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Pensando apropiadamente sobre la beneficencia pública

El debate sobre la beneficencia financiada con fondos públicos puede resolverse muy rápidamente. Hay una demanda constante de más beneficencia: más dinero durante más tiempo para los desempleados, más dinero para los minusválidos y una definición más liberal de lo que se considera minusválido, más dinero para los discapacitados (lo que supone que los beneficiarios alguna vez no fueron discapacitados) y más categorías para lo que se considera una discapacidad, y mayores aumentos de los pagos de la Seguridad Social para seguir el ritmo del deterioro del poder adquisitivo del dólar.

La lista sigue y sigue, y las demandas nunca se satisfacen. De hecho, satisfacer alguna nueva demanda parece abrir las compuertas a más demandas.

El debate de la beneficencia no puede responderse empíricamente

Sin embargo, todo el debate es innecesario y podría acabarse rápidamente. Hay una razón por la que los defensores de la beneficencia pública nunca están satisfechos y por la que los escépticos de la beneficencia pública son siempre escépticos. La definición de las condiciones que deben justificar la beneficencia y el nivel adecuado de beneficencia no puede determinarse empíricamente porque la cuestión no forma parte de las ciencias naturales. Es una cuestión social y debe determinarse únicamente mediante el razonamiento deductivo. Ese razonamiento deductivo procede de la ciencia de la acción humana, la praxeología, y concretamente de la ciencia económica, la cataláctica.

No existe una forma objetiva de determinar el nivel adecuado de beneficencia porque se trata de una cuestión subjetiva. No se puede cuantificar la cantidad de beneficencia exigida ni la cantidad que cada contribuyente considera adecuada. Las contribuciones a la beneficencia deben competir en el mercado con todos los demás bienes, servicios e incluso satisfacciones psicológicas.

Las contribuciones forman parte de la acción humana. Eso significa que cada individuo tiene una serie casi infinita de preferencias que son diferentes entre todos los miembros de la sociedad y que están en constante cambio. No hay forma más científica de determinar objetivamente cuánto debe gastarse en beneficencia que la que hay sobre cuánto debe gastarse en comida, ropa, alojamiento, ocio, etc. Estas cuestiones cambian constantemente. Nos guste o no, el gasto social debe competir en el mercado con los cereales para el desayuno, las zapatillas de deporte, el café de bar y las propinas de los restaurantes.

Al igual que los cereales para el desayuno y las zapatillas de deporte, la beneficencia privada ofrecerá al mercado un producto mejor que la pública. ¿Alguien cree realmente que el gobierno puede y debe producir cereales para el desayuno y zapatillas deportivas en sus propias fábricas y distribuirlos a quienes considere que necesitan estos bienes? Por supuesto que no.

La beneficencia pública incluye mucho más que pagos gratuitos a los beneficiarios

La categoría de lo que llamamos «beneficencia pública» debe incluir TODOS los programas gubernamentales que dan beneficios a los individuos. Por ejemplo, Medicare intenta mantener la ficción de que el beneficiario está pagando por adelantado prestaciones futuras a través del ahorro en nómina durante toda la vida. Estos pagos no son verdaderas primas de pólizas de seguros impulsadas por el mercado. Al igual que la Seguridad Social, constituyen una fachada, una aldea de Potemkin para convencer al público de que tiene derecho legal a unas prestaciones que cambian constantemente a través del proceso político y no mediante un contrato legal entre actores autónomos. De hecho, si se tratara de verdaderas prestaciones contractuales, uno tendría la opción de participar en los programas gestionados por el gobierno —y pagar los impuestos correspondientes— o renunciar al programa gubernamental por uno privado alternativo o simplemente no tener ningún programa.

Un seguro de vida privado es un buen ejemplo. Se puede pagar un seguro de vida privado para proteger a la familia en caso de fallecimiento prematuro del cabeza de familia, o se puede renunciar por completo a la cobertura. Por supuesto, la Seguridad Social ha contaminado este mercado al proporcionar cobertura a través de su llamado programa de jubilación. Esto no es más que una prestación no financiada que ha llevado al Fondo Fiduciario de la Seguridad Social (una ficción que es mejor dejar para otro día) a la insolvencia en pocos años.

Conclusión

Al igual que otras cuestiones aparentemente insolubles, el debate sobre la beneficencia pública puede acabarse rápidamente aboliéndolo por completo y volviendo a las instituciones libres anteriores a la Era Progresista a las que uno se unía voluntariamente o no. Estas instituciones privadas satisfacen necesidades reales, aquellas en las que los recursos se invierten voluntariamente y no a través del teatro político de turno.

Estas instituciones privadas son más rentables, tienen menos reclamaciones fraudulentas y se centran en los males de la sociedad tal y como los definen los inversores y no los grandes donantes de dinero con conexiones políticas o los sabelotodos autoproclamados (Greta Thunberg, ¿estás escuchando?). Es la beneficencia del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

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