Las imágenes que llegan de América Latina son difíciles de ignorar. Decenas de miles de miembros de bandas en El Salvador de Bukele, en fila, hombro con hombro, esperando a ser encarcelados, con sus derechos suspendidos como resultado de la represión de la actividad de las bandas. Cientos de empleados gubernamentales de la AFIP —la versión argentina de Hacienda— en una galería de varios pisos, con los papeles a la deriva en la planta baja al enterarse del cierre de la agencia. Aunque los dos presidentes tienen políticas radicalmente distintas —Bukele, totalitario, y Milei, anarcocapitalista influido por el profesor Jesús Huerta de Soto—, se asemejan en su voluntad de actuar, algo de lo que carecen Europa y los Estados Unidos.
La mayor parte del Occidente desarrollado se encuentra sumida en alguna forma de política liberal de derechas, dominada por la burocracia y devoradora de lotos. Europa está tan lejos del sueño de Hans Herman Hoppe de «1.000 Lichtensteins» como parece humanamente posible, con diez países más esperando entrar en la Unión Europea a partir de octubre de 2024. Estados Unidos se rige por unas elecciones generales que ignoran en gran medida a los candidatos de abajo, lo que garantiza que las maquinarias políticas de ambos lados del pasillo mantengan el control. Como ha señalado Ron Paul, el resultado es que la mayoría de los políticos han sido comprados por intereses externos mucho antes de iniciar una campaña electoral y, por lo tanto, es probable que estén impulsados predominantemente por intereses financieros.
Esto crea una homogeneidad que dista mucho de la agitación necesaria para instalar a un Bukele o un Milei en el poder. A pesar de los pronósticos de calamidad de los expertos políticos —como señala Robert Nozick en su libro Anarquía, Estado y Utopía—, es mucho más probable (y preferible a las aspiraciones de los idealistas libertarios) un declive suave en Occidente que una revolución abierta.
Como advirtió Hayek en repetidas ocasiones en Camino de servidumbre, las ideologías políticas extremas suelen considerar que hacerse con el control de un país es una tarea hercúlea. Sin embargo, allí donde el totalitarismo puede hacerse con el poder con un golpe al estilo de «la fuerza hace el derecho», los anarcocapitalistas encontrarán que este método es desagradable y, como señaló Murray Rothbard en su libro For a New Liberty: The Libertarian Manifesto, los medios deben estar en consonancia con los fines. Por lo tanto, uno podría creer que el anarcocapitalista debe argumentar su posición para ilustrar a la población general de un país que éste es el único camino razonable a seguir. Desgraciadamente, esto supondría que la población es perfectamente razonable, un error que Hayek desaconsejó cometer en su libro El orden sensorial.
En su lugar, los anarcocapitalistas esperanzados deben utilizar Argentina como una especie de «casa piloto» para otros países. Sin la creación de una campaña de ventas, el proyecto anarcocapitalista —limitado a Argentina— está demasiado apalancado para extenderse al extranjero. Por lo tanto, cada logro positivo del gobierno de Milei debe reducirse a temas de conversación, eslóganes y operaciones publicitarias. Esto permitirá a las democracias occidentales estables probar a una distancia segura lo que un gobierno anarcocapitalista podría ofrecerles. Sólo entonces los esperanzados anarcocapitalistas europeos y americanos tendrán la oportunidad de comenzar su cruzada en casa.