El presidente argentino, Javier Milei, desairó recientemente al establishment político español al visitar España y negarse a reunirse con ningún funcionario del Gobierno, asistir a un mitin del partido de la oposición Vox e insinuar que la esposa del presidente socialista español —actualmente en el centro de un caso anticorrupción— era corrupta. En represalia, el presidente español retiró al embajador de su país en Buenos Aires.
Ahora bien, nada de esto interesará a aquellos que se han dado cuenta de la naturaleza parasitaria del gobierno y de la naturaleza insípida del teatro político, pero sí toca un tema importante para muchos conservadores sociales, a saber, la cultura, las tradiciones y las normas de comportamiento. Sea cual sea el grado en que hayamos disipado de nuestro pensamiento la noción de que el jefe de Estado representa de algún modo al «pueblo» o actúa en su nombre, seguimos concediendo importancia a la observación de protocolos derivados de tiempos inmemoriales y a la continuación de tradiciones basadas en roles. Por otra parte, muchos conservadores culturales reconocen hoy que el gobierno es responsable de la erosión de gran parte de la tradición y la cultura y, por tanto, se vuelven hacia el libertarismo en un intento de salvar lo que queda frenando la capacidad del gobierno para erosionar la base de la civilización. Esto plantea una pregunta: ¿Cuál es una visión coherente, socialmente conservadora y políticamente libertaria sobre el protocolo y su violación?
Las normas de comportamiento siempre han existido tanto en el sector privado como en el público, siempre por la misma razón: la normalización de la conducta en determinadas situaciones facilita lo que de otro modo sería difícil. Así, podemos concebir el protocolo como una especie de capital civilizatorio, una forma indirecta de producir un resultado social (coordinación) que es costoso de mantener (el coste de oportunidad de hacer lo que uno preferiría hacer sin necesidad de seguir el protocolo) y que pierde su utilidad si no se mantiene así (es decir, consumo de capital). Una bandera blanca en una batalla significa un cese momentáneo de la violencia, que permite a las partes beligerantes coordinarse. Un anillo de boda significa que su portador no está disponible para la conquista romántica, lo que evita muchos malentendidos y búsquedas infructuosas. Y el encuentro de dos jefes de Estado cuando uno visita el país del otro implica relaciones amistosas entre los respectivos gobiernos.
En resumen, la observación del protocolo comunica la naturaleza de un estado de cosas tanto a los de dentro como a los de fuera. Esto es sin duda valioso para la cohesión social y la coordinación interpersonal y, de hecho, la civilización surge como una consecuencia no intencionada de esta actividad de creación de protocolos, como señala Ludwig von Mises señala en Socialismo:
Los hombres que crean la paz y las normas de conducta sólo se preocupan de satisfacer las necesidades de las próximas horas, días, años; se les escapa que, al mismo tiempo, están trabajando para construir una gran estructura como la sociedad humana. Por lo tanto, las instituciones individuales, que colectivamente sostienen el organismo social, son creadas sin otra visión en mente que la utilidad del momento. A sus creadores les parecen individualmente necesarias y útiles, pero desconocen su función social.
Está claro que el protocolo sirve a un propósito importante, pues de lo contrario no se habrían sufragado los costes de su mantenimiento y fomento a lo largo de generaciones. ¿Es, pues, Milei culpable de pensar a corto plazo y de socavar las herramientas de coordinación con las que se construye la civilización? No exactamente. En «La planificación económica y el problema del conocimiento», Israel Kirzner distingue en entre dos tipos de problemas de conocimiento que surgen en la coordinación de planes. El Problema del Conocimiento A describe situaciones derivadas de un optimismo indebido. Se autocorrigen en cualquier situación porque el optimismo indebido se muestra erróneo cuando se actúa en consecuencia. Algunos ejemplos son la creencia errónea de un comprador de que un precio es más bajo de lo que es o el intento de un pretendiente de cortejar a una chica que no está interesada en él. El optimismo induce a una acción que conduce a la frustración.
El problema de conocimiento B, por su parte, describe situaciones derivadas de un pesimismo indebido, que no son necesariamente autocorrectivas, ya que el pesimismo de un actor puede llevarle a evitar la confrontación con el verdadero estado de las cosas. Por ejemplo, un posible comprador no acude a un mercado porque cree erróneamente que el precio es más alto de lo que está dispuesto a pagar, o un posible pretendiente no se acerca a una chica atractiva porque cree que no está interesada en él. Sin embargo, es importante señalar que los problemas de conocimiento B se resuelven de forma fiable en los mercados:
Mientras que el Problema de Conocimiento A se autocorregía, el Problema de Conocimiento B creaba un incentivo para su solución mediante el descubrimiento en la actividad de los empresarios atentos a los beneficios. En los casos en que un pesimismo indebido hizo que no se realizaran posibles movimientos Pareto-óptimos, se creó así la oportunidad para la posible obtención de beneficios empresariales puros. . . .
Por lo tanto, entendemos que en el equilibrio de compensación del mercado se han resuelto ambos problemas de conocimiento, garantizando que no se cometan errores mutuos tanto excesivamente optimistas como pesimistas (que podrían surgir de la dispersión de la información), lo que se basa en dos procesos distintos de aprendizaje del mercado.
La importancia de este hecho radica en que, tanto en el ámbito de la política internacional como en el de la cultura, los problemas de conocimiento B pueden quedar sin resolver indefinidamente. Sencillamente, no se puede saber si las normas de comportamiento vigentes generan o destruyen valor, es decir, si merece la pena mantenerlas porque realmente facilitan la coordinación de planes o son meros formalismos costosos que han dejado de ser útiles. Esto no quiere decir que no merezca la pena mantener las tradiciones, pero como Gustav Mahler parafraseó (erróneamente) a Tomás Moro, tradición significa transmitir la llama, no conservar las cenizas.
Por comparación, es por su propio bien que mantenemos y transmitimos las tradiciones religiosas y culturales de nuestros antepasados l’dor vador, y hacerlo es por tanto praxeológicamente un acto de consumo. Sin embargo, mantener el Estado y sus formalismos no es un lujo que proporcione un sentido de significado y pertenencia, y mucho menos el acceso al antiguo capital civilizatorio e incluso a la sabiduría. Más bien, el Estado es el aparato de coerción que ostensiblemente protege la vida, la libertad y la propiedad para que éstas puedan constituir los cimientos de la sociedad.
Los medios se valoran en función de los fines a los que sirven y del grado en que los sirven. Así, la existencia de normas no relacionadas con la razón de ser del Estado implica un ámbito de actividad muy distinto del que se justifica únicamente por ese fin, como si el gobierno fuera de algún modo un contribuyente necesario a la civilización o incluso un fin en sí mismo. Fundamentalmente, es de tales suposiciones (que el Estado debería hacer algo más que salvaguardar la vida, la libertad y la propiedad) de donde surge el ímpetu de erosionar las normas tradicionales, ya que no puede resultar ningún intento de cambiar el fenotipo del organismo social por parte de una institución únicamente preocupada por mantener su base existencial. Por lo tanto, el cultivo de las tradiciones sólo puede tener lugar en proporción inversa al tamaño del Estado, más allá del mínimo necesario para cumplir su función protectora.
En un mercado con precios monetarios, los empresarios que reducen costes eliminan los procesos que consideran innecesarios y cosechan los beneficios monetarios correspondientes (o sufren pérdidas si se han equivocado y han consumido capital tontamente). Pero en ausencia de tal mercado, sólo hay ganancias y pérdidas subjetivas y psíquicas que no pueden servir de base para una acción calculada. En consecuencia, su existencia continuada durante muchas generaciones no prueba que los protocolos de la diplomacia internacional sean necesarios, y mucho menos óptimos, y no se pueda prescindir de ellos, ni para cuál de estos protocolos podría ser el caso.
Lo que ha hecho Milei al ignorar las convenciones diplomáticas durante su visita a España demuestra que españoles y argentinos pueden seguir comunicándose, manteniendo relaciones y haciendo negocios incluso sin disfrutar de los costosos símbolos de las relaciones amistosas entre sus respectivos gobiernos, lo que implica que los protocolos vigentes son realmente innecesarios. Visto así, las acciones de Milei transmiten el feliz mensaje de que el Estado argentino está, por fin, volviendo a hacer su trabajo (es decir, proteger la vida, la libertad y la propiedad) y permitiendo así que se (re)establezcan orgánicamente tradiciones de producción de valores sobre la base de la acción humana voluntaria.