Mises Daily

El camino pedregoso de los impuestos americanos

[Adaptado de For Good and Evil: The Impact of Taxes on the Course of Civilization]

Ninguna revolución moderna ha estado más profundamente enraizada en los impuestos que la revuelta de las Trece Colonias en la Norteamérica británica. Los impuestos británicos no solo causaron la revolución, sino que quizá sea más importante que actuó como fuerza unificadora en las colonias. Las una vez desorganizadas y belicosas colonias se unieron en torno a la causa de los impuestos sin consentimiento, tomaron las armas contra los británicos y finalmente formaron los Estados Unidos de América. El movimiento americano de independencia no tenía raíces profundas: empezó en 1766, cuando los líderes coloniales se reunieron para protestar por los impuestos británicos bajo la Ley del Sello. El Congreso de la Ley del Sello, como fue llamado, fue el lugar real de nacimiento de Estados Unidos.

La causa motivadora contra los impuestos de la corona fue al principio un concepto confuso en las mentes de la mayoría de los americanos. Los colonos argumentaron primero que los impuestos internos, como el impuesto del sello, eran malos, pero los impuestos externos, como los impuestos a la importación, serían aceptables. El canciller del Tesoro británico, Charles Townshend, calificó muy apropiadamente a esta postura de los americanos como “un perfecto sinsentido”. Este razonamiento sin sentido hizo difícil a la corona saber qué hacer. Al final los americanos se levantaron cuando el Parlamento adoptó el tipo de imposición que los colonos decían que estaban dispuestos a pagar. Se puede decir justificadamente que la Revolución Americana se produjo, no porque se protestara contra los impuestos sin representación, sino contra los impuestos, punto.

Y la actitud americana no cambio mucho después de la guerra. ¿Qué hacía la gente en 1765? Estaban embreando y emplumando a los recaudadores británicos de impuestos. ¿Qué estaban haciendo en 1794? Estaban embreando y emplumando a los recaudadores estadounidenses de impuestos.

Una vez se ganó la Guerra de Independencia, se pensó poco en crear un gobierno nacional con poder impositivo. (…)

Revuelta fiscal en las colonias

Con plena convicción, niego toda idea tanto de político como del derecho a gravar internamente América. Rechazo todo el sistema. Comienza en la iniquidad; sigue al resentimiento y no puede terminar sino en sangre.

— Marqués de Grandby, discurso en la Cámara de los Comunes, 5 de abril de 1775.

No es difícil argumentar que los padres fundadores de Estados Unidos se levantaron contra impuestos que no eran injustos ni opresivos. Los americanos estaban entre los pueblos más afortunados de la tierra: tenían la protección de la nación británica y su territorio era rico y variado. Los negocios iban bien y había trabajo para todos. Las castas sociales de Europa no les encadenaban y sus hijos no eran reclutados para guerras en lugares lejanos. Si la revolución es la consecuencia de la opresión, entonces la Revolución Americana no debería haberse producido nunca.

Los impuestos que los británicos trataban de recaudar eran modestos; el dinero iba a gastarse enteramente en las colonias en su beneficio y para su protección. No iba a ser enviado de vuelta a la metrópoli. ¿Por qué todos los alborotos y gritos de “tiranía”? ¿Tenía la metrópoli un grupo de críos malcriados que no se daban cuenta de lo bien que estaban? ¿Por qué no deberían pagar su parte en los costes de mantener las fuerzas militares que aseguraban sus fronteras? Los americanos eran los beneficiarios de las recientes victorias militares que eliminaron la amenaza del imperialismo francés y abrieron la frontera oeste. ¿No tenían los americanos una obligación moral de pagar parte de los costes incurridos para lograr estos beneficios?

La Revolución Americana tiene su origen en las actitudes de los primeros colonos que llegaron a América en el siglo XVII. La mayoría estuvieron implicados en la Guerra Civil inglesa y llevaban con ellos lo ideales de Lord Coke y la Petición de Derechos. Sus concesiones coloniales del Parlamento les garantizaban “todos los derechos, privilegios e inmunidades de los ingleses”. Esto significaba que tendrían e derecho a un juicio con jurado, estarían gobernados por el Derecho Común, no podían ser encarcelados arbitrariamente y no podían ser gravados sin su consentimiento.

En teoría, la corona estaba tan restringida en su trato con ellos como con los ingleses en la metrópoli. Su actitud se aprecia en una carta escrita por un funcionario británico que decía que si se preguntaba a un colono sobre proporcionar fondos para los ejércitos británicos que luchaban en América, respondía dando una “larga explicación sobre sus derechos”.

Un inglés que vivía en las colonias no tenía ningún miembro del Parlamento que le representara. Bajo esas circunstancias, no le era posible “consentir” en leyes e impuestos. Sus derechos como inglés eran ilusorios, especialmente cuando se encontraba en las manos de arrogantes burócratas enviados por la metrópoli para interferir en su modo de vida.

Esta desgraciada situación no era culpa de nadie. Las formas y prácticas políticas que garantizaban sus derechos no se habían inventado. Los tribunales locales ayudaban algo, se proporcionaban juicios con jurado y regía el derecho común, pero faltaban muchas cosas, especialmente algunos medios por los que se pudiera debatir y consentir los impuestos. Las asambleas locales podían ser desautorizadas por la corona. Puede ser que la causa real de la Revolución Americana fuera su falta de esta maquinaria política para proteger los derechos de los colonos. El Parlamento Británico no estaba pensado para funcionar para ingleses viviendo en lugares lejanos. Tal y como evolucionaron los acontecimientos, la Revolución Americana fue una solución radical a ese problema. En los años siguientes, otras áreas coloniales como Canadá, Australia e incluso los países de la Commonwealth del siglo XX iban a encontrar soluciones más moderadas. El problema básico de la Norteamérica del siglo XVIII era que las prácticas coloniales británicas eran incompatibles con los “derechos de los ingleses” y la Revolución Americana fue una expresión de esa incompatibilidad.

El colonialismo británico en el siglo XVIII se basaba en el mercantilismo, una práctica económica que ligaba a las colonias con su metrópoli. Las colonias enviaban materias primas a Gran Bretaña, donde o bien eran consumidas o bien se usaban para las manufacturas y el comercio. Lo más importante es que las colonias tenían que comprar sus importaciones a la metrópoli. El mercantilismo daba a los mercaderes británicos un monopolio del comercio colonial. El contrabando les dañaba más que a hacienda, ya que las regulaciones comerciales y las aduanas estaban pensadas para impedir la competencia extranjera, no para recaudar impuestos. Una ley mercantil, la Ley de la Melaza de 1733, fijaba un alto impuesto a las melazas de las Indias Occidentales Francesas. La ley nunca fue eficaz debido a la facilidad con la que las baratas melazas francesas podían introducirse  de contrabando en las colonias. Los mercaderes británicos de azúcar se quejaban amargamente.

“El americano”, decían, “deducía su derecho de engañar a Hacienda y de perjurar del ejemplo de sus padres y los derechos de la naturaleza” y continuaría “quejándose y contrabandeando y contrabandeando y quejándose, hasta que se eliminen todas las restricciones, y hasta que puede comprar y vender cuando quiera y donde quiera. Todo lo que no sea esto sigue siendo un agravio, un emblema de esclavitud”. En realidad, los mercaderes británicos no tenían ningún derecho a acusar a los comerciantes yanquis de contrabando, que estaba mucho más extendido en las costas de Inglaterra que en las de Norteamérica.

La orden de auxilio

Durante la época de Cromwell, los funcionarios de aduanas estaban autorizados a incautarse de bienes de contrabando en Gran Bretaña por una orden de auxilio emitida por el Tribunal del Tesoro. Para obtener esta orden, el funcionario prometería bajo juramento ante un juez que la propiedad de contrabando estaba en un lugar concreto; si se demostraba causa probable, se aprobaba la orden y el funcionario de aduanas podía realizar la incautación con el auxilio de un policía local.

Esta orden llegó a las colonias en 1755 de una forma novedosa que al principio no atrajo atención. Pero en 1761, en Boston, James Otis renunció como fiscal general para representar a los mercaderes de Boston en una demanda para impedir la renovación de la orden (el rey había muerto y hacía falta una nueva autorización por los tribunales. Otis no cobró nada por sus servicios: “En un caso así, rechazo todo honorario”. Un joven abogado llamado John Adams (posteriormente sería presidente) se sentó en el tribunal y tomó notad del proceso. Otis argumentó durante cinco horas y declaró que la orden

era el peor instrumento del poder arbitrario, el más destructivo de la libertad inglesa y los principios fundamentales del derecho que se haya encontrado nunca en un libro de derecho inglés (…) No puede encontrar más de un ejemplo de ella en todos nuestros textos legales y fue en el cénit del poder arbitrario, es decir, el reinado de Carlos I, cuando los poderes de la Cámara de la Estrella se llevaron al extremo.

Otis no se oponía al uso de la orden para el registro de un lugar concreto cuando estuviera autorizada por un tribunal bajo juramento y declaración jurada del funcionario de aduanas; a lo que se oponía era al poder que esta peculiar orden daba a cualquier funcionario para registrar sin orden de un tribunal. Ni siquiera el Parlamento podía autorizar tal monstruosidad. Decía Otis: “Un acto contra la Constitución es nulo”. Los jueces del tribunal sentenciaron en contra de Otis y concedieron la orden a los funcionarios de aduanas de Boston. Pero, a pesar de la derrota de Otis, el caso atrajo la atención y a partir de entonces jueces y abogados trabajaron juntos para frustrar a los funcionarios de aduanas que trataran de obtener la orden. Contrariamente a la creencia popular, los colonos nunca se vieron oprimidos con el uso de la orden auxilio. Estaba en los códigos e irritaba a los americanos, pero gracias al valor e ingenio de un valiente abogado, la mayoría de las órdenes acumularon polvo esperando a ser firmadas en las cámaras de los jueces coloniales.

La orden de auxilio es importante en la historia estadounidense porque la amenaza de su uso hizo que los padres fundadores incluyeran la Cuarta Enmienda en la Declaración de Derechos. Aunque esa magnífica enmienda no se usa ahora para limitar a los recaudadores de impuestos, se adoptó inicialmente precisamente para eso. La enmienda prohíbe “investigaciones y apropiaciones no razonables”, lo que significa, ante todo, que los agentes de hacienda no pueden entrar sin una orden de un tribunal basada en una declaración jurada estableciendo una causa probable.

Durante más de cincuenta años antes de la Revolución Americana, el gobierno británico consideró gravar a las colonias. A  Sir Robert Walpole el gobernador retirado de Virginia le dijo que era viable fijar impuestos coloniales. Años después, en 1732, cuando se produjo la crisis de los impuestos especiales en torno al vino y al tabaco, un ministro sugirió extender el nuevo impuesto a las colonias. “No”, dijo Walpole, “tengo a la vieja Inglaterra en mi contra, ¿crees que la Nueva Inglaterra no hará lo mismo?”

A mediados de siglo se acabó la época de paz de Walpole. Gran Bretaña estaba en guerra con Francia. Las demandas hacendísticas de la guerra se hicieron cada vez más serias. En 1764, los ejércitos británicos habían expulsado a los franceses de Norteamérica y no era injusto que los americanos soportaran parte de las cargas financieras que les beneficiaban. Si lo hicieran, el impuesto a los terrenos en Gran Bretaña podría reducirse a los niveles de tiempos de paz y podían eliminarse algunos de los impuestos especiales. Además, abundaban historias en Gran Bretaña sobre los beneficios de los mercaderes americanos por el gasto a manos  llenas de los soldados británicos, los contratos de guerra y el contrabando. Para muchos británicos, América era una tierra de leche y la miel, de encaje y la ropa blanca, de plata y seda, pagada por los contribuyentes británicos.

La Ley del Azúcar

El Parlamento respondió en 1764 con la Ley del Azúcar, que fue la primera y única ley fiscal con éxito de la corona en las colonias. Los comerciantes yanquis en Nueva Inglaterra protestaron vehementemente, pero el resto de las colonias mostraron poco interés en sus problemas. El contrabando era común en Nueva Inglaterra y la mayoría de los colonos creían que aquellos estaban probablemente recibiendo lo que merecían. Años después, tras la revolución, el presidente John Adams, famoso en Massachusetts, dijo que la Ley del Azúcar impuso “enormes impuestos, duros impuestos, opresivos, ruinosos intolerables impuestos”. Pero entonces, fuera de Nueva Inglaterra, nadie sentía lo mismo. Los impuestos bajo la Ley del Azúcar abarcaban un amplio rango de bienes no británicos. Los tipos eran realmente bastante moderados.

Las protestas contra la Ley del Azúcar se dirigieron realmente contra provisiones administrativas pensadas para controlar la evasión. El acto fue una típica medida dura de recaudación que trataba a todo comerciante como mentiroso. Una multitud de regulaciones afectaba a todos los importadores, inclusos los pequeños navíos costeros y cualquier incumplimiento justificaba la incautación del navío, así como de toda la carga.

Incluso los equipajes personales de los marineros eran confiscados si los contenidos no se incluían en las declaraciones de aduanas. La Ley del Azúcar atrapaba a más inocentes que culpables.

Aparte de la presunción de culpabilidad que hacía la ley, los litigios iscales se trasladaban de los tribunales y jurados locales a Halifax, Nueva Escocia, para ser enjuiciados ante el Tribunal del Almirantazgo, pro-gobierno. Las absoluciones eran comunes en los juicios en Nueva Inglaterra, porque, bajo el derecho común, al contrario que hoy, un jurado podía absolver si sus miembros pensaban que la ley o el castigo eran injustos. Una absolución abría la vía para una acción civil por daños contra los agentes e informadores fiscales de la corona por falsa acusación. Bajo la Ley del Azúcar, se prohibieron esas acciones civiles. Se estimulaba a los informadores con recompensas de un tercio de cualquier propiedad confiscada.

Los ingresos de la Ley del Azúcar no produjeron mucho alivio a los contribuyentes británicos de la metrópoli. En 1765 hubo serios disturbios en Gran Bretaña. Después de acosar a los recaudadores de impuestos especiales, se abolieron los impuestos a la sidra. En busca de nuevos ingresos, las ricas y poco gravadas colonias atrajeron la atención del gobierno británico. El primer ministro preguntó al Parlamento si algún miembro cuestionaba el derecho de la corona de gravar a los colonos. No hubo disidentes. Luego preguntó si las colonias rechazarían “contribuir en una minucia a aliviarnos las pesadas cargas bajo las que nos encontramos”. (Aproximadamente diez mil tropas británicas estaban acuarteladas en América para su defensa). Incluso sugirió que los colonos podían usar cualquier forma de impuestos que desearan, pero de momento, el gobierno introduciría los impuestos a los sellos.

La Ley del Sello

La Ley del Sello no era una minucia para el colono. Las legislaturas coloniales tuvieron sesiones de urgencia. Hubo reuniones vecinales, discursos y panfletos condenando el impuesto. Estalló la violencia, se destruyeron propiedades. Los gobernadores escribieron a Gran Bretaña advirtiendo que la rebelión no podía detenerse. Incluso los más fuertes oponentes al impuesto dedicaron tiempo a tratar de apaciguar a las bandas y restaurar el orden. Más importante aún fue que la Ley del Sello unió a las colonias, algo que habría sido imposible antes de 1765. Massachusetts convocó un congreso de las colonias y acudieron delegados de casi todos los gobiernos coloniales.

Las leyes de sellos eran populares en toda Europa en este momento. En 1750 se usaban en las colonias de los gobiernos coloniales. La ley británica de 1765seguía la práctica establecida de gravar periódicos, documentos legales, licencias de negocio, diplomas y unas pocas cosas más. Los fondos obtenidos de estos impuestos iban a usarse exclusivamente para pagar las tropas británicas acuarteladas en Norteamérica. Para hacer más tolerable el impuesto, se concedía a los ciudadanos locales el derecho exclusivo de vender o emitir los sellos. No se enviaría a ningún burócrata arrogante desde la metrópoli, como había pasado con las aduanas. Incluso Ben Franklin solicitó el empleo de vendedor de sellos.

El Congreso de la Ley del Sello pidió al Parlamento la abolición, argumentando que los impuestos son internos y por tanto requerían el consentimiento de los colonos. El Parlamento no podía hablar por ellos, ya que le faltaba una relación natural con los colonos. Cuando el congreso se suspendió, se enviaron unos pocos ciudadanos eminentes a Londres para presionar para la abolición.

Benjamin Franklin fue uno de los enviados a argumentar la derogación. Era representante de Nueva Jersey, Georgia y, sobre todo, Massachusetts, la cuna de los rebeldes. Fue invitado a hablar en la Cámara de los Comunes.

He aquí algunas de las preguntas que le hicieron en los Comunes, con sus respuestas:

Pregunta: “¿Cuál era el talante de América hacia Gran Bretaña antes del año 1763?”

Respuesta: “El mejor del mundo. Se sometía voluntariamente al gobierno de la corona y prestaba obediencia a las leyes del Parlamento en sus tribunales”.

Pregunta: “¿Y cuál es su talante ahora?”

Respuesta: “Oh, está muy alterado”.

Pregunta: “¿Ha visto alguna vez cuestionada la autoridad del parlamento de dictar leyes para América hasta hace poco?”

Respuesta: “Se ha admitido la autoridad del Parlamento como válida para todas las leyes, salvo respecto de establecer impuestos internos. Nunca se discutió a la hora de establecer obligaciones para regular el comercio”.

En el momento de su testimonio (enero de 1776), Franklin hablaba con los moderados. Cuando hablaba de impuestos internos estaba hablando de la Ley del Sello. Indudablemente dejaba claro que las aduanas (impuestos externos) eran indiscutibles.

La Ley del Sello fue abolida y hubo regocijo en las colonias. Los mercaderes británicos en Inglaterra se oponían a la Ley del Sello tanto como los colonos. La abolición suponía una victoria para todos, salvo el Tesoro y el gabinete.

Había una cláusula adicional en la ley de abolición que iba a irritar a los colonos en años venideros. En efecto, la cláusula decía que el Parlamento tenía el poder de fijar impuestos si quería hacerlo. El Parlamento quería dejar claro que no había abdicación de su poder sobre las colonias en modo alguno, especialmente el poder fiscal. En ese momento, Franklin dijo que esta disposición no tendría ninguna consecuencia adversa mientras el Parlamento no tratara de aplicarla. Años después, en vísperas de la revolución, Franklin creía otra cosa, diciendo con amargo desprecio:

Pero recordad que hacer más gravoso vuestro impuesto arbitrario para vuestras provincias, por declaraciones que dicen que vuestro poder de gravarlas sin consentimiento no tiene límites; de forma que cuando tomáis de ellas sin su consentimiento un chelín de una libra, tenéis un claro derecho a los demás 19.

Cuando se sosegó el furor sobre la Ley del Sello, el Parlamento siguió la sugerencia de Franklin y adoptó una serie de nuevas tasas aduaneras sobre bienes importados de Gran Bretaña. Si los americanos creían ingenuamente que había alguna diferencia entre impuestos externos e internos, la corona estaba dispuesta a dar a los americanos el tipo de impuestos que pedían, por muy absurdo y ridículo que pudiera ser su pensamiento. Estas nuevas tasas, dijo un miembro del gabinete británico eran “perfectamente coherentes con los propios argumentos del Doctor Franklin, cuando estaba reclamando la abolición de la Ley del Sello”.

Las tasas Townshend

Estas nuevas tasas aduaneras, llamadas las tasas Townshend, tuvieron cierta oposición en los Comunes (el voto fue de 180 a 98). Edmund Burke, un extraordinario pensador de su tiempo, argumentaba que las tasas Townshend no diferían de la Ley del Sello y predijo que los americanos descubrirían el engaño por sí mismos. La corona no recibiría ni un chelín de los americanos, independientemente de si los impuestos eran internos o externos. Burke conocía mejor a los americanos de lo que estos se conocían a sí mismos e indudablemente mejor de lo que Franklin conocía a su propio pueblo.

Bajo la Ley Townshend, se cobraba una tasa de aduana por algunos productos británicos: papel, tintes, vidrio y té. Había una disposición cuartelera que obligaba a los colonos a sostener tropas británicas en América, lo que conseguía indirectamente lo que no había logrado la Ley del Sello.

La rebelión ante esta ley vino de los mercaderes coloniales, que boicotearon los bienes británicos. En Gran Bretaña muchos negocios fueron a la ruina, muchas empresas navieras quebraron y hubo desempleo. La corona no tuvo otra alternativa que abolir las tasas, excepto un pequeño impuesto sobre el té, reducido de 12 a 3 peniques por libra de té.

La Ley de Acuartelamiento, que era un impuesto disfrazado, fue tolerada, salvo en Nueva York, que tenía el mayor número de soldados británicos. La ley era decididamente injusta y suponía una carga indebida a los neoyorquinos, que rechazaban proveer todas las necesidades de las tropas. Un Parlamento enfurecido suspendió la legislatura de Nueva York y anuló sus leyes futuras. Se creó un estado de ánimo de dureza. El  Dr. Samuel Johnson, un importante intelectual, dijo: “Son una raza de convictos y tendrían que estar agradecidos por cualquier cosa que les permitamos hacer que no sea colgarlos”.

El peor aspecto de la Ley Townshend era la creación de un nuevo Consejo de Comisarios de Aduanas. Se dieron órdenes de auxilio al consejo y la arrogancia de tras agentes importantes en Boston desempeñó un papel no desdeñable en la futura revolución. Un eminente historiador estadounidense decía:

Si no hubiera sido por las desafortunadas personalidades de Robinson, Paxton y Hulton, podría no haber habido ninguna revolución. Desde 1768 a 1772 existió una guerra casi abierta entre los agentes de los comisarios y [los colonos].

Canadá puede haber estado fuera del conflicto debido a su soberbio gobernador que rechazó tolerar cualquier corrupción y mala conducta de los agentes de aduanas en esa región. Tal y como acabaron las cosas, la revolución fue probablemente más la consecuencia de una administración opresiva de los impuestos que de los propios impuestos, a pesar de toda la palabrería sobre impuestos y consentimiento.

El mejor relato que tenemos de la tiranía de los agentes británicos está en un pequeño artículo escrito por Benjamin Franklin en 1773, que no se parece a sus respuestas al Parlamento en 1766. Su artículo posterior se titulaba “Reglas por las que un gran imperio puede reducirse a uno pequeño”. No nombraba específicamente a Gran Bretaña, pero listaba 20 agravios que las colonias tenían contra los británicos. Este documento es probablemente el mejor resumen de los pecados de la metrópoli hacia sus colonias. Trata de asuntos humanos, en lugar de legales, y fue escrito en un momento en que Franklin tenía un considerable ascendiente y prestigio entre los británicos. Respecto de los agentes fiscales británicos, decía:

XI. Para hacer tus impuestos más odiosos y más probable que se produzca resistencia, envía desde la capital un consejo de funcionarios para supervisar la recaudación, compuesto por los más indiscretos, maleducados e insolentes que puedas encontrar (…) Si se sospecha que algún funcionario recaudador tiene la más mínima ternura hacia el pueblo, descártalo. Si hay quejas justificadas contra otros, protégelos y recompénsalos. Si cualquier de los funcionarios inferiores se comporta provocando a la gente que lo apalee, promociónalo a un cargo mejor.

Franklin decía sobre la marina:

V. Convierte a los bravos y honrados oficiales de tu marina en presuntuosos prácticos y cargos aduaneros en las colonias (…) Déjales que aprendan a corromperse por medio grandes contrabandistas reales; [para que muestren su diligencia] rastrea con barcos armados botes en cada había, puerto, río, arroyo, cala y rincón en toda la costa de tus colonias; para y detén a todo buque de cabotaje, cada bote de madera, cada pescador, arroja sus cargas e incluso su lastre de dentro afuera y de arriba abajo y si se encuentran alfileres no declarados por valor de un penique, deja que se incaute y confisque todo.

Las quejas de Franklin sobre la marina británica eran reales. El personal naval británico recibía una parte importante de la carga y los ingresos de la venta de los barcos confiscados de los que se incautaban. Los barcos de guerra británicos a lo largo de las costas americanas tenían en la práctica una licencia para ejercer la piratería. Una documentación inadecuada era todo lo que se necesitaba para permitir la confiscación; no hacía falta contrabando.

Las tasas Townshend ayudaron a los colonos a aclarar su pensamiento acerca de los impuestos y el consentimiento. Los americanos no iban a dejar de nuevo abiertas las puertas. Se abandonaron las distinciones entre impuestos externos e internos. Cualquier impuesto requería consentimiento. El pensamiento americano empezó a moverse hacía un acuerdo político que diera una soberanía limitada al Parlamento. Por desgracia, estalló la guerra y esta novedosa idea política no se asentó. Al final, el Parlamento reclamó el derecho de poder absoluto sobre las colonias. Es dudoso si hubiera entregado alguna vez su autoridad suprema. En tiempos modernos, el Parlamento Británico tuvo el poder constitucional supremo sobre el pueblo canadiense, aunque no se atrevió a interferir en sus deseos durante muchos años. Hasta 1981, los políticos canadienses no acordaron los términos de la repatriación de la Constitución de Canadá, aprobada por el Parlamento como la Ley de la Norteamérica Británica en 1867.

Muchos líderes británicos estaban de acuerdo con las colonias. El anterior primer ministro, Pitt el Viejo, se oponía a gravar las colonias. Pero el mejor pensamiento provenía de Edmund Burke, que se opuso a la acción militar cuando empezaron a aparecer nubes de guerra, diciendo: “El pueblo debe ser gobernado de una forma acorde con su temperamento y disposición”.

Los americanos finalmente se dieron cuenta de que cualquier impuesto sin su consentimiento iba contra su disposición. Tal vez si hubieran adoptado esa visión en 1766, cuando se opusieron a la Ley del Sello, podría haberse encontrado una solución aceptable sin llegar a la guerra. Por desgracia, el asunto se resolvió siguiendo el ejemplo holandés del siglo XVI: guerra contra una metrópoli que había insistido en gravarles de una forma que no les gustaba.

La Fiesta del Té de Boston

La Fiesta del Té de Boston fue un punto de inflexión en la reacción colonial al gobierno británico. En 1773 el asunto de los impuestos se estaba nublando. Ambas partes se dirigían hacia la guerra.

Recientemente, los sellos de correos estadounidenses han retratado la Fiesta del Té de Boston como un acto glorioso de desafío al colonialismo británico. La mayoría cree que fue una protesta contra los impuestos británicos sobre el té, pero no es verdad. Los mercaderes estadounidenses del té habían estado boicoteando el té británico durante cinco años. En las colonias se usaba el té holandés de contrabando. En respuesta, el gobierno británico decidió eliminar las tasas sobre el té de las Indias Orientales cuando llegara a Gran Bretaña, de forma que pudiera venderse en América a un precio inferior al del té holandés de contrabando. Además, se dio un monopolio de este té barato a mercaderes británicos leales en las colonias. Los contrabandistas americanos de té se quedarían sin negocio. El plan de la corona se basaba en la suposición de que los consumidores americanos no boicotearían en té inglés a bajo precio, sino que lo comprarían en lugar de más caro producto holandés de contrabando.

Las consecuencias de esto para los mercaderes estadounidenses eran amenazadoras. Si podía concederse un monopolio para el té, podía concederse también para otros productos. Decisiones económicas de este tipo podían destruir a los mercaderes estadounidenses. En protesta, los mercaderes de Boston se disfrazaron de indios, abordaron barcos mercantes cargados con té y lo arrojaron al puerto. Fue una destrucción arbitraria de propiedad privada en una época en que la propiedad privada tenía una gran estima. La primera obligación de cualquier gobierno es proteger las vidas y propiedades de sus ciudadanos.

La Fiesta del Té de Boston es un acontecimiento aleccionador que plantea difíciles asuntos legales y morales. Es cualquier cosa menos la causa célebre que han creado los historiadores estadounidenses. Esta destrucción arbitraria de propiedad no fue bien recibida en las colonias. Massachusetts era conocida por ser un semillero de gentes impulsivas y belicosas. Franklin se vio sorprendido y reconoció que debía pagarse una completa indemnización a los propietarios del té. La mayoría de los americanos creían esto, pero por desgracia la mayoría de los americanos iban a sentir los tacones de las botas británicas. Se adoptó una serie de “leyes intolerables” por parte de la corona y empezó la Guerra de Independencia. Navíos y tropas británicos invadieron literalmente las colonias. Los opresivos agentes de hacienda, por malos que fueran, iban a parecer amables en comparación con las flotas de barcos de guerra y batallones de casacas rojas en formación de batalla. Cañones, mosquetes y bayonetas reemplazaron a órdenes de auxilio, confiscaciones y recaudaciones.

Los americanos ganaron la guerra después de seis años porque los británicos encontraron demasiado incómoda la logística de apoyar tropas a cuatro mil quinientos kilómetros en un país hostil. El ejército americano estaba mal alimentado y mal pagado. Este andrajoso grupo volvió a casa para quebrar granjas y gobiernos estatales. Las cargas de los impuestos bajo los británicos eran nimiedades comparadas con las obligaciones financieras que ahora afrontaban. La guerra tenía que pagarse y los impuestos, incluso sin representación, iban a ser enormes.

Los leales fueron los que más sufrieron. Se confiscaron sus propiedades y fue común que fueran embreados y emplumados. Una larga caravana de refugiados se mudó al norte a Canadá. Benjamin Franklin realizó una visita personal a Canadá para convencer a los leales a unirse a Estados Unidos, pero las cicatrices de la guerra eran profundas y no se curarían. Franklin había pasado la guerra en Europa. Si hubiera estado en casa y hubiera sido testigo del sufrimiento de los leales, habría sabido que lo último que quería esa gente era una mayor asociación con los estadounidenses. Había amargura en ambos bandos, pero no atrocidades. Los leales, con todo su sufrimiento, tuvieron suerte. En otros tiempos y lugares hubieran sido masacrados.

Los americanos dirigieron la guerra a través del Congreso Continental, que se había convertido en un chiste al final de la guerra, especialmente en la prensa.

No podía ni siquiera pagar lo adeudado a los combatientes veteranos ni los intereses de la deuda de guerra, pero siguió adelante y adoptó una serie de costosos programas para reconstruir la nación. Naturalmente, no se lograba nada sin dinero, pero el dinero requería impuestos, que era uno de los poderes que no tenía el Congreso.

Los británicos aprendieron de la guerra. En 1778, dos años después de que empezara la Revolución, el Parlamento aprobó una ley, sancionada por el rey Jorge III, que declaraba que “el Rey y el Parlamento de Gran Bretaña no impondrán ninguna tasa, impuesto o valoración para el fin de obtener ingresos en ninguna de las colonias, provincias o plantaciones”. Esta sabia disposición, por desgracia, llegaba demasiado tarde. En los siguientes 150 años el Parlamento continuó afirmando una soberanía absoluta sobre sus colonias, pero cuando iban a recaudarse los impuestos, las asambleas locales, de una manera u otra, tenían que dar su consentimiento.

Incluso en Canadá, donde los gobiernos coloniales eran débiles y estaban dominados por gobernadores y funcionarios británicos, los impuestos se sometían a las asambleas. Los americanos ganaron la guerra no solo para sí mismos, sino para todo el Imperio Británico hasta su desaparición final tras la Segunda Guerra Mundial.

La lucha fiscal para “una Unión más perfecta”

En junio de 1776, un mes antes de firmarse la Declaración de Independencia, el Congreso Continental nombró un comité para redactar los Artículos de la Confederación para las colonias. El primer borrador permitía al gobierno federal hacer casi todo salvo recaudar “cualquier impuesto o tasa”. Este amplio otorgamiento de poder político sin poder fiscal era comprensible porque la revolución fue contra los impuestos por parte de cualquier agencia política externa por encima y más allá de los estados. Todos los impuestos deben estar al nivel del estado. Este pensamiento seguía la práctica de las Provincias Unidas de Holanda, que crearon la primera república moderna con unos Estados Generales (Congreso) que no podía fijar impuestos.

El texto final de los Artículos fue ratificado por los estados en 1781. El gobierno nacional, llamado “Estados Unidos reunido en Congreso”, estaba limitado. Muchos de sus poderes requerían un voto de tres cuartos, especialmente en asuntos de finanzas y guerra. Como se esperaba, el Congreso no podía fijar impuestos (todos estaban de acuerdo en eso) salvo cuando se necesitara dinero, se hacía una requisa sobre los estados basada en el valor de bienes inmuebles de propiedad privada. Las requisas basadas en población o propiedad personal estaban prohibidas, debido a las dificultades con los esclavos. Los esclavos eran “propiedad” para los sureños, pero eran “población” para los norteños. Los ingresos basados en inmuebles evitaban ese difícil asunto.

La Confederación dio a Estados unidos varias cosas: Primero, su nombre, los Estados Unidos de América; segundo, su divisa, el dólar español; pero lo más importante fue su experiencia de autogobierno a nivel federal.

El sistema financiación por requisas se copió de la República Holandesa, junto con varias relaciones estado-federación, pero lo que funcionó en Holanda no funcionaría en Norteamérica. La mayoría de los nuevos estados estaban en un estado financiero desesperado y simplemente no tenían el dinero que les pedía el Congreso. Sin dinero, el Congreso se convirtió en el hazmerreír de la nueva nación.

En dos años, el Congreso estaba debatiendo de nuevo todo el tema de los impuestos. Se discutió todo método impositivo conocido: impuesto del censo, impuestos especiales, impuestos a las familias, monopolio de la sal y aranceles de importación. Los aranceles de importanción fueron durante mucho tiempo el método de ingresos preferido por los ingleses, tanto en las colonias como en la metrópoli, y por mucho que desagradara a todos la idea, el recurso a gravar las importaciones por parte del gobierno federal parecía imperativo. Pero había opositores, especialmente los gruñones de Massachusetts representados por Sam Adams, que lideró la revuelta contra las aduanas británicas en la Guerra de Independencia. Argumentaba que si el Congreso tenía el poder de fijar un impuesto a las importaciones, todo puerto, de Maine a Georgia, estaría lleno de un ejército de recaudadores, inspectores de barcos e investigadores de sótanos excesivamente pagados. ¿Y qué ocurriría con los fondos conseguidos del sudor del pueblo? ¿Los protegería el Congreso con una completa vigilancia? ¿Los distribuiría con una mano frugal? No. Los derrocharía con una profusión imprudente, decía. Con acaloradas apelaciones emocionales de este tenor por parte de algunos de los principales patriotas estadounidenses, no sorprende que la Confederación no pudiera llegar a un acuerdo sobre impuestos. Una enmienda a los Artículos requeriría un consentimiento unánime; era seguro un veto de Massachusetts. Durante los cuatro años siguientes, el Congreso no logró absolutamente nada. Robert Morris, el principal cargo financiero del Congreso, resumía la situación con estas palabras: “El Congreso tenía el privilegio de pedir todo”, pero a los estados se les daba “la prerrogativa de no conceder nada”. Qué concederían los estados y cuándo lo harían era algo “conocido solo por Aquel que lo sabe todo”.

La Rebelión de Shays

El Congreso acabó convocando una convención en Philadelphia para revisar los Artículos. Inicialmente solo unos pocos estados nombraron delegados y parecía que la convención no se realizaría por falta de quórum, pero por suerte para la nación en lucha estalló una rebelión en Massachusetts, la cuna de la resistencia al poder nacional a la fijación de impuestos. Esta llamada Rebelión de Shays no fue mucho más que un altercado, pero asustó al pueblo de Massachusetts y destacó para el resto del país la necesidad de un gobierno nacional más fuerte.

La  Rebelión de Shays fue la primera de tres revueltas fiscales que acosaron a la nueva nación en sus primeros quince años de existencia. Los rebeldes eran pobres, abrumados con impuestos deudas de la guerra. Reclamaban una enmienda constitucional estatal (como la Proposición 13 en California en 1978) para limitar el gasto y los poderes impositivos de Massachusetts. Viejos veteranos de guerra formaron una serie de regimientos y se habló de rebelión. Cuando uno de estos regimientos trató de apoderarse de un arsenal federal, se lanzaron dos descargas de cañón, los rebeldes se dispersaron y se acabó la rebelión. Los periódicos exageraron la historia y esto actuó como acicate para los estados para formar un gobierno nacional más fuerte. Un periódico dijo que la ciudad de Génova podía derrotar a las fuerzas militares de Estados Unidos. Apresuradamente, se enviaron delegados a Philadelphia. Igual que con la Ley del Sello de 1765, la Rebelión de Shays volvió a aunar a los estados en disputa, esta vez para formar “una Unión más perfecta”.

Los delegados en Philadelphia en 1787 abandonaron rápidamente la idea de revisar los Artículos. La vida había sido intolerable bajo la Confederación. Sin dinero el gobierno no podía hacer nada salvo hablar. En 1787 no había voces reclamando continuar con la anemia fiscal de la Confederación; todos estaban ahora de acuerdo en que el gobierno federal debía poder fijar impuestos, pero ¿qué limitaciones debería haber a ese poder? El Congreso no debía ser un Parlamento; debía haber limitaciones concretas a su poder fiscal. También todos estaban de acuerdo en esto.

Las restricciones constitucionales al poder fiscal no eran nuevas. Los impuestos por consentimiento mediante representantes fiscales era común en toda Europa, pero además muchos pueblos europeos disfrutaban también de protección ante ciertos tipos de impuestos. Muchas cartas medievales preveían que no podían recaudarse tallas e impuestos censitarios. Los redactores de la Constitución decidieron refinar y controlar los poderes fiscales del Congreso. Se necesitaban controles más allá del “consentimiento” de los contribuyentes a través de sus representantes. Sería fácil que una clase de ciudadanos obtuvieran el control de la maquinaria impositiva y adoptaran impuestos que oprimieran a algún grupo minoritario. Cualquier impuesto que se adoptara, debería recaer por igual sobre la mayoría y la minoría. En otras palabras, si lo granjeros controlaran los impuestos, no debían poder cargar a la gente urbana con impuestos que ellos no soportaran realmente. La necesidad de patrones para garantizar la justicia era demasiado evidente como para necesitar mucha discusión. Los hombres de la Convención Constitucional no estaban ciegos ante los males propios de los impuestos fijados democráticamente sin disposiciones constitucionales para prevenir injusticias.

En 1787 no podía ningún ciudadano que no fuera un contribuyente; por consiguiente, los delegados decidieron tener un cuerpo legislativo de representantes de contribuyentes donde se originarían todos los impuestos. El requisito de que todos los votantes fueran contribuyentes no estaba en la nueva constitución, era solo cuestión de costumbre no solo en las colonias sino también en Europa. La función económica principal de un legislativo es gravar y recaudar impuestos para el que gaste el poder ejecutivo. De esto se deduce que nadie debería tener opinión sobre cómo se gasta el dinero público sin ser un contribuyente. Inversamente, si un contribuyente no es un votante, el proceso de “consentimiento” se socava. Por tanto los votantes deben ser contribuyentes.

El primer poder concedido al nuevo Congreso fue “fijar y recaudar impuestos”, que sean “uniformes en todos los Estados Unidos”. La palabra más importante es “uniformes”. Derivó en la convención de las palabras “comunes para todos”, que se propuso el 23 de julio de 1787. Posteriormente, en el texto aprobado  el 12 de septiembre de 1787, las palabras eran “uniformes e iguales”. Este borrador fue la Comité de Estilo, que, por alguna razón, eliminó completamente la disposición. Madison escribió la disposición tal y como aparece hoy, omitiendo la palabra “igual”. ¿Fueron intencionadas estas omisiones? ¿Es importante? Probablemente no. El derecho constitucional en los primeros días de la república estadounidense consideraba a los términos “uniformes e iguales” como palabrería redundante. Thomas Cooley, la principal autoridad en derecho constitucional en el siglo XIX, explica el principio en 1868 en su tratado sobre limitaciones constitucionales:

Las constituciones estatales han sido muy concretas, pero al ocuparse de la igualdad y la uniformidad han hecho poco más que declarar en lenguaje conciso un principio de derecho constitucional que está implícito en el poder de gravar.

Como “uniformes” iba a ser el patrón para todos los impuestos en todo Estados Unidos, para entender lo que querían decir, los escritos de esta época aclaran lo que en realidad no necesita aclaración. La palabra “uniforme” es inglés básico con un significado común. Cuando la Constitución estuvo lista para su ratificación en los estados, los principales defensores (se les llamó federalistas) proclamaron todos que los poderes de fijar impuestos estaban limitados y restringidos. Nadie quería entonces que el Congreso fuera capaz de gravar a voluntad. Noah Webster, uno de los más duros federalistas, escribió un panfleto el 10 de octubre de 1787 (poco después de la Convención), dirigido “A Su Excelencia, Benjamin Franklin, Presidente de la Comunidad de Pennsylvania”, en el que destacaba “Pero la idea de que el congreso puede fijar impuestos a su placer es falsa y la sugerencia no está en absoluto justificada”.

En los debates ante la legislatura de Nueva York para la ratificación, Alexander Hamilton (también un duro federalista) dijo: “Es infinitamente más idóneo establecer un impuesto originalmente que tenga efectos uniformes en toda la Unión, que opere igual y silenciosamente”. De nuevo menos la palabra igualdad aplicada a uniformidad.

Un libro notable publicado en 1832 por Benjamin Oliver, un hombre enamorado de este país y ansioso por contar al mundo sus virtudes, tenía esto que decir acerca del poder del Congreso de fijar impuestos:

Este derecho [de propiedad] no se ve afectado por impuestos iguales para fines públicos, fijados por una autoridad legítima adecuada. Una mala aplicación o apropiación de fondos en el tesoro público, sin embargo, debe considerarse una violación de este derecho [de propiedad](…) Así sería por tanto inconstitucional establecer un impuesto desigual, igual que un acto de opresión sobre aquellos a quienes se obliga a pagar la mayor proporción del mismo.

En el número 36 de The Federalist, Hamilton concluía una serie de siete ensayos explicando los poderes impositivos y los controles para impedir “parcialidad y opresión”. El posible abuso de poder en los impuestos se había prevenido adecuadamente con la protección final de que los impuestos “serán UNIFORMES en todos los Estados Unidos”. Hamilton escribía con mayúsculas la palabra UNIFORMES, lo que equivale en el estilo moderno a usar cursivas, es decir, destacar que implica el significado completo y más básico del término. ¿Y qué significaba la palabra “uniformes”?

El Oxford English Dictionary del siglo XIX es una obra en varios tomos que llevó décadas completar. Traza el significado y usos de palabras desde la Baja Edad Media. Definía uniforme como “lo que permanece igual en distintos lugares, distintos momentos o bajo circunstancias variadas; sin mostrar diferencia, diversidad o variación” (cursivas añadidas).

A mediados del siglo XIX, el Tribunal Supremo no parecía tener ningún problema con el significado al revistar el impuesto a las destilerías:

La ley a nuestro juicio no está sujeta a ninguna objeción constitucional. El impuesto al destilador es por naturalezaq un impuesto especial, y la única limitación al poder del Congreso de fijar impuestos de este tipo es que deberán ser “uniformes” en todos los Estados Unidos. Aquí el impuesto es uniforme en su funcionamiento, que es que se evalúa por igual a todos los fabricantes de bebidas alcohólicas, donde quiera que estén. La ley no establece una norma para un destilador y otra diferente para otro, sino la misma norma para todos por igual.

Esta opinión también se encuentra en los tribunales estatales, que tenías constituciones que requerían uniformidad. Pero como hemos señalado, incluso sin una orden constitucional, uniformes e iguales eran requisitos esenciales para cualquier “impuesto” en una sociedad democrática, incluso aunque no se expresaran. El Tribunal Supremo de Ohio sentenciaba tempranamente que una norma no puede aplicarse a un propietario y otra diferente a otro. A uno no puede aplicársele un 10%, a otro un 5%, a otro un 3% y otro quedar completamente exento.

La obra monumental del profesor Cooley sobre derecho constitucional resumía la norma con significados sociales y geográficos: La regla de la uniformidad estaba pensada para proporcionar igualdad de cargas al impedir que el legislativo gravara a alguna región o clase de ciudadanos de forma diferente o por encima de alguna otra región o clase de ciudadanos. En la práctica, ningún “agujero” en los impuestos.

Como veremos, la norma de la uniformidad murió en el siglo XX. Podías gravar a una persona con el 90%, a otra con el 70%. A otra con el 20% y dejar a otra completamente exenta. El Tribunal Supremo reinterpretó la norma de la uniformidad como si fuera solo una “cláusula de uniformidad” que bien podría haberse borrado de la Constitución. Noah Webster se equivocaba. El Congreso puede fijar impuestos a placer.

En Gran Bretaña, en 1871, la cuestión de la uniformidad llegó a la Cámara de los Comunes, no como una cuestión constitucional, sino como un asunto de política y de tipos graduados en el impuesto de la renta. El Canciller del Tesoro se oponía a los tipos graduados en el impuesto de la renta con estas palabras: “si debe mantenerse un Impuesto de la Renta, debe ser un impuesto uniforme. Es decir, los mismos tipos fiscales para todos, lo que significa uniformidad”.

Después de reclamar uniformidad para todos los impuestos, los redactores querían restringir más los poderes fiscales del Congreso con respecto a los impuestos directos. Esos impuestos, decía Madison, solo se adoptarían en una emergencia extraordinaria, como había dicho Cicerón casi dos mil años antes. Tendrían que distribuirse entre los estados por población. En el número 10 de The Federalist, Madison daba esta astuta explicación:

Pero tal vez no haya ninguna acción legislativa en la que se den mayores oportunidades y tentaciones a un partido predominante para abusar de las normas de la justicia. Todo chelín con el que sobrecarguen al número inferior es un chelín ahorrado en sus propios bolsillos.

Madison destacaba mucho el hecho de que en una sociedad democrática las leyes impositivas favorecen a los que controlan el gobierno y sobrecargan a los que están fuera. Fue muy común en Europa en ese momento y en los últimos cien años. Los protestantes gravaban a católicos y judíos con tipos dobles e incluso cuádruples.  Los gobiernos dominados por las clases aristocráticas, como en Francia, normalmente se gravaban a tipos bajos o inexistentes. Los impuestos directos, como siempre, se veían desfavorablemente.

En los debates, Rufus King, de Massachusetts, preguntó: ¿Cuál era el significado preciso de los impuestos directos?” Madison comenta en sus notas: “Nadie respondió”. No era una pregunta tonta. Estas clasificaciones eran históricas, no legales, y se desconocía el significado preciso. En 1798 la cuestión se planteó ante el Tribunal Supremo sobre la legalidad de un impuesto a los carruajes. El Tribunal sentenció que los impuestos directos eran impuestos al voto y a los terrenos. Cien años después se planteó la cuestión en el famoso caso del impuesto de la renta de 1894 y como veremos el tribunal discutió durante más de un año y llegó a una definición muy confusa.

La distinción entre impuestos directos e indirectos fue recogida por los canadienses en su constitución, la Ley de la Norteamérica Británica, que restringe los poderes impositivos de las provincias de Canadá. A finales de la década de 1970, un impuesto especial al petróleo en Saskatchewan fue declarado ilegal porque el impuesto violaba las clasificaciones y restricciones de la constitución de Canadá. Por cierto, que canadienses y británicos definen “impuestos directos” muy diferentemente de los tribunales estadounidenses. Los impuestos de la renta son impuestos directos y frecuentemente se mencionan como tales. La mayoría de las autoridades legales estadounidenses los consideran impuestos especiales sobre la recepción de rentas, y por tanto indirectos.

El principal control para una fiscalidad desbocada iba a ser las restricciones en el poder de gasto del Congreso. No cabe duda de que los malos impuestos son el producto de un exceso de gasto. Controla el gasto y los impuestos estarán controlados automáticamente. La reciente Enmienda de Presupuesto Equilibrado a la Constitución está pensada para hacer lo que intentaron hacer los redactores con el Artículo I, Sección 8: El Congreso tenía facultad para establecer impuestos “para pagar las deudas y proveer a la defensa común y bienestar general de los Estados Unidos”. Las palabras claves son deudas, defensa y bienestar general. Repito que, en los debates de ratificación y en The Federalist, se sostuvo que estos términos eran el tope o restricción final para el gobierno federal. Los gastos fuera de estos términos sería ilegal e inconstitucional. Así que controlando los gastos se controlan los impuestos y se impide que el gobierno federal se convierta en un gobierno nacional todopoderoso. Por supuesto, todo eso es historia. Igual que la norma de la uniformidad, las restricciones en el gasto no tienen ningún significado en absoluto. Pero dediquemos un momento a ver lo que tenían en mente los redactores.

¿Significaba el término “defensa común” que los gastos militares solo podrían dedicarse a defensa, es decir, que no se dedicaran fondos a guerras agresivas?

De esto estaban hablando exactamente los redactores. En el número 34 de The Federalist, Hamilton decía que se estaban embarcando en un “novedoso experimento en política, de atar las manos del gobierno frente a guerras ofensivas basadas en la razón de estado, aunque sin duda no tendríamos que incapacitarle para proteger a la comunidad frente a la ambición o enemistad de otras naciones”.

La razón para limitar el poder del Congreso para gasto militar se debía a los altos costes e impuestos que requiere. Como decía Hamilton, los costes de los gastos no militares del gobierno “son insignificantes en comparación los relacionados con la defensa nacional”.

Como hemos señalado, el concepto de limitar el dinero fiscal para la defensa encontraba un fuerte apoyo en Inglaterra y las provincias españolas. También llegó a América y encontró expresión en las primeras constituciones americanas. En Las Leyes y Libertades de Massachusetts (1648), el reclutamiento para el servicio militar (que es un impuesto en forma de trabajo) se limitaba a las guerras defensivas, dentro de la comunidad. Mirando atrás a los pasados doscientos años de historia estadounidense es evidente que hubo varias guerras que no fueron defensivas, sino que estaban en la categoría de Hamilton de “guerras ofensivas basadas en la razón de estado”.

La cláusula del “bienestar general” también se sostenía que era una restricción al gasto público. No significaba nada en general, muy al contrario. Significada beneficiar a toda la nación. “General” significaba no gastar el “bienestar especial”. No se puede desarrollar un proyecto para solo beneficiar a los neoyorquinos; el proyecto debe beneficiar a la nación en su conjunto. Eso también es historia. El proselitismo electoral es simplemente una expresión de la ciencia política para un político que haya sido capaz de cabildear una propuesta de gasto en “bienestar especial” en el Congreso. Si aplicáramos la disposición del “bienestar general” de la Constitución, desaparecería la mayoría de la corrupción mediante la mala apropiación del dinero de los contribuyentes.

Todos los redactores de la Constitución eran realistas con respecto al gobierno, sin hacerse ilusiones acerca de los peligros del poder político, incluso en las mejores manos de los hombres más sabios. El gobierno tenía que mantenerse bajo control y, siguiendo el espíritu de la Ilustración, debe limitarse y esto solo podía lograrse con fuertes controles sobre los poderes impositivo y de gasto. Todos creían que la Constitución que habían redactado haría justamente eso y al principio lo hizo. Sin embargo, cuando acabaron su trabajo y llegó el momento de firmar el documento, no había euforia sobre el producto de su trabajo. El filosófico Dr. Franklin firmó el documento “entre lágrimas, y pedía perdón por haberlo hecho, por las dudas y aprensiones que sentía”. Luego observó y predijo “que su cumplimiento era dudoso, que podía durar eras, implicar a un cuarto del planeta y probablemente terminar en despotismo”. El miedo al despotismo aparece una y otra vez en discursos y escritos, incluso entre los mayores defensores, como Franklin. Esta visión negativa se sosegó con la Declaración de Derechos y con las fuertes discusiones realizadas en los debates de ratificación que apuntaban que los poderes impositivo y de gasto estaban muy restringidos. Mientras estos controles se aplicaran, decían los defensores, el despotismo se mantendría a raya. Pero, podemos preguntarnos, si fallan los controles ¿se llegará a la profecía Franklin?

Los chicos del whisky

Dondequiera que se pervierten los fines del gobierno y se manifiesta en peligro la libertad pública y todos los demás medios de reparación resultan ineficaces, la doctrina de la no resistencia contra el poder arbitrario y la opresión resulta absurda, servil y destructora del bien y la felicidad de la humanidad.

Alexander Hamilton se convirtió en el secretario del tesoro de Washington. Su nombramiento ha sido calificado como “el hombre correcto, en el momento correcto, en el lugar correcto”, pero es dudoso que los granjeros en la frontera oeste en 1794 estuvieran de acuerdo. Hamilton, siguiendo La riqueza de las naciones de Adam Smith, convenció al Congreso para adoptar un impuesto al whisky para complementar los ingresos de las aduanas, que eran inapropiados para pagar las deudas de guerra de los estados. El impuesto del whisky era, en palabras de Hamilton, un impuesto de lujo. Además, la nación bebía demasiado, así que también sería una medida sanitaria. También había habido impuestos al whisky antes de la guerra y esas experiencias no habían ido mal. El Congreso acabó siguiendo al solicitud de Hamilton y fijó un impuesto al whisky, a algunos artículos de lujo, ventas por subasta e instrumentos negociables.

El impuesto al whisky era un impuesto especial. Pronto se extendieron rumores de que el gobierno estaba a punto de gravar alimento y ropa e introducir el odiado impuesto especial en Estados Unidos. El impuesto especial puede haber sido el número uno entre los agravios que llevaron a los emigrantes a América. Un diccionario inglés del siglo XVIII define un impuesto especial (“excise”) como “un odioso impuestos sobre productos y decretado no por jueces comunes de la propiedad, sino por gente despreciable contratada por aquellos a quienes se paga el impuesto”. Esta fascinante definición, evidentemente con prejuicios contra el impuesto especial, expresa los sentimientos ingleses acerca del impuesto. Para muchos en Estados Unidos, el impuesto de Hamilton era una traición a la revolución.

El impuesto del whisky planteó problemas inmediatamente. En la frontera oeste, el whisky no era un artículo de lujo, sino más bien el medio básico de intercambio. El dinero casi no existía. Los granjeros cultivaban centeno, los destilaban para hacer whisky y los transportaban a través de las montañas hasta Philadelphia, donde podía venderse o usarse para el trueque. El grano era demasiado voluminoso como para transportarlo, así que el impuesto afectaba fuertemente al granjero. El impuesto del 25% en metálico era abusivo: en realidad era un impuesto al dinero. En 1794 toda la región estaba en una abierta revuelta.

Los recaudadores fueron embreados y emplumados, sus casas fueron quemadas y tuvieron suerte de no ser linchados. Ni siquiera los que estaban dispuestos a pagar el impuesto pudieron hacerlo. Como expresaba un moderado de las Rebelión del Whisky: “Respirar a favor del impuesto bastaba para arruinar a cualquier hombre”.

El antepasado del IRS se creó para aplicar el impuesto. Se dividió al país en catorce distritos, con la misma cantidad de directores de distrito. Cada director recibía un 1% de los impuestos recaudados en su distrito; cada agente recibía un 4% de los impuestos que recaudaba. Esto dejaba un 95% para el Tesoro. El sistema de comisiones convirtió el impuesto en una especia de cosecha de impuestos: enfrentaba al recaudador con el contribuyente. Cuando más impuesto se recaudara, más beneficio personal para el recaudador.

En 1792, cuando se adoptó el impuesto, la región de la frontera protestó pacíficamente. Hubo discursos, reuniones y peticiones. En una reunión en Pittsburgh, Albert Gallatin, que se convertiría en un famoso senador y secretario del Tesoro con Jefferson, dijo que el impuesto era injusto y escandaloso. Los impuestos especiales eran el azote de la tierra. Decía Gallatin: “Todos los impuestos sobre los artículos de consumo, debido al poder que debe concederse necesariamente a los funcionarios que los recaudan, acabarán por destruir la libertad de cualquier pueblo que permita que se introduzcan”.

El razonamiento de Gallatin se apoyaba en el odio perenne de los súbditos británicos a los impuestos especiales más trescientos años de experiencia europea. Cuando el gobierno no tomó ninguna medida para abolir el impuesto, los argumentos razonados se convirtieron pronto en demandas de secesión. Se crearon comicios de libertad, igual que se había hecho en Boston para protestar por la Ley del Sello.

A los recaudadores se les llamó “forajidos” y se hizo un juramento entre los rebeldes, que se hacían llamar los Chicos del Whisky, de no dar facilidades ni ayuda a aquellos. Los sheriffs que acompañaban a los recaudadores eran secuestrados, desnudados, rapados y cubiertos de brea y plumas. Los alambiques de ´whisky de los granjeros que pagaban sus impuestos eran disparados y llenados de agujeros por una especie de Robin Hood que se hacía llamar “Tommy Tinker”.

La hostilidad de los Chicos del Whisky puede verse en la historia de un tonto de pueblo que pretendía alegremente estar recabando información para los recaudadores. Hombres racionales habrían ignorado a este desdichado, pero los contribuyentes enfurecidos no son racionales. El tonto fue sacado de su cama, llevado a una herrería, desnudado, marcado con un hierro candente y embreado y emplumado.

Cuando se derrumbó en orden civil en 1794, un juez del Tribunal Supremo certificó la existencia de un estado de insurrección en Pennsylvania occidental. Hamilton convenció al Congreso para autorizar al presidente Washington para convocar una milicia de cuatro estados adyacentes para hacer una demostración de fuerza. Washington lideró estas tropas. Fue el primer y único caso en que un presidente EEUU ha asumido este cargo como comandante en jefe y liderado las tropas en el campo de batalla, con su uniforme completo. Por suerte se evitó la confrontación militar: los rebeldes se rindieron y aceptaron en acuerdo de amnistía ofrecido por el gobierno federal. Ningún rebelde fue a la cárcel.

El resultado final de la rebelión favoreció a los rebeldes. Jefferson derogó toda la ley de impuestos especiales, que estos granjeros consideraban inconstitucional. Estos impuestos no eran uniformes. Los plantadores sureños no pagaban ningún impuesto por su producción agraria básica (algodón y tabaco); la producción de los granjeros de Nueva Inglaterra no estaba gravada; otros granjeros, mercaderes y artesanos en toda la nación no estaban gravados. Para que un impuesto fuera uniforme en absoluto, bajo diversas circunstancias, ¿no debería haber soportado una carga similar esta otra gente? Nunca se respondió a este argumento.

Los libros de texto siempre han alabado la fuerte acción militar contra los rebeldes del whisky como una importante victoria de la nueva federación. Pero solo recientemente los historiadores han descubierto que se equivocaban. La justicia estaba del lado de los rebeldes y toda la operación militar fue una farsa política instigada por Hamilton para mostrar a la nación el músculo del gobierno federal. Los rebeldes ya habían capitulado antes de que el ejército ocupara el terreno. De los veinte rebeldes que fueron llevados a Philadelphia para afrontar acusaciones de traición, solo se condenó a dos y fueron indultados por Washington. No solo los rebeldes son ahora reivindicados, sino que la revuelta se ve como un mensaje político importante para nuestros tiempos. Un intelectual reciente decía: “En 1991, como en 1791, la resistencia fiscal envía señales de creencias populares acerca de cómo debería funcionar la democracia, señales que merecen una atención razonada”.

Además, la Rebelión del Whisky tuvo también un importante mensaje histórico. En la frontera de Estados Unidos un valeroso grupo de ciudadanos se levantó por sus derechos frente a lo que era claramente un impuesto injusto bajo sus peculiares circunstancias. Capitularon ante la perspectiva de una fuerza militar invencible, pero finalmente, cuando Jefferson se convirtió en presidente, se abolió el impuesto y lograron por medios democráticos lo que antes fueron incapaces de lograr por violencia. Sin embargo permanece la pregunta  de si se hubiera abolido el impuesto sin violencia. Y de si fue la revuelta por tanto una “medicina necesaria” para la salud del gobierno, como creía Jefferson.

La Rebelión de Fries

Poco después de que se aplastara la Rebelión del Whisky, estalló otra revuelta fiscal en la costa este, esta vez por parte de colonos alemanes. En 1798 el Congreso gravó su primer impuesto directo de dos millones de dólares en terrenos, casas y esclavos. El impuesto fue distribuido entre los estados, como requería la Constitución. La cuota de Pennsylvania era de 237.000$, que recaían en buena parte en terrenos y casas. Las casas presentaban un problema de valoración. Las evaluaciones estaban determinadas por el número y tamaño de las ventanas en cada alojamiento.

Cuando llegaron los tasadores a contar y medir ventanas, los colonos alemanes pensaron que el gobierno estaba a punto de recaudar el odiado impuesto europeo a los hogares. Se organizaron en pequeñas bandas, se armaron y rastrearon el campo en busca de tasadores, que eran secuestrados, atacados y expulsados de estos condados. Cuando se arrestó a algunos de los rebeles, un subastador llamado John Fries marchó hacia el tribunal y los liberó. El presidente John Adams convocó a la milicia. Fries fue arrestado, juzgado y condenado por traición y sentenciado a muerte. Poco después fue indultado por el presidente Adams, contra el consejo de todo su gabinete.

El presidente Adams, como Hamilton, era un federalista. Su impuesto federal directo sobre los terrenos, como el impuesto especial de Hamilton, fue odiado en todo el país.

Cuando Jefferson se presentó a presidente en 1800, su programa fiscal anti-federalista le hizo ganarse los corazones de la gente y asegurarse su victoria. El descontento contra la política impositiva de los federalistas estaba por todas partes. A partir de entonces el Partido Federalista vio desaparecer su liderazgo nacional y, con sus políticas, pronto desapareció de la historia. Los historiadores destacan las sólidas políticas monetarias de los federalistas y su efecto benéfico en la nueva nación, pero no señalan que las leyes impositivas que soportaban estas políticas fiscales eran odiadas por el pueblo. Muchos estadounidenses cuestionaban abiertamente la sensatez de la revolución. Debido a los federalistas, los impuestos con representación habían resultado ser mucho peores que los impuestos sin representación. Hamilton, como secretario del Tesoro, puede haber sido el hombre correcto en el puesto correcto en el momento correcto, pero sus impuestos eran del tipo incorrecto para su causa. Y aunque estos impuestos puedan haber beneficiado al nuevo gobierno federal, destruyeron al Partido Federalista a lo largo del proceso.

Conclusión

Podemos poner ahora en contexto histórico el comentario de Jefferson de que era una buena medicina para el gobierno tener una rebelión cada veinte años más o menos. A lo largo de su vida, hubo casi una docena de rebeliones de las que era muy consciente. Seis fueron en Estados Unidos, empezando por la Rebelión de la Ley del Sello y terminando con la Rebelión de Fries. Todas estas rebeliones, incluyendo la Revolución Americana, fueron revueltas fiscales de diversos grados de intensidad. En Europa hubo varias revueltas fiscales en el siglo XVII, desde las revueltas de los impuestos especiales en Gran Bretaña a las revueltas de los granjeros en Holanda, hasta las innumerables revueltas y la revolución en Francia. También fueron todas revueltas fiscales. Así que cuando Jefferson nos dice que las rebeliones son un buen tónico para el gobierno, en su marco de referencia estaba hablando de rebeliones fiscales. Para una nación que cree en controles y contrapesos en el gobierno, no cabe duda de que el control más eficaz sobre un mal sistema fiscal era el que Jefferson tenía en mente. Incluso creía que los gobiernos no debían desanimar las rebeliones o ser demasiado severos con los rebeldes fracasados:

Una observación de esta verdad debería hacer que los gobernadores republicanos honrados fueran suaves en sus castigos para no desanimarles demasiado. Es una medicina necesaria para la buena salud del gobierno.

Jefferson justificaba la tolerancia para el desorden civil y la rebelión refiriéndose a una máxima latina, no aplicada mucho hoy en día: Mao periculosam libertatem quam quietam servitutem (“Mejor una libertad peligrosa que una servidumbre pacífica”).

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe.

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