En su edición de junio, Cato Unbound publicó un artículo en el que se discutían los pros y los contras de las monarquías constitucionales. Sorprendentemente, los académicos de la corriente principal están expresando un renovado interés en el estudio de las monarquías. Originalmente, argumentar a favor de la utilidad de las monarquías era la reserva de intelectuales libertarios como Hans-Hermann Hoppe y Erik Kuehnelt von Leddhin. Sin embargo, durante los últimos diez años, hemos recibido una gran cantidad de estudios empíricos que articulan la superioridad de las monarquías constitucionales con respecto a las democracias.
Siguiendo esta trayectoria, los académicos acogidos por el Instituto Cato propusieron argumentos decisivos a favor de sus respectivas posiciones. Iniciando el debate, el ensayista principal, Vincent Geloso, esgrime una poderosa justificación para mantener las monarquías constitucionales allí donde ya existen: «Al invertir en simbolismo para alcanzar altos niveles de popularidad, los monarcas ceremoniales podrían estar generando mayores niveles de confianza... Al hacerlo, pueden estar permitiendo una sociedad civil más fuerte que puede actuar como sustituto del gobierno y como control de las tendencias democráticas a legislar y regular en exceso».
Que las monarquías cultivan el capital social al servir de símbolo de unidad política es una observación apreciada. Geloso es consciente de las virtudes monárquicas, sin embargo, otras partes del debate parecen no estar impresionadas. En su presentación «Monarquía: ¿causa de prosperidad o consecuencia?» Rok Spruk sostiene que la supervivencia de las monarquías constitucionales es una consecuencia del crecimiento económico a largo plazo. Spruk refuta el argumento de que las monarquías motivan la prosperidad afirmando que el éxito de las monarquías es resultado del progreso económico. Para Spruk, la prosperidad económica está vinculada a la longevidad del gobierno monárquico.
Afirma que las monarquías se derrumbaron en los países europeos en los que la economía no funcionaba bien. Spruk introduce un contrapunto interesante, pero la historia que se cuenta es más complicada. Pensadores como Alexis de Tocqueville, Erik Kuehnelt von Leddhin y Ted Gurr han demostrado que el aumento de la riqueza puede proporcionar un terreno fértil para las revoluciones. La lentitud económica puede enfurecer a las clases trabajadoras, pero normalmente las revueltas son orquestadas por intelectuales socialmente ambiciosos, como señala James Billington en su fascinante libro Fire in the Minds of Men.
Principalmente, las revueltas reflejan las inseguridades de los líderes del pensamiento que exigen un mayor prestigio. Dado que las revoluciones se producen en épocas de prosperidad, hay que ser escéptico ante la tesis de que las monarquías europeas implosionaron en el siglo XX debido a la incapacidad de registrar altas tasas de crecimiento. Tampoco existe una relación directa entre el estancamiento económico y la agitación política. En el Caribe, hay muchos países con tasas de crecimiento inferiores y altos niveles de desigualdad de ingresos, y sin embargo sus gobiernos son realmente estables, siendo Haití el caso atípico.
Del mismo modo, la afirmación de Spruk de que los países europeos ricos sólo conservaron el régimen monárquico por motivos económicos merece ser analizada: «Los países europeos más ricos siguieron siendo monarquías en el siglo XXI no necesariamente porque las monarquías constitucionales desarrollen intrínsecamente mejores salvaguardias contra el poder ejecutivo arbitrario, sino precisamente porque fueron capaces de alcanzar altos niveles de renta per cápita antes de las grandes conmociones como la Primera y la Segunda Guerra Mundial».
Spruk, en su paper en el que se basa el artículo, cita la monarquía constitucional de Portugal como prueba de su teoría. Aunque parece extraño comparar a Portugal con monarquías constitucionales como Gran Bretaña y Suecia. Portugal funcionó como una monarquía absoluta durante la mayor parte de su historia real y, a diferencia de Suecia, Gran Bretaña y Dinamarca, nunca experimentó una época de reformas de libre mercado a una escala similar.
En el siglo XIX, el Imperio portugués se percibía como decrépito y carente de sensibilidades modernas. Desde el punto de vista institucional, Portugal nunca estuvo en la liga de las monarquías que sobrevivieron a los choques hostiles del siglo XX. Sería instructivo comprobar la calidad de la monarquía portuguesa comparándola con sus pares. La objeción de Spruk a la conservación de las monarquías constitucionales es un reto bienvenido para los pensadores que pretenden dilucidar los méritos del gobierno monárquico.
Hay que admitir que el argumento de Spruk es una de las mejores objeciones a la conservación de las monarquías constitucionales, pero en promedio, parece que la evidencia favorece a las monarquías. Collins C. Ngwakwe y Mokoko P. Sebola en «Republics and Monarchies: A Differential Analysis of Economic Growth Link», opinan que, aunque existe una relación insignificante entre el tipo de régimen y el crecimiento, «el PIB medio es ligeramente superior en las monarquías que en los países republicanos». Su conclusión es realmente sorprendente: «Igualmente, la estadística de la varianza (una medida de inestabilidad) es menor para las monarquías constitucionales y mayor para las repúblicas, lo que indica que las monarquías constitucionales parecen más estables que los países con república».
Además, Garmann (2017) complementa la literatura demostrando estadísticamente que las monarquías están asociadas con instituciones significativamente mejores. Aunque es evidente que las monarquías tienen algunas ventajas, las pruebas aportadas en este artículo no sugieren que debamos volver al régimen monárquico, sino que indican las ventajas de estudiar alternativas a la democracia.