Las zonas urbanísticas y la ley seca son las dos monstruosidades gemelas nacidas de la aflicción y la anormalidad de la Guerra Mundial
—General P.L. Mitchell, portavoz de la oposición a las zonas urbanísticas en Cincinnati, 1927.
En mi batalla en solitario contra las zonas urbanísticas en EEUU, oigo a menudo una defensa de las zonas urbanísticas que es algo así: “Puede que no os gusten las zonas, pero sin duda son populares entre el pueblo estadounidense. Después de todo, todos los estados han aprobado zonas urbanísticas y prácticamente todas las ciudades en el país las tienen implantadas”.
Puede obtenerse una de dos implicaciones de esta defensa de las zonas urbanísticas: Primera, tal vez los opositores a las zonas se olvidan de algún beneficio increíble y redentor que compense sus muchos costes. Segunda, te guste o no, vivimos en un país democrático y las zonas urbanísticas son evidentemente la voluntad del pueblo y por tanto merecen tu respeto. La primera interpretación posible es vaga e insatisfactoria: esperaré a que se identifique este supuesto beneficio y entretanto seguiré oponiéndome a las zonas. Sin embargo, la segunda posible interpretación es la que considero que es realmente en el núcleo de esta defensa. Después de todo, a los estadounidenses les encantan las discusiones de “o lo tomas o lo dejas” cuando tienen la mayoría temporal sobre una política.
¿Pero son realmente populares las zonas urbanísticas? Las evidencias de algún tipo de apoyo masivo a las zonas urbanísticas en sus primeros tiempos son sorprendentemente pocas. A pesar del revolucionario impacto que las zonas urbanísticas tendrían en cómo funcionarían las ciudades, muchas de ellas adoptaron sigilosamente las zonas mediante medios administrativos. Ocasionalmente, algunos ayuntamientos diseñarían y adoptarían regímenes urbanísticos por sí mismos, pero a menudo simplemente autorizarían al ejecutivo local la creación y dotación de personal de una comisión urbanística.
Houston estuvo entre las pocas grandes ciudades de EEUU que sometió a votación pública las zonas urbanísticas (una forma segura de ganar popularidad, si la había) y fueron rechazadas en cinco referéndums. En el referéndum más reciente de 1995, los residentes de rentas bajas y minorías votaron abrumadoramente contra las zonas. Hoy, Houston no tiene zonas urbanísticas. Por otro lado, los grandes defensores de los primeros programas de zonas urbanísticas en ciudades como Nueva York y Chicago fueron grupos empresariales y filántropos elitistas. Donde hubo votaciones, en ciudades como St. Louis, el apoyo a las zonas urbanísticas se defendió abiertamente con la idea de que implantaría y mantendría la segregación racial. No hace falta decir que a menudo se impedía que los pobres, los inmigrantes y los afroamericanos manifestarán su oposición a las zonas y a otros programas de segregación racial en las urnas.
Pero el enigma permanece: si las zonas urbanísticas nunca fueron populares, ¿por qué las adoptaron prácticamente todos los estados y ciudades? Aquí podría ayudar aclarar los orígenes reales de las políticas urbanísticas de EEUU. Contrariamente a la visión popular de las zonas urbanísticas como un fenómeno de base, estas fueron en realidad desarrolladas, promovidas y altamente incentivadas por el gobierno federal.
Las zonas urbanísticas en su forma actual fueron desarrolladas por el Departamento de Comercio federal bajo el futuro presidente Herbert Hoover. En 1924 y 1928, el departamento público la Standard Zoning Enabling Act y la Standard City Planning Enabling Act, respectivamente, y distribuyó copias de cada una de estas leyes a todos los parlamentos estatales del país. Estas leyes trataban de lograr tres objetivos: Primero, popularizar las políticas entre los legisladores y proporcionar un claro sello de aprobación federal. Segundo, proporcionar un modelo de legislación habilitadora de zonas urbanísticas (legislación por la que el estado permite a los ayuntamientos asumir ciertos poderes de policía) y hacer fácil a los parlamentos estatales aprobarlas con rapidez. Finalmente, conseguir la aprobación de las zonas urbanísticas por los tribunales. En ese momento, su constitucionalidad ofrecía muchas dudas. Muchos defensores de las zonas urbanísticas temían que la mala redacción de la normativa de las zonas impulsaría a los tribunales a declarar inconstitucional la política en toda la nación y al tiempo esperaban que la amplia adopción de estas haría a los tribunales reticentes a anular la legislación habilitadora correspondiente. Está claro que su estrategia funcionó: antes de 1920, poco más de un tercio de los estados había adoptado algún tipo de legislación habilitadora de zonas urbanísticas. En 1930, casi tres cuartos de los estados habían adoptado la legislación. En 1926, un Tribunal Supremo dividido sentenció a favor de las zonas urbanísticas.
A lo largo de los siguientes 90 años, el gobierno federal continuaría promoviendo y en muchos casos obligando a la planificación urbanística, especialmente durante el New Deal. En 1936, el USDA publicó legislación habilitadora de zonas urbanísticas rurales, pensada para llevar estas a pueblos pequeños y aldeas rurales. Necesitaran o no, o incluso quisieran o no, zonas urbanísticas pueblos y ciudades, llegaron oleadas de concesiones y expertos técnicos para obligar a los ayuntamientos a redactar ordenanzas urbanísticas.
A menudo, estas ordenanzas urbanísticas se redactaban de cualquier manera por parte de personas no locales para ayudar a los ayuntamientos a cumplir con las órdenes federales. Después de todo, como el gobierno federal jugaba un papel más importante en la financiación de proyectos de infraestructura estatal y local, cabía esperar una regulación urbanística. Igualmente, al ir entrando el gobierno en la financiación de las viviendas en 1934, zonas urbanísticas residenciales de baja densidad y segregadas racialmente se convirtieron en un requisito necesario para conseguir financiación para proyectos residenciales o hipotecas. Hoy, la expectativa de que pueblos y ciudades tengan zonas urbanísticas continúa apareciendo en las implicaciones para cosas que van de la financiación de las infraestructuras al socorro en emergencias. Bajo un régimen como ese, independientemente del apoyo popular, sería directamente absurdo que la mayoría de los pueblos y ciudades no adoptaran las zonas urbanísticas.
Esto no quiere decir que nunca haya habido circunscripciones favorables a las zonas urbanísticas. Un puñado de estados y ciudades las habrían adoptado claramente por voluntad propia, por muy desagradables que hubieran sido a menudo sus motivos. Pero incluso si estuviéramos de acuerdo en que la popularidad de las zonas urbanísticas justifica el programa de alguna manera (un argumento ante el que soy muy escéptico, ver PS), la supuesta popularidad de las primeras zonas queda lejos de estar probada.
Por un lado, tenemos sorprendentemente pocas evidencias de referendos públicos democráticos sobre la popularidad de las zonas urbanísticas en EEUU. Por otro lado, tenemos un siglo de gobiernos federales redactando, promoviendo, incentivando y ordenando la creación de zonas urbanísticas. Donde no aparecen movimientos masivos a favor de las zonas urbanísticas, solo encontramos grupos empresariales xenófobos y tecnócratas progresistas a favor de ellas. Todo esto plantea serias dudas acerca de la idea de que las zonas urbanísticas son el resultado de movimientos populares o de que disfrutan hoy de un apoyo masivo. Al mismo tiempo, los increíbles costes de las zonas urbanísticas están cada vez más claros.
PS: Tomemos la defensa de que las zonas urbanísticas en sus propios términos, contrariamente a la evidencia histórica. No es evidente que la popularidad resulte ser un mérito predominante en todos o incluso la mayoría de los casos. Es verdad, vivimos en una república, en donde se supone que la política funciona con el consentimiento del público. Pero también vivimos en una república liberal, en la que todos los ciudadanos disfrutan de ciertos derechos básicos independientemente de los caprichos de las mayorías. Hasta muy recientemente, casi todas las ciudades en el país aplicaban alguna forma de segregación escolar. Cuando jueces no elegidos, después de muchas dudas y vacilaciones, acabaron eliminando la segregación escolar (contra los deseos de las mayorías) hicieron lo correcto. Una política que viola los derechos básicos o expropia propiedades arbitrariamente o abusa de poblaciones vulnerables no se convierte en correcta por ser popular en este país. Incluso si las zonas urbanísticas fueran populares, su tendencia a hacer todas estas cosas debería hacernos profundamente escépticos ante la política.
Publicado originalmente en Market Urbanism.