Los conservadores cristianos, en su mayoría, son relativamente receptivos al libre mercado, o al menos a un concepto generalizado de lo que solía llamarse libre empresa. (Esto se opone a muchos economistas evangélicos que enseñan en universidades cristianas y que abrazan el socialismo de una forma u otra como LA versión cristiana de la economía).
World Magazine se ha situado en el lado relativamente conservador de los asuntos políticos, o al menos lo suficiente como para ser despreciada por los profesores de las universidades cristianas más progresistas, pero también tiene tendencia a ceder a la noción conservadora de que las economías de libre mercado necesitan ser reguladas por razones tanto legales como culturales. En una edición reciente, Brad Littlejohn advertía a los cristianos que tuvieran cuidado con la «tiranía» de los mercados libres, afirmando que los mercados son tan tiránicos como los gobiernos, una afirmación que no debería quedar sin respuesta.
Debemos señalar que en los últimos años, los conservadores se han vuelto cada vez más hostiles hacia la empresa privada, algo que en parte se corresponde con el auge de las iniciativas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) en las grandes compañías, un movimiento que, francamente, se ha convertido en un tinglado. Sin embargo, se muestra la misma hostilidad hacia el comercio normal, no sólo hacia el libre comercio en el extranjero, sino también hacia los resultados del intercambio privado dentro de nuestra economía.
Por ejemplo, Tucker Carlson y otros conocidos conservadores han atacado a la empresa privada por una serie de supuestos pecados. Como escribí hace unos años:
El capitalismo crea pobreza. El capitalismo nos ha robado el futuro. El capitalismo devasta el planeta. El capitalismo nos oprime. El capitalismo necesita ser controlado por el gobierno o nos arrojará a la mayoría de nosotros a la pobreza y la miseria y enriquecerá sólo a unos pocos bien situados.
No son misivas de The Nation o del Daily Worker, aunque sin duda los escritores de esas publicaciones compartirían los sentimientos. No, estas diatribas contra la economía de mercado proceden del American Conservative. Por supuesto, no es la única publicación conservadora que despotrica contra el sistema de mercado, ya que también se puede contar con First Things para hablar en contra de los males de una economía basada en la propiedad privada, un sistema de precios y pérdidas y ganancias. Por cierto, antes de caer en manos de la parca, el Weekly Standard también alzó su voz contra los mercados. Pat Buchanan lleva años despotricando contra el libre comercio y los mercados libres.
Así, el artículo de Littlejohn en World difícilmente cae en el vacío, ya que cita al escritor fuertemente anticapitalista Sohrab Ahmari, quien escribe en Tyranny, Inc. «que los actores privados pueden poner en peligro la libertad tanto como los gobiernos prepotentes». Dado que los gobiernos han cometido atrocidades masivas y asesinas sin precedentes en los últimos 120 años, la empresa privada debe alcanzar un listón muy «alto», en efecto, para igualar tal malevolencia.
Littlejohn escribe:
Aunque muchos miembros de la derecha no se hayan dado cuenta hasta que sus propios valores fundamentales se han visto amenazados, los trabajadores de muchos sectores se encuentran en gran medida a merced de poderosos empleadores que, mediante enrevesados contratos redactados por ejércitos de abogados, pueden someter a sus empleados a «condiciones de sumisión» que no tienen más remedio que cumplir. Ahmari documenta la proliferación de fenómenos como el arbitraje obligatorio, las cláusulas de no competencia, etc., para mostrar cómo la mayoría de los trabajadores americanos ya no disfrutan de nada parecido a la «libertad de contrato» que antaño se celebraba como sello distintivo del capitalismo de libre mercado.
La solución no consiste en buscar una utopía marxista o libertaria en la que se restablezcan el equilibrio y la armonía económicos perfectos. Por el contrario, Ahmari sostiene que debemos reconocer que «la coerción es inevitable en los asuntos humanos, sobre todo en las partes significativas de nuestras vidas que pasamos como trabajadores y consumidores». Un orden político-económico que quisiera alejar esta verdad sólo permite que la coerción prolifere sin ser cuestionada».
El problema aquí debería ser obvio: Littlejohn (citando a Ahmari) confunde el comportamiento organizativo con el toma y daca del comportamiento del mercado, pero incluso dándole esa razón sigue habiendo confusión en el pensamiento. Incluso si uno cree que las organizaciones empresariales tienen un comportamiento coercitivo hacia los empleados, esa supuesta coerción no es lo mismo que la acción gubernamental. Las compañías no son gobiernos.
Por un lado, aunque una empresa puede establecer condiciones de empleo que uno puede decidir rechazar —con la consecuencia de ser despedido—, eso no es lo mismo que la coacción gubernamental. Una empresa no puede detener a nadie, ni puede encarcelar o ejecutar a nadie. En resumen, una empresa puede limitar las opciones de una persona en asuntos relacionados con la propia empresa, pero no puede limitar la libertad como hacen los gobiernos todos los días.
Aunque se puede censurar la censura en las redes sociales o que un banco deniegue una cuenta a alguien cuyas opiniones políticas no sean progresistas, también hay que ver la conexión entre estas compañías y los gobiernos con los que están interrelacionadas. Muchas de estas compañías se limitan a cumplir los deseos de los gobiernos progresistas y sus agencias, el capitalismo de amiguetes en acción.
Por ejemplo, la reciente sentencia contra el FBI por su implicación en presionar a las compañías de medios sociales se convirtió en una gran novedad precisamente porque una agencia federal con poderes coercitivos se aseguró de que las compañías privadas le hicieran el juego al gobierno. Por otra parte, ni Ahmari ni Littlejohn han abordado el hecho de que gran parte de las compañías americanas de hoy en día están vinculadas de alguna manera a las autoridades gubernamentales, ya sea a través de la regulación o por ser un proveedor.
Estas relaciones marcan la diferencia, especialmente cuando una empresa privada cumple un dictado gubernamental, como vimos con el FBI y Twitter. Además, también puede haber consecuencias para las compañías privadas que toman decisiones basadas en la política, como le ocurrió a la consejera delegada de un banco que cerró la cuenta del político británico Nigel Farage porque no estaba de acuerdo con sus opiniones políticas. Por el contrario, nadie del FBI ni de ninguna otra agencia federal fue arrojado a las colas del paro cuando se conoció su mala conducta.
No se trata sólo de que las compañías adopten un comportamiento politizado. Los mercados son el mejor antídoto contra comportamientos que los consumidores pueden aborrecer. El boicot a Bud Light porque el director de marketing de la empresa intentó utilizar el producto para hacer una declaración política es un excelente ejemplo.
No podemos boicotear al FBI, la CIA, Hacienda o cualquier otra agencia gubernamental. El FBI no perdió autoridad cuando el juez federal prohibió a sus agentes presionar a los medios sociales para que dijeran la línea del gobierno. Además, los agentes del gobierno pueden detenerte, torturarte e incluso matar a alguien y no ser castigados, aunque no exista una justificación razonable para sus acciones.
No cabe duda de que uno puede entristecerse ante el auge del capitalismo woke, la difusión de seminarios divisivos sobre Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) en los lugares de trabajo de las compañías y los crecientes vínculos simbióticos entre las compañías y las élites políticas.
Pero sigue habiendo un mundo de diferencia entre lo que puede hacer una empresa privada y lo que hacen habitualmente los organismos gubernamentales cuando se trata de violar los derechos humanos. Que escritores cristianos populares como Littlejohn y Ahmari no puedan ver la diferencia es motivo de alarma.