El burócrata no es sólo un empleado del gobierno. Es, bajo una constitución democrática, al mismo tiempo un votante y como tal una parte del soberano, su empleador. Se encuentra en una posición peculiar: es a la vez empleador y empleado. Y su interés pecuniario como empleado está por encima de su interés como empleador, ya que obtiene mucho más de los fondos públicos de lo que contribuye a ellos.
Esta doble relación se hace más importante a medida que aumentan las personas en nómina del gobierno. El burócrata, como votante, está más ansioso por conseguir un aumento que por mantener el equilibrio presupuestario. Su principal preocupación es engrosar la nómina.
La estructura política de Alemania y Francia, en los últimos años que precedieron a la caída de sus constituciones democráticas, estuvo en gran medida influida por el hecho de que para una parte considerable del electorado el Estado era la fuente de ingresos. No sólo estaban las huestes de los empleados públicos, y los empleados en las ramas de negocio nacionalizadas (por ejemplo, ferrocarriles, correos, telégrafos y teléfonos), estaban los receptores del subsidio de desempleo y de las prestaciones de la seguridad social, así como los agricultores y algunos otros grupos que el gobierno subvencionaba directa o indirectamente.
Su principal preocupación era obtener más de los fondos públicos. No les importaban cuestiones «ideales» como la libertad, la justicia, la supremacía de la ley y el buen gobierno. Pedían más dinero, eso era todo.
Ningún candidato al parlamento, a las dietas provinciales o a los ayuntamientos podía arriesgarse a oponerse al apetito de los empleados públicos por un aumento. Los distintos partidos políticos se afanan en superar a los demás en munificencia.
En el siglo XIX los parlamentos se empeñaban en restringir al máximo los gastos públicos. Pero ahora el ahorro se convirtió en algo despreciable. El gasto sin límites se consideraba una política sabia. Tanto el partido en el poder como la oposición se esforzaban por conseguir popularidad mediante la apertura. Crear nuevas oficinas con nuevos empleados se llamaba política «positiva», y todo intento de evitar el despilfarro de fondos públicos era despreciado como «negacionismo».
La democracia representativa no puede subsistir si una gran parte de los votantes está en la nómina del gobierno. Si los miembros del parlamento ya no se consideran mandatarios de los contribuyentes, sino delegados de quienes reciben sueldos, salarios, subvenciones, dotes y otros beneficios del erario, la democracia está acabada.
Esta es una de las antinomias inherentes a las cuestiones constitucionales actuales. Ha hecho que muchas personas desesperen del futuro de la democracia. Al convencerse de que la tendencia hacia una mayor interferencia del gobierno en los negocios, hacia más oficinas con más empleados, hacia más dotes y subsidios es inevitable, no pudieron evitar perder la confianza en el gobierno del pueblo.
Este artículo está extraído de Burocracia, capítulo 5, sección 3, «El burócrata como votante» (1944).