[La acción humana (1949)]
Las objeciones que las distintas escuelas de Sozialpolitik plantean contra la economía de mercado se basan en una economía muy mala. Repiten una y otra vez todos los errores que los economistas explotaron hace mucho tiempo. Culpan a la economía de mercado de las consecuencias de las políticas anticapitalistas que ellos mismos defienden como reformas necesarias y beneficiosas. Fijan en la economía de mercado la responsabilidad del inevitable fracaso y frustración del intervencionismo.
Estos propagandistas deben admitir finalmente que la economía de mercado no es tan mala como sus doctrinas «poco ortodoxas» la pintan. Entrega las mercancías. Día a día aumenta la cantidad y mejora la calidad de los productos. Ha generado una riqueza sin precedentes. Pero, objeta el campeón del intervencionismo, es deficiente desde lo que él llama el punto de vista social. No ha erradicado la pobreza y la indigencia. Es un sistema que concede privilegios a una minoría, a una clase alta de ricos, a expensas de la inmensa mayoría. Es un sistema injusto. El principio del bienestar debe sustituirse por el de los beneficios.
Podemos intentar, por el bien del argumento, interpretar el concepto de bienestar de tal manera que sea probable que sea aceptado por la inmensa mayoría de las personas no ascéticas. Cuanto mejor tengamos éxito en estos esfuerzos, más privaremos a la idea de bienestar de cualquier significado y contenido concreto. Se convierte en una paráfrasis incolora de la categoría fundamental de la acción humana, a saber, el impulso de eliminar el malestar en la medida de lo posible. Como se reconoce universalmente que este objetivo puede alcanzarse más fácilmente, e incluso exclusivamente, mediante la división social del trabajo, los hombres cooperan en el marco de los vínculos sociales. El hombre social, tal como se diferencia del hombre autárquico, debe necesariamente modificar su indiferencia biológica original hacia el bienestar de las personas más allá de su propia familia. Debe adaptar su conducta a las exigencias de la cooperación social y considerar el éxito de sus semejantes como una condición indispensable para él mismo. Desde este punto de vista se puede describir el objetivo de la cooperación social como la realización de la mayor felicidad del mayor número. Casi nadie se atrevería a oponerse a esta definición de la situación más deseable y a afirmar que no es bueno ver a tantas personas como sea posible tan felices como sea posible. Todos los ataques dirigidos contra la fórmula de Bentham se han centrado en ambigüedades o malentendidos sobre la noción de felicidad; no han afectado al postulado de que el bien, sea cual sea, debe ser impartido al mayor número posible.
Sin embargo, si interpretamos el bienestar de esta manera, el concepto carece de sentido. Se puede invocar para la justificación de toda clase de organización social. Es un hecho que algunos de los defensores de la esclavitud negra afirmaron que la esclavitud es el mejor medio para hacer felices a los negros y que hoy en día en el Sur muchos blancos creen sinceramente que la segregación rígida no es menos beneficiosa para el hombre de color que lo que supuestamente es para el hombre blanco. La tesis principal del racismo de la variedad Gobineau y Nazi es que la hegemonía de las razas superiores es saludable para los verdaderos intereses incluso de las razas inferiores. Un principio que es lo suficientemente amplio para cubrir todas las doctrinas, por muy contradictorias que sean entre sí, no sirve para nada.
Pero en las bocas de los propagandistas del bienestar, la noción de bienestar tiene un significado definido. Utilizan intencionadamente un término cuya connotación generalmente aceptada excluye toda oposición. A ningún hombre decente le gusta ser tan temerario como para plantear objeciones contra la realización del bienestar. Al arrogarse el derecho exclusivo de llamar a su propio programa el programa de bienestar, los propagandistas del bienestar quieren triunfar por medio de un truco lógico barato. Quieren que sus ideas estén a salvo de las críticas, atribuyéndoles una denominación que todo el mundo aprecia. Su terminología ya implica que todos los oponentes son unos sinvergüenzas malintencionados deseosos de fomentar sus intereses egoístas en perjuicio de la mayoría de la gente buena.
La difícil situación de la civilización occidental consiste precisamente en el hecho de que las personas serias pueden recurrir a tales artificios silogísticos sin tener que enfrentarse a reprimendas agudas. Sólo hay dos explicaciones abiertas. O bien estos autodenominados economistas del bienestar no son conscientes de la inadmisibilidad lógica de su procedimiento, en cuyo caso carecen del poder de razonamiento indispensable, o bien han optado por este modo de argumentar a propósito para encontrar refugio a sus falacias detrás de una palabra que de antemano pretende desarmar a todos los oponentes. En cada caso, sus propios actos los condenan.
No hay necesidad de añadir nada a las disquisiciones de los capítulos anteriores sobre los efectos de todas las variedades de intervencionismo. Los pesados volúmenes de la economía del bienestar no han dado lugar a ningún argumento que pueda invalidar nuestras conclusiones. La única tarea que queda es examinar la parte crítica del trabajo de los propagandistas del bienestar, su acusación de la economía de mercado.
Toda esta apasionada charla sobre la escuela de bienestar se reduce a tres puntos. El capitalismo es malo, dicen, porque hay pobreza, desigualdad de ingresos y riqueza, e inseguridad.