[Este artículo es un extracto del capítulo 20 de La acción Humana y es leída por Jeff Riggenbach].
Muchos autores socialistas enfatizan que la recurrencia de las crisis económicas y las depresiones empresariales es un fenómeno inherente al modo de producción capitalista. Por otro lado, un sistema socialista está a salvo de este mal.
Como ya se ha hecho evidente y se volverá a demostrar más adelante, las fluctuaciones cíclicas de la actividad empresarial no son un fenómeno originado en el ámbito del mercado sin trabas, sino un producto de la interferencia del Estado en las condiciones empresariales destinadas a reducir el tipo de interés por debajo de la altura a la que el mercado libre lo habría fijado. En este punto sólo tenemos que ocuparnos de la supuesta estabilidad asegurada por la planificación socialista.
Es esencial darse cuenta de que lo que hace emerger la crisis económica es el proceso democrático del mercado. Los consumidores desaprueban el empleo de los factores de producción por parte de los empresarios. Manifiestan su desaprobación por su conducta en la compra y su abstención de comprar. Los empresarios, engañados por las ilusiones de la tasa de interés bruta de mercado artificialmente reducida, no han invertido en aquellas líneas en las que las necesidades más urgentes del público se habrían satisfecho de la mejor manera posible. Tan pronto como la expansión del crédito llega a su fin, estas fallas se manifiestan. Las actitudes de los consumidores obligan a los empresarios a reajustar sus actividades para obtener la mejor satisfacción posible. Es este proceso de liquidación de las faltas cometidas en el auge y de reajuste a los deseos de los consumidores lo que se llama la depresión.
Pero en una economía socialista sólo cuentan los juicios de valor del Estado, y el pueblo se ve privado de cualquier medio de hacer prevalecer sus propios juicios de valor. Un dictador no se preocupa de si las masas aprueban o no su decisión sobre cuánto destinar al consumo actual y cuánto a inversiones adicionales. Si el dictador invierte más y así restringe los medios disponibles para el consumo actual, el pueblo debe comer menos y callarse. No surge ninguna crisis, porque los sujetos no tienen la oportunidad de expresar su insatisfacción.
Donde no hay negocios, los negocios no pueden ser ni buenos ni malos. Puede haber hambre, pero no depresión en el sentido en que este término se utiliza para referirse a los problemas de una economía de mercado. Cuando los individuos no son libres de elegir, no pueden protestar contra los métodos aplicados por quienes dirigen el curso de las actividades de producción.
No es una respuesta a esto objetar que la opinión pública en los países capitalistas favorece la política de dinero barato. Las masas son engañadas por las afirmaciones de los seudo expertos de que el dinero barato puede hacerlas prósperas sin costo alguno. No se dan cuenta de que la inversión sólo puede expandirse en la medida en que se acumula más capital mediante el ahorro. Son engañados por los cuentos de hadas de las bromas monetarias. Sin embargo, lo que cuenta en realidad no son los cuentos de hadas, sino la conducta de la gente. Si los hombres no están dispuestos a ahorrar más reduciendo su consumo actual, faltan los medios para una expansión sustancial de la inversión. Estos medios no pueden obtenerse mediante la impresión de billetes y el crédito en las libretas de ahorro.
Es un fenómeno común que el individuo, en su calidad de votante, contradice virtualmente su conducta en el mercado. Así, por ejemplo, puede votar a favor de medidas que aumenten el precio de un producto básico o de todos los productos básicos, mientras que como comprador quiere que estos precios sean bajos. Tales conflictos surgen de la ignorancia y el error. Como lo es la naturaleza humana, pueden suceder. Pero en una organización social en la que el individuo no es un votante ni un comprador, o en la que votar y comprar son simplemente una farsa, están ausentes.