No habrá pasado desapercibido para muchos que una de las principales estrategias en el «ajuste de cuentas sobre la raza y la identidad sureña» de América consiste en representar la bandera de batalla confederada como símbolo de opresión racial. Frente a esto, Patrick J. Buchanan argumentó que:
Sin embargo, lo que la bandera simboliza para los millones de personas que la veneran, aprecian o aman es el heroísmo de quienes lucharon y murieron bajo ella.....
La denigración de esa bandera de batalla y de la Confederación forma parte de la revolución cultural que floreció en América hace medio siglo. Uno de sus objetivos era desmoralizar al pueblo americano demonizando su pasado y envenenando su fe en su propia historia.
Esta revolución cultural —en la que los acontecimientos históricos se esgrimen como armas en una guerra cultural contemporánea— ha sido descrita como una forma de marxismo cultural. Pero los progresistas se mofan de la propia etiqueta, negando que exista una guerra cultural en curso. En cual argumentan que la destrucción de monumentos confederados, la profanación de tumbas confederadas y la prohibición de la bandera de batalla confederada están motivadas únicamente por la creencia en la igualdad racial y el deseo de promover lo que a menudo describen como una historia «precisa, matizada y completa». Insisten en que su interpretación de la historia no obedece a ningún interés político o ideológico. El New York Times publicó un artículo de opinión en el que describía la noción de marxismo cultural como «la fantasmagoría de la extrema derecha elaborada en cloacas globales de odio, insistiendo en que todo es producto de una imaginación «delirante» y «paranoica» de la derecha.
En respuesta a tales afirmaciones, Allan Mendenhall explica los orígenes del marxismo cultural. «Demuestra no sólo que el marxismo cultural es un fenómeno nombrable y descriptible, sino también que prolifera más allá de la academia». Y añade que
En las décadas de 1930 y 1940, la Escuela de Fráncfort popularizó el tipo de trabajo habitualmente etiquetado como «marxismo cultural»...
Insatisfechos con el determinismo económico y la ilusoria coherencia del materialismo histórico —y hastiados por los fracasos de los gobiernos socialistas y comunistas—, estos pensadores reformularon las tácticas y premisas marxistas a su manera, sin repudiar del todo los designios o ambiciones marxistas.
La periodista británica Janet Daley también identifica el papel central desempeñado por la ideología y las tácticas marxistas en las guerras culturales, argumentando que aunque el socialismo europeo fracasó, «el sueño en sí no desapareció, tomó otra forma. Estaba en el negocio de transformarse de una revolución económica en una cultural incluso antes de la caída del Muro de Berlín y la implosión de los gobiernos comunistas». Daley también explica cómo se desarrolló la revolución cultural, a medida que los socialistas modificaban los métodos de la revolución de económicos a culturales. La izquierda se dio cuenta de que,
...en lugar de una toma del poder revolucionaria por una turba armada que se apodera de los resortes del gobierno, tendría que haber una usurpación gradual haciendo uso de las instituciones existentes que la izquierda entendía, con razón, que eran las verdaderas fuentes de poder en la sociedad.
La «larga marcha a través de las instituciones» de Herbert Marcuse ya estaba en marcha antes de la caída del imperio soviético, pero su técnica de infiltración activista ha despegado desde entonces de un modo realmente sobrecogedor.
El Sur a través de una lente neomarxista
La toma del poder por parte de los marxistas culturales en muchos campos académicos, incluida la historia, ha sido realmente impresionante. El Sur es descrito a través de una lente neomarxista como defensor de la esclavitud (el lado equivocado de la historia), mientras que el Norte es visto como una especie de mesías abolicionista (el lado correcto de la historia). Dentro de este marco, se considera evidente que los generales confederados son opresores, símbolos de la «supremacía blanca». La implicación es que la referencia de Buchanan a «los millones que veneran, aprecian o aman» la bandera de batalla confederada, por el «heroísmo de los que lucharon y murieron», es simplemente una tapadera para promover el racismo. Esta interpretación está ahora profundamente arraigada, no porque a la gente le convenzan las razones que se dan para ello, sino precisamente porque no es necesario dar razones para ello. Se considera que hay una explicación suficiente dentro del marco teórico del propio marxismo cultural —que quienes rechazan la mitología están en el lado equivocado de la guerra cultural y son presuntamente tan «racistas» como aquellos a los que intentan defender.
En la decisión de la corte federal que autorizó la retirada del Monumento a la Reconciliación del Cementerio Nacional de Arlington, el juez observó, casi entre paréntesis, que el monumento no parece ofrecer ninguna reconciliación porque representa la esclavitud:
Señaló que la estatua representa, entre otras cosas, a un «esclavo corriendo detrás de su ‘massa’ (amo) mientras camina por la carretera. ¿Qué tiene eso de reconciliador?», preguntó Alston, un afroamericano que fue nombrado juez en 2019 por el entonces presidente Donald Trump.
El mismo juez también describe a los defensores del Memorial como deseosos de salvaguardar «las virtudes, el romanticismo y la historia del Viejo Sur», sin dar razones de por qué enmarcó el caso de esa manera. Parece que el esfuerzo por conservar los monumentos históricos, considerados importantes por la mayoría de los habitantes del Sur, es tratado por los tribunales como una mera tapadera del romanticismo de una época opresiva pasada.
Además de vilipendiar la bandera de batalla, los generales confederados son descritos casualmente como símbolo del racismo. Un ejemplo típico aparece en este comentario:
Nada simboliza mejor la inferioridad social de los afroamericanos en América que una estatua de un Jefferson Davis de mirada sabia o de un Robert E. Lee en pose pensativa en una plaza pública de una ciudad estadounidense.
Nunca se explica por qué una estatua de Jefferson Davis o de Robert E. Lee simboliza la inferioridad de los afroamericanos: estas afirmaciones se consideran tan obvias y evidentes que no requieren justificación.
Del mismo modo, a menudo se afirma, sin dar ninguna razón, que la esclavitud en el Sur de América fue un mal único. Pero W.E.B. DuBois —un activista de los derechos civiles de Massachusetts que está tan a salvo de ser confundido por intentar defender la esclavitud como es posible que alguien lo esté— escribió que «la esclavitud de los negros en el Sur no era normalmente un sistema deliberadamente cruel y opresivo... Las víctimas de la esclavitud sureña solían ser felices; por lo general, disponían de alimentos adecuados para su salud y de cobijo suficiente para un clima templado.»
Además, si la demonización del Sur descrita por Buchanan hubiera sido un intento genuino de expresar una oposición de principios a la esclavitud y la servidumbre, esperaríamos oír una denuncia similar de la esclavitud y la servidumbre en el Norte y, de hecho, en todas las demás sociedades en las que hubo esclavitud, incluidas África y el mundo árabe. Pero tales denuncias universales rara vez, o nunca, provienen de aquellos cuya atención se centra en destruir el patrimonio histórico del Sur. Por el contrario, se nos insta a admirar a Ulysses Grant por «trabajar junto» a los esclavos y finalmente liberar a su propio esclavo en lugar de venderlo. Como observa Thomas Hubert, «el fenómeno de la incoherencia del Norte en tales asuntos es lo que yo llamaría hipocresía patológica, tanto más sorprendente cuanto que pasa totalmente desapercibida para quienes la padecen». Hasta aquí la oposición de principios a la esclavitud.