La identidad de un pueblo determina a menudo la naturaleza y la trayectoria de su gobierno. En Inglaterra, la arraigada creencia en la libertad individual ha influido profundamente en las instituciones jurídicas y culturales del país, configurando la sociedad inglesa desde la Alta Edad Media hasta la Revolución Industrial. Esta identidad, —forjada a lo largo de siglos de lucha y autodefinición— estableció un legado de derechos individuales, garantías procesales y un enfoque equilibrado de la ley y el orden. La Carta Magna de 1215, por ejemplo, sentó un precedente revolucionario al vincular incluso al rey al imperio de la ley y afirmar que los ingleses eran «nacidos libres». Este compromiso se afianzó aún más con el desarrollo del derecho consuetudinario inglés, que hacía hincapié en la justicia y la protección de todos los ciudadanos, independientemente de su rango, incluido el monarca.
Sin embargo, en 1707 se produjo un cambio significativo con el Acta de Unión, que unió a Inglaterra y Escocia bajo una única identidad británica. Esta transformación exigió que las tradiciones inglesas de libertad y gobierno local se adaptaran a una autoridad imperial centralizada, reconfigurando las libertades individuales dentro de un marco imperial más amplio. Aunque estos ideales persistieron, empezaron a reflejar las necesidades de un imperio en expansión, alineando la libertad con un control más amplio y centralizado.
El legado de la libertad inglesa se encuentra en un umbral precario. El reciente aviso del gobierno británico, «Piensa antes de publicar», camuflado de bienestar público, socava silenciosamente las libertades que una vez definieron la identidad inglesa. El gobierno, antaño firme guardián de los derechos individuales, se inclina ahora por la vigilancia y la restricción, alejándose de forma alarmante de sus principios fundacionales de libertad y garantías procesales. Este sutil cambio sugiere un futuro en el que las mismas libertades que dieron forma a la sociedad inglesa corren el riesgo de ser silenciosamente abandonadas.
Evolución de las tradiciones de libertad de Inglaterra
La Carta Magna fue originalmente una serie de victorias rebeldes que obligaron a la monarquía inglesa a declarar formalmente derechos que antes se daban por supuestos. Publicado por primera vez en 1215 por el rey Juan bajo la presión de los barones rebeldes, el documento marcó un cambio significativo al reconocer formalmente varias protecciones como el derecho a un juicio justo y a la justicia. Aunque fue anulada poco después por el Papa Inocencio III, se volvió a publicar en 1216, 1217 y 1225 bajo el reinado de Enrique III, reforzando en cada versión el principio de que la monarquía estaba sujeta a la ley y los derechos individuales eran inviolables. Con el tiempo, la Carta Magna se convirtió en un símbolo duradero del gobierno responsable y la protección de los derechos fundamentales, invocado repetidamente por los ingleses contra la tiranía.
Los Niveladores adoptaron y ampliaron las ideas de la ley natural en Inglaterra durante las Guerras de los Tres Reinos (1639 -1653), Lilburne argumentó en particular que el gobierno debe basarse en un contrato con el pueblo, que existe para proteger los «derechos nacidos libres» de cada individuo. John Lilburne, un destacado Leveller, afirmaba que «todo hombre por naturaleza había nacido con tanta libertad como cualquier otro hombre». Además, Richard Overton, otro nivelador clave, vinculó el concepto de derechos de los nacidos libres a las antiguas libertades de Inglaterra, argumentando que estas libertades eran el derecho de nacimiento de cada inglés y debían ser defendidas por la ley racional de la naturaleza. Sostenía que toda persona debía ser juzgada por la ley de la naturaleza o regla de la razón. Abogó por los derechos inherentes a la autopropiedad y la libertad de agresión, que creía pertenecían a todos los individuos por su humanidad.
El manifiesto de los Niveladores, An Agreement of the People, (Un acuerdo del pueblo) abogaba por reformas constitucionales para establecer un gobierno que representara y protegiera verdaderamente los derechos de los ciudadanos, incluida la libertad religiosa, de prensa y de conciencia. Reclamaba la igualdad ante la ley, el imperio de la ley, la protección de la propiedad privada y un parlamento elegido democráticamente. Inspiró a los Whigs Radicales y, posteriormente, al Partido Liberal. En el siglo XIX, los Whigs y el Partido Liberal defendieron estos principios, promoviendo un mayor sufragio, la eliminación de las barreras comerciales y la supresión de los controles de precios y salarios para fomentar la libertad económica y la competencia en el mercado.
La visión de los Niveladores resonaba con los principios del derecho consuetudinario del debido proceso, la razón y el juicio comunitario. El debido proceso obligaba a la transparencia y al cumplimiento de los procedimientos, protegiendo contra la arbitrariedad. El juicio por jurado facultaba a los iguales para juzgar, destacando la imparcialidad y la responsabilidad pública. Guiado por el precedente, el derecho consuetudinario garantizaba la coherencia y limitaba los caprichos de los gobernantes, haciendo hincapié en la adjudicación racional y la independencia judicial para fundamentar la justicia en principios duraderos por encima de políticas pasajeras.
A principios del siglo XVII, la interpretación de Sir Edward Coke del derecho consuetudinario reconfiguró los principios jurídicos ingleses al establecer un marco de libertad que vinculaba incluso al monarca. Su sentencia en el caso del Dr. Bonham (1610) sostenía que «el derecho consuetudinario controlará las leyes del Parlamento, y a veces las declarará totalmente nulas» si contravienen los principios básicos del «derecho y la razón común». Esto supuso una afirmación fundacional de que los cortes podían anular las leyes que infringieran los derechos individuales, prefigurando el principio de revisión judicial que más tarde se convertiría en un elemento central del derecho constitucional.
La obra de referencia de Coke, The Institutes of the Lawes of England, amplió esta filosofía, afirmando que «el rey mismo no debe estar bajo el hombre, sino bajo Dios y la ley». Esta afirmación se oponía directamente a la doctrina del derecho divino de los reyes, afirmando que el monarca también estaba obligado por el derecho consuetudinario, una postura revolucionaria en su época. La interpretación de Coke insistía en que la ley era suprema sobre toda autoridad, situando al poder judicial como un control crucial tanto de las extralimitaciones reales como de las parlamentarias.
A través de sus escritos jurídicos y sentencias, Coke codificó la visión del common law como protector de los derechos inherentes y limitador del poder soberano. Sus ideas sentaron las bases del constitucionalismo moderno, especialmente en los Estados Unidos y en el resto del mundo, consolidando la supervisión judicial como salvaguardia contra la erosión de las libertades civiles por parte de cualquier poder gobernante.
De la libertad inglesa al súbdito imperial: la tranquila conquista de Inglaterra
En su crítica de 1899, The Conquest of the United States by Spain (La conquista de los Estados Unidos por España), William Graham Sumner advertía con mordaz claridad que, aunque los Estados Unidos había vencido a España militarmente, se encontraba al borde de una derrota interna al adoptar las prácticas autoritarias de España. Las palabras de Sumner llegaban al núcleo del imperialismo: al subyugar a otros, una nación corre el riesgo de erosionar sus propios valores fundamentales, reconfigurados por los sistemas opresivos que impone en el extranjero. Su advertencia es una clara advertencia contra el atractivo del imperio, donde el conquistador se arriesga a perderse a sí mismo en la conquista.
A medida que el imperio de Inglaterra se expandía en los siglos XVII y XVIII, la identidad local inglesa dio paso a una identidad imperial británica, desmantelando libertades centenarias. Leyes como la Ley de Navegación (1651), la Ley del Timbre (1765) y la Ley Declaratoria (1766) hicieron estragos en los derechos coloniales, restringiendo el comercio, socavando el debido proceso y afirmando el control absoluto de Gran Bretaña. El Acta de Unión de 1707 suprimió la autonomía escocesa, centralizando el poder en aras de la cohesión imperial. Esta embestida legal sacrificó el ideal del «inglés nacido libre», sustituyendo la justicia local por la explotación y ahondando el resentimiento colonial.
La Ley del Timbre de 1765 y las Leyes Townshend de 1767 impusieron impuestos sin representación colonial, violando el principio constitucional inglés de que la tributación requería consentimiento, enraizado en la Carta Magna y reafirmado por la Declaración de Derechos de 1689. Estas medidas sembraron un resentimiento que, en última instancia, condujo a la pérdida de las colonias americanas, que luchaban por afirmar sus derechos naturales. El establecimiento de tribunales de vicealmirantazgo en las colonias supuso un marcado alejamiento de las tradiciones jurídicas inglesas. Estas cortes, que funcionaban sin jurado y estaban presididos por jueces nombrados por la Corona, negaban a los colonos el derecho a un juicio justo, fundamento de la justicia inglesa. La Ley del Azúcar de 1764 facultó además a estos tribunales para juzgar casos de contrabando que, en Inglaterra, habrían sido vistos en tribunales de derecho consuetudinario con jurados. Esta negación de las protecciones legales básicas puso de manifiesto el desprecio de Gran Bretaña por sus propios principios en favor de la imposición del dominio imperial.
La expansión del Imperio Británico hizo necesario un gobierno cada vez más centralizado que interfirió directamente en la gobernanza local, mermando la tradición inglesa de autoridad descentralizada. La Ley Declaratoria de 1766, por ejemplo, impuso inequívocamente la supremacía del Parlamento, despojando a las asambleas coloniales de cualquier poder legislativo al permitir que los legisladores británicos legislaran para las colonias «en todos los casos». Esta ley anuló el antiguo sistema de autogobierno colonial, dejando sin poder a los órganos legislativos locales y consolidando el control en Londres.
Además, la expansión arbitraria del poder ejecutivo tanto en Gran Bretaña como en sus colonias erosionó gravemente el Estado de derecho, permitiendo una autoridad gubernamental sin control. La Ley de Suspensión del Habeas Corpus de 1794, promulgada en respuesta a las amenazas revolucionarias percibidas, permitía la detención indefinida sin juicio, una violación directa de la Ley de Habeas Corpus de 1679 que había protegido a los ciudadanos del encarcelamiento arbitrario. Esta suspensión daba prioridad a la seguridad del Estado sobre los derechos individuales, lo que suponía un marcado alejamiento de los principios jurídicos ingleses. En las colonias americanas, los gobernadores ejercían una gran autoridad bajo el mandato del Rey, pasando por encima de las asambleas coloniales y promulgando leyes o aumentando los impuestos sin el consentimiento local, lo que alimentaba el resentimiento y, en última instancia, la rebelión. Estas acciones ejecutivas unilaterales ponían de manifiesto hasta qué punto el Imperio Británico daba prioridad al control imperial sobre la observancia de un gobierno justo y la integridad jurídica.
En conclusión, aunque gran parte de los principios fundacionales de la libertad inglesa se han visto erosionados por la expansión imperial y la autoridad centralizada, existe la esperanza de un renacimiento de los ideales que una vez definieron a la nación. Reavivando el compromiso con los derechos individuales, el debido proceso y el gobierno responsable, la sociedad puede recuperar su identidad arraigada en la libertad y la justicia.