Kennedy, esta es seguramente la broma más espantosa del año.
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Supongo que cada uno tiene su favorito entre el tesoro desenterrado por el caso Watergate. El mío es el comportamiento cretino del director del FBI, L. Patrick Gray, Jr., al arrojar documentos cruciales sin leerlos a la «bolsa para quemar». Otro resultado feliz de Watergate, así como de todo el mandato de Gray, es la rápida desacralización de nuestra policía secreta nacional. Seguramente, nunca volverá a ser la misma.
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Mientras todos nos reímos de Watergate y sus ramificadas consecuencias, también deberíamos estar atentos al futuro. Recientemente se publicó en la New York Review of Books (3 de mayo) un artículo seminal, «El mundo detrás de Watergate», de Kirkpatrick Sale. Se trata de un artículo que deberían leer todos aquellos interesados en los hombres que están detrás y alrededor de Watergate y en las raíces político-económicas de la administración Nixon. Sale rastrea las intrincadas y extensas conexiones entre todos los poderes dentro y alrededor de la administración. Partiendo de la aguda distinción de Carl Oglesby entre los «vaqueros» y los «yankees» entre la élite del poder, Sale trata a la administración Nixon (así como a la de Johnson) como la encarnación del relativo acceso al poder de la élite de los nuevos ricos del «sur», centrada en el sur de California, Texas y Florida, en contraste con la «vieja élite adinerada» más elegante y sofisticada del establishment del Este, la élite liberal corporativa. El Borde Sur tiende a ser más brusco, más grosero, más centrado y políticamente conservador, y más propenso a la corrupción de corto alcance; mientras que el establishment del Este es más suave, más asentado y cosmopolita, más centrado en preocupaciones más amplias y de largo alcance, liberal corporativo y más contento con permanecer dentro de las formas legales. No hay duda de que las revelaciones de Watergate están destruyendo el poder político de la camarilla del Borde Sur, y tal vez el de su propio presidente del sur de California junto con él. Pero ¿no presagia esto un nuevo acceso al poder del establishment del Este, que, aunque más suave y menos crudamente desagradable es a largo plazo más peligroso? Después de todo, el representante personal de Rockefeller en el gobierno, Henry Kissinger, sale oliendo a rosas, al igual que los zares económicos conectados con Rockefeller, George Pratt Shultz y Arthur P. Burns. El observador suspicaz puede preguntarse: ¿el establishment Rockefeller y del Este está impulsando la revelación del Watergate para sus propios fines? ¿Está relacionado con una posible candidatura de Rockefeller a la presidencia en 1976? ¿La aparición del brahmán de Boston Eliot Richardson y del liberal neoyorquino Leonard Garment encarna un regreso al poder del establishment del Este? ¿Y está el texano John Connally entrando a caballo para bloquear el paso de los Yankees? (Gracias a Floy Lilley.)