El fascismo se diferencia de sus primos cercanos, el comunismo y el conservadurismo aristocrático, en varios puntos importantes. Entender estas diferencias resulta equivalente a ver cómo el liberalismo clásico ofrece una visión completamente distinta de la organización social y económica, una perspectiva que se aparta radicalmente de las visiones tanto de la derecha como de la izquierda, tal y como esos términos se entienden en el lenguaje político contemporáneo.
Empecemos con las diferencias con respecto al comunismo. Primero, donde el comunismo pretende sustituir la propiedad privada por estatal, el fascismo pretende incorporar o cooptar la propiedad privada dentro del aparato estatal a través de una alianza público-privada. El fascismo tiende a ser más tentador que el comunismo para los intereses de los ricos quienes pueden verlo como un medio para aislar su poder económico de la competencia a través de un proceso de cartelización forzosa y otras estratagemas corporativistas.
Segundo, donde el comunismo tiende a ser cosmopolita e internacionalista, la ideología fascista tiende a ser chauvinísticamente nacionalista, acentuando la lealtad particularista hacia el país, la cultura o la etnia de cada uno; a esto se le une la desconfianza hacia el racionalismo, una preferencia económica por la autarquía, y una visión de la vida como una inevitable pero gloriosa batalla. El fascismo también tiene a cultivar un ser humano gregario o völkish, la retórica de «el hombre del pueblo», «el pragmatismo por encima de los principios», «el corazón por encima de la cabeza», «no prestes atención esos intelectuales cabezas de chorlito».
Estos contrastes con el comunismo no deberían ser exagerados, claro está. Los gobiernos comunistas no pueden permitirse suprimir la propiedad privada por completo, en tanto ello les llevaría a un veloz colapso económico. Además, a pesar de todo el cosmopolitismo e internacionalismo que puedan caracterizar a los regímenes comunistas en la teoría, tienden a ser tan chauvinísticamente nacionalistas en la práctica como sus primos los fascistas; mientras que, por el otro lado, los regímenes fascistas podrían apelar demagógicamente al universalismo liberal.
Con todas estas similitudes, existe una diferencia en énfasis y estrategia entre el fascismo y el comunismo. Cuando se trata de encarar las instituciones vigentes que amenazan el poder estatal—las empresas, iglesias, la familia o la tradición—el impulso comunista pasa en gran medida por abolirlas; mientras que el impulso fascista consiste en absorberlas.
Las estructuras de poder externas al estado son potenciales rivales del propio poder estatal, por lo que los estados siempre tienen alguna razón para pretender su abolición; el comunismo da rienda suelta a esta pulsión. Pero las estructuras de poder externas al Estado son también potenciales aliados del Estado, particularmente si sirven para reforzar los hábitos de subordinación y acatamiento entre la población, y por tanto, siempre existe la oportunidad potencial de una alianza mutuamente beneficiosa; aquí mismo descansa la estrategia fascista.
Estos rasgos en los que el fascismo difiere del comunismo podrían dar a entender que lo alían más bien con el conservatismo aristocrático tradicional del ancien régime, que es del mismo modo particularista, corporativista, mercantilista, nacionalista, militarista, patriarcal y anti-racionalista. Pero el fascismo difiere de este desfasado conservadurismo en abrazar el ideal del progreso industrial dirigido por directores tecnócratas, así como en adoptar una postura populista capitaneando la lucha del «hombre desamparado» contra las elites—recordemos su gregarismo. (Si las tendencias tecnocráticas del fascismo parecen estar en conflicto con su pulsión antirracionalista, entonces, en palabras del proto-fascista Moeeler van den Bruck «tenemos que ser capaces de vivir con las contradicciones»).
Liberalismo
Algunas de las diferencias entre el fascismo y el viejo conservadurismo podrían deberse a los avances conseguidos por sus enemigos comunes, los liberales. El progreso del liberalismo y la industria tuvo la consecuencia de trasladar la riqueza, al menos en parte, desde la aristocracia tradicional a nuevas manos privadas, creando así nuevos grupos con intereses privados con la habilidad de operar como empresarios políticos; permitiendo de esta manera, tal vez, la tendencia hacia la emergencia de una clase plutocrática nominalmente fuera del tradicional aparato estatal. De la misma manera, el progreso de la democracia significó que la plutocracia sólo podía esperar obtener el triunfo siguiendo el juego populista; de ahí la paradoja de un movimiento elitista desfilando bajo la bandera del antielitismo—un claro ejemplo de la historia de EEUU comenzó con las leyes antimonopolio y otras supuestas leyes anti-grandes-empresas que fueron vigorosamente forzadas por las propias grandes empresas.
(Cf. «War Collectivism in World War I de Murray Rothbard,» The Suicidal Corporation: How Big Business Fails America de Paul Weaver, Railroads and Regulation, 1877-1916 and Triumph of Conservatism: A Reinterpretation of American History, 1900-1916 de Gabriel Kolko, In Restraint of Trade: The Business Campaign Against Competition, 1918-1938 de Butler Shaffer, «Big Business and the Rise of American Statism,» de Roy Childs, «Political Economy of Liberal Corporatism» y «The Role of State Monopoly Capitalism in the American Empire de Joseph Stromberg,» «Toward a Theory of State Capitalism: Ultimate Decision-Making and Class Structure,» de Walter Grinder & John Hagel, etc.)
Por lo tanto, aquí tenemos la curiosa fusión fascista del privilegio y el gregarismo; uno podría calificarlo como un movimiento que piensa como Halliburton y habla como George W. Bush.
La asociación entre el aparato estatal oficial y beneficiarios nominales del poder estatal fue un recurrente tema de los liberales decimonónicos, como Frédéric Bastiat y Gustave de Molinari, quienes extendieron y radicalizaron las críticas de Adam Smith al proteccionismo mercantilista como un esquema diseñado para beneficiar a los intereses concentrados de las grandes empresas a costa del público en general. En palabras de Molinari, las empresas «pedían que el gobierno salvaguardara sus monopolios con los mismos métodos que había usado para salvaguardar el suyo» («The Evolution of Protectionism»)
Los sociólogos libertarios como Charles Comte y Charles Dunoyer habían desarrollado una completa teoría premarxista del conflicto de clases, según la cual la posición esencial de la clases dominante no es, al contrario que Marx, el acceso a los medios de producción, sino más bien el acceso al poder político. (Cf. Radical Liberalism of Charles Comte and Charles Dunoyer de David Hart, «Charles Dunoyer and French Classical Liberalism,» de Leonard Liggio, «Classical Liberal Exploitation Theor de Ralph Raicoy,» «Social Analysis of Three Early 19th-Century Classical Liberals de Mark Weinburg,» etc.)
Cuando Marx denominó al gobierno francés «una sociedad anónima dedicada a la explotación de la riqueza nacional de Francia» en nombre de la élite burguesa a expensas de la producción y el comercio («Class Struggles in France», él simplemente se estaba haciendo eco de aquello que los liberales habían estado diciendo durante décadas.
Herber Spencer, de la misma manera, se quejó de la influencia de los «autócratas de los ferrocarriles», en la política estadounidense «que perjudicaban los derechos de los accionistas» y «controlaban las cortes de justicia y el gobierno estatal» («The Americans»). Y Lysander Spooner denunció a la élite financiera y bancaria de la siguiente manera:
Entre los salvajes, la simple fuerza física, por parte del hombre, puede permitirle robar, o matar a otro hombre… Pero con los (así llamados) pueblos civilizados… en las que los soldados en cualquier número, y otros instrumentos bélicos en cualquier número, pueden ser obtenidos a través del dinero, la cuestión de la guerra, y por tanto la cuestión del poder, es poco más que una cuestión de dinero. Como consecuencia necesaria, aquellos capaces de suministrar este dinero son los auténticos gobernantes… [Los] gobernantes nominales, los emperadores y los reyes y los parlamentos, no son nada al lado de los gobernantes auténticos de sus países. No son más que simples herramientas empleadas por los ricos para robar, esclavizar y (si es necesario) asesinar a aquellos con menor riqueza, o con ninguna riqueza en absoluto… [Los] llamados soberanos, en estos distintos gobiernos, son simplemente los cabecillas y los jefes de estas distintas bandas de ladrones y asesinos. Y los cabecillas y los jefes dependen de los prestamistas de la sangre dineraria para llevar a cabo sus robos y asesinatos. No podrían mantenerse ni un momento a no ser por los préstamos realizados por estos prestamistas proveedores de sangre dineraria… Además de pagar el interés de sus bonos, quizá les garanticen a sus tenedores, grandes monopolios sobre la banca, como el Banco de Inglaterra, de Francia y de Viena; con el acuerdo de que estos bancos les provean con dinero siempre que, en caso de repentina emergencia, sea necesario atracar a más ciudadanos. Tal vez, así mismo, a través de los aranceles sobre las importaciones de la competencia, les otorguen grandes monopolios sobre ciertas ramas de la industria, en las que estos prestamistas de sangre dineraria estén metidos. Ellos también, por fiscalidad desigual, eximan completa o parcialmente a la propiedad de estos prestamistas, e incrementen correspondientemente las cargas de aquellos que son demasiado pobres o débiles para resistirlo. (No Treason VI.)
Esta cita de Spooner demuestra que los liberales decimonónicos también veían una conexión entre la plutocracia y el militarismo, y criticaron duramente lo que hoy podría llamarse el complejo militar-industrial. Spencer, por ejemplo, bramó contra «las subvenciones militares y los privilegios concedidos por el Estado» de los que disfrutaba la East India Company, que le permitieron cometer «hazañas sangrientas y rapiña» en India donde «las autoridades policiales se aliaba con los diablillos enriquecidos» para «permitir que la maquinaria de la ley fuera usada para los propósitos de la extorsión». Semejantes abusos, dijo Spencer, fueron «mayoritariamente debidos al mantenimiento del control estatal, y gracias a la ayuda de los fondos y la fuerza del Estado». En caso de que el poderío militar del Imperio Británico no se hubiera puesto a disposición de los directores de la Empresa, «su estado de infensión los hubiera obligado» a actuar de manera distinta; ellos habrían «prestado atención a un desarrollo integral del comercio y se hubieran comportado pacíficamente». (Social Statics, cap.27). Escrito a mediados del s.XIX, Spencer se quejó especialmente del «vergonzoso monopolio de la sal»—que casi un siglo después llegaría a ser un importante catalizador del movimiento independentista indio.
¿Pero quiénes [escribió Spencer] son los beneficiados? Los monopolistas… en sus bolsillos han entrado, en forma de salarios a los oficiales civiles y militares, o dividendos de los beneficios…, una gran parte de los enormes ingresos de la East India Company… Los propietarios ricos de la propiedad colonial obtuvieron protección, así como sus hermanos, los terratenientes de Inglaterra — los primeros con impuestos prohibitivos, los segundos con las leyes del grano, todo ello destinado a incrementar la desbordante riqueza de los dirigentes» («The Proper Sphere of Government»).
Así, la plutocracia, según pensaban estos escritores liberales, conducía al militarismo. Pero ellos también sostuvieron que el militarismo conducía a la plutocracia. Así argumentaba el americano spenceriano William Graham Sumner:
«El militarismo, la expansión y el imperialismo favorecerán la plutocracia. En primer lugar, la guerra y el expansionismo favorecerán la corrupción, tanto en las colonias como en casa. En segundo lugar, difuminarán la atención de la gente sobre todo el mal que los plutócratas están haciendo. En tercer lugar, provocarán grandes gastos del dinero de la gente, cuyos rendimientos no irán a parar al Tesoro, sino a las manos de unos pocos confabuladores. En cuarto lugar, clamarán por grandes impuestos y deuda pública, y estas cosas tienden a hacer al hombre desigual, ya que las cargas sociales pesan mucho más sobre los débiles que sobre los fuertes, y por tanto hacen al débil más débil y al fuerte más fuerte» («Conquest of the United Status by Spain»).
Mientras que la influencia de las grandes riquezas privadas sobre el gobierno no era nada particularmente nuevo, los liberales decimonónicos tendieron a pensar que se le había dado un nuevo ímpetu por la instauración de la democracia y sus inevitables compañeros, los grupos de presión políticos—lo que los liberales franceses llamaron «el gobierno ulceroso». Un número de liberales afirmó que la democracia representativa llevaba a batallas por la influencia política entre los grupos de intereses competitivos, y de manera poco sorprendente, son los intereses más ricos y más concentrados los que suelen llevarse el gato al agua. Sumner, por ejemplo, mantuvo que la democracia, lejos de ser, como se suponía comúnmente, la archienemiga de la plutocracia, era, de hecho, su crucial salvoconducto:
Los métodos y la maquinaria de los autogobiernos democráticos y republicanos—camarillas, primarias, comités, y convenciones—nos conducen tal vez con mayor facilidad que otros métodos y maquinarias políticas a la aparición de afectos egoístas que buscan la influencia política para sus interesadas finalidades. (Sumner, «Andrew Jackson») [Sobre esta cuestión recomiendo enormemente el artículo de Scott Trask «William Graham Sumner: Against Democracy, Plutocracy, and Imperialism» in the Fall 2004 issue of the Journal of Libertarian Studies.]
Pero en estos puntos, los escritores como Sumner estaban simplemente desarrollando las implicaciones del comentario de Madison en el Federalista sobre que la extrema mutabilidad de la que los gobiernos representativos son responsables tenderá a trabajar en beneficio de una rica minoría:
De poco servirá al pueblo que las leyes sean aprobadas por hombres de su elección si son tan voluminosas que no pueden ser leídas, o tan incoherentes que no pueden entenderse; si son revocadas o reformadas antes de que se las promulgue, o si padecen alteraciones tan incesantes que nadie que conozca la ley hoy puede adivinar cuál será ésta mañana… Otro efecto de la inestabilidad pública es la poco razonable ventaja que otorga a una minoría astuta, emprendedora y adinerada, sobre la masa laboriosa y desinformada del pueblo. Toda disposición nueva que se refiera al comercio a la renta, o que afecte de cualquier manera al valor de los distintos tipos de propiedad, ofrece una nueva cosecha a quienes vigilan el cambio y pueden deducir sus consecuencias; una nueva cosecha que no ha sido producida por ellos mismos, sino mediante la abnegación y cuidados del conjunto de sus conciudadanos. Se trata de una situación en la que con alguna certeza puede afirmarse que las leyes están hechas para unos POCOS y no para la MAYORÍA. (Federalist 62.)
Y Madison, a su vez, estaba trazando el antiguo argumento ateniense de que los sistemas electorales son de hecho oligárquicos en lugar de democráticos. (Ver «The Atenían Constitution: Government by Jury and Referendum»).
Mientras que tanto los liberales como los marxistas se quejaron del poder de las elites ricas, no estuvieron de acuerdo en el remedio, porque tampoco estaban de acuerdo en el origen del problema. Para los marxistas, la plutocracia era un producto del mercado; la clase dirigente emergía a través del comercio, y sólo se dedicó a consolidar su hegemonía a través del subsiguiente control del Estado. (El propio Marx era ambivalente en esta cuestión, pero Engels solidificó la posición marxista ortodoxa). Por lo tanto, para los marxistas el mercado debía ser suprimido; este es el origen de la visión izquierdista del fascismo como una manifestación del «capitalismo» del libre mercado. Para los liberales, por el contrario, el poder de una clase dirigente depende del poder del Estado, y por tanto esta última es la que debe ser suprimida.
Los liberales no cometieron, sin embargo, el error de suponer que el poder de Estado por sí solo era el único problema. Dado que los dirigentes eran generalmente superados en número por aquellos a quienes dirigían, estos pensadores se dieron cuenta de que el Estado no podía sobrevivir excepto a través de la aceptación popular, sobre la cual el Estado no tiene un poder coactivo. En palabras de Spencer «En el caso de un gobierno representando a una clase dominante… la mera existencia de una clase monopolizando todo el poder se debe a ciertos sentimientos de la comunidad» («The Social Organism»). De la misma manera Dunoyer escribió:
El primer error, y en mi opinión el más serio, está en no ver suficientemente los problemas allí donde están—no reconocerlos excepto en los gobiernos. Dado que es además allí donde los mayores obstáculos se dejan generalmente notar, se asume que es allí donde existen, y que solo es allí donde hay que dirigir el ataque… Uno está poco dispuesto a darse cuenta de que las naciones sean el material del que los gobiernos están hechos; que es en su seno donde emergen los gobiernos (Industry and Morals)».
O como de Nuevo preguntó el anarquista americano Edwin Walter: «¿Si el estatismo fuera la causa de todos los males sociales, qué cosa podría ser la causa del estatismo? (Communism and Conscience)».
Los liberales decimonónicos, por tanto, tendían a ser pensadores «radicales» o «dialécticos» en el sentido de Chris Sciabarra: veían el poder del Estado como una parte de un sistema entrelazado de mutuamente reforzadas prácticas y estructuras sociales, y estaban intensamente interesadas en los acompañantes institucionales y culturales del estatismo—acompañantes que tanto obtuvieron apoyo del Estado como ofrecieron apoyo al poder del Estado.
Es en los análisis de estos acompañantes donde los vemos pelear contra aspectos fascistas de la cultura estatista. Escritores como Dunoyer, Spencer y Molinari vieron una cerrada conexión entre el estatismo y el militarismo porque en su opinión el Estado originaba la guerra; las tribus que tenían éxito en esquivar a los invasores se convertían progresivamente en dependientes de su clase guerrera, mientras que las tribus que fracasaban en repelerlos se convertían en los sujetos de la clase guerrera de la tribu enemigo—y en cualquier caso la clase guerrera estaba posicionada para convertirse en la clase dirigente. Dunoyer y Spencer también observaron una relación recíproca entre el estatismo y el militarismo, por un lado, y patriarcado por otro, dado que consideraban el poder de los hombres sobre las mujeres como la división de clases original de la que crecieron todas las restantes. No hubieran sido sorprendidos por el hecho de que los movimientos fascistas glorificaran la conquista militar, por un lado, y la familia patriarcal por otro.
No hubieran tampoco sentido ninguna sorpresa al conocer que el fascismo tomaba su nombre de las fasces, el símbolo romano de un hacha atada entre cuerda. (Un nudo de cuerdas por sí solo indicaba que un oficial tenía el poder para infligir daño corporal; añadir un hacha al haz de cuerdas significaba el poder para castigar con la muerte). Bastiat consideró la imperante reverencia a la Antigua Roma como una perniciosa influencia cultural. Escribió:
¿Qué era el patriotismo Romano? Odio a los extranjeros, destrucción de todas las civilizaciones, el sofoco de todo el progreso, el azote del mundo con fuego y espada, la esclavitud de las mujeres, niños y ancianos a los triunfantes carros—esto era gloria, esto era virtud… La lección no se ha perdido; y este adagio indudablemente procede de Roma… las pérdidas de una nación son las ganancias de otra—un adagio que aún gobierna el mundo. Para adquirir una idea de la moralidad romana, imagina en el corazón de París una organización de hombres que odian trabajar, determinados a satisfacer sus deseos con engaños y por la fuerza, y consecuentemente en guerra con la sociedad. Sin duda algún código moral o incluso algunas virtudes sólidas se manifestarán en esa organización. Coraje, perseverancia, autocontrol, prudencia, disciplina, constancia en los infortunios, secretos profundos, las puntillas, la devoción a la comunidad—estas indudablemente serían las virtudes que la necesidad y la opinión mayoritaria esperaría de estas brigadas; éstas eran las de los piratas; éstas eran las de los romanos. Podría decirse que, en relación con lo anterior, la grandeza de la empresa y la inmensidad del éxito han extendido un velo sobre sus crímenes hasta el punto de transformarlos en virtudes. Y esta es la razón por la que la escuela es tan dañina. No son los vicios abyectos, sino los vicios cubiertos con esplendor los que seducen las almas de los hombres («Acadeic Degrees and Socialism»).
Roma, incidentalmente, fue otra gran cultura donde la plutocracia triunfó al adoptar una imagen democrática.
Spencer estaba convencido de que la cultura occidental de su día estaba en una fase de retroceso, una fase que llamó de «rebarbarización», en la que los valores de la sociedad industrial, la sociedad de cooperación voluntaria y beneficio mutuo, estaban rindiéndose, una vez más, a los viejos valores de la sociedad militante, de jerarquía, reglamentación, agresivos impulsos, antiintelectual, y una visión de la humanidad como una suma cero. Spencer vio la evidencia de la rebarbarización no sólo en la política oficial militar, sino también en la evolución cultural, como por ejemplo la creciente militarización de la Iglesia, o el recrudecimiento de lo que llamó «religión de la enemistad» (Principles of Sociology). Spencer estaba afligido al observar que en «los servicios provistos por la Iglesia en ocasión de la salida de tropas hacia Sudáfrica [Spencer estaba escribiendo sobre la Guerra de los Boers]… se emplean ciertos himnos de una manera que sustituye el enemigo humano por el enemigo espiritual. Así, durante la generación pasada, bajo el manto de una religión que proclama la paz, el amor y el perdón, han sido perpetrados gritos de guerra, sangre, fuego y batalla y un continuo ejercicio de sentimientos antagónicos». (Facts and Comments, cap. 25).
Otra evolución cultural que Spencer identificó como un síntoma de rebarbarización era el incremento de deportes profesionales. Según las palabras de Spencer:
Naturalmente junto con… la exaltación de la fuerza bruta en su forma armada… mostrando con qué intensidad el trato coactivo, que es el elemento esencial de la militancia, había pervertido a la nación, ha ido unida el cultivo de la fuerza física profesional bajo la forma del atletismo. La palabra es bastante moderna, por la razón de que durante la generación anterior los hechos que abarcaba no eran suficientemente numerosos y conspicuos como para llamarlo así. En mi juventud «las noticias deportivas», así lo llamaban, estaban concentradas en un periódico semana, Bell’s Life in London, que se encontraba, según me han dicho, en las guaridas de los camorristas y en las tabernas de clase baja. Desde entonces, el crecimiento ha sido tal que la adquisición de destreza en los deportes principales se ha convertido en una ocupación absorbente… Mientras tanto, para satisfacer la demanda que el periodismo ha cultivado, tal que aparecieron varios periódicos diarios y semanales dedicados enteramente a los deportes, los periódicos diarios y semanales de carácter ordinario informan de los «acontecimientos» en todos las localidades, y no es inhabitual que un periódico diario les dedique una página entera… Al mismo tiempo que la superioridad física se colocaba al frente de la sociedad, la superioridad mental descendía a las catacumbas… Así, estos diversos cambios apuntan de nuevo a los días medievales donde el coraje y el poder físico eran los únicos determinantes de las clases dirigentes, mientras que la cultura existente estaba recluida en los sacerdotes y los internados en los monasterios. (Facts and Comments, cap. 25).
Estos síntomas de militarización y barbarización en la arena de la cultura fueron coaligados con cambios análogos en el gobierno, incluyendo un desplazamiento del poder desde los civiles a la autoridad militar, y dentro del gobierno civil desde el parlamento a la autoridad ejecutiva. En 1881, Spencer se refirió a las medidas que se estaban tomando en Alemania:
para extender, directa o indirectamente, el control sobre la vida de la población. Por un lado, están las leyes bajas las cuales, a mitades del año pasado [i.e., 1880], 224 sociedades socialistas fueron cerradas, 180 periódicos retirados de circulación, 317 libros prohibidos… Por otro lado, podemos mencionar la política del Príncipe Bismark para reestablecer los gremios (cuerpos que coaccionan a sus miembros mediante sus regulaciones) y para constituir el Estado asegurador… En todos esos cambios se observa un progreso hacia… la sustitución de las organizaciones civiles por las militares, hacia el reforzamiento de las restricciones sobre los individuos y hacia una mayor regulación de su vida en gran detalle». (Principles of Sociology V. 17.)
Y Spencer veía como Inglaterra estaba siguiendo el rastro de Alemania; expresó su temor a que «una extensión notable del espíritu militante y la disciplina entre la policía quienes, están llevando sombreros con forma de cascos, pistolas y considerándose a sí mismos medio soldados, ha provocado que hablemos de la gente como “civiles”», y criticó a la «creciente asimilación de las fuerzas de voluntarios al ejército regular, llegando ahora mismo al extremo de proponer que estén disponibles para el extranjero, de manera que en lugar de las acciones defensivas para las que se crearon, puedan ser usados en acciones ofensivas». (Ibid.)
Pocos años después, al otro lado del Atlántico, Voltairine de Cleyre percibió una evolución similar en los Estados Unidos:
Nuestros padres pensaban que nos habían protegido del ejército permanente proveyéndonos con una milicia voluntaria. A día de hoy, hemos podido ver como esa milicia se ha declarado parte del ejército regular de los EEUU, y sujeta a las mismas demandas que los regulares. Dentro de otra generación probablemente veamos a sus miembros cobrar regularmente del gobierno general. («Anarchism and American Traditions.»)
Durante la Guerra hispanoamericana, Sumner estaba escribiendo «La Conquista de los EEUU por España», dando a entender que los EEUU, aun venciendo a España en el campo de batalla, había sucumbido ideológicamente a las ideas imperialistas que tradicionalmente habían representado. Y E. L. Godkin, el editor de The Nation —en ese momento un periódico liberal clásico— escribió desesperadamente en 1900 sobre el «The Eclipse of Liberalism».
Nacionalismo entendido como codicia nacional [escribió] ha suplantado al Liberalismo… Al colocar la grandeza de una nación particular por encima del fin del bienestar de la humanidad, ha sofisticado el sentido moral de la Cristiandad… No oímos hablar de derechos naturales, sino de razas inferiores, cuyo destino es someterse al gobierno de aquellos a los que Dios ha hecho superiores. La vieja falacia del derecho divino ha demostrado una vez más su ruinoso poder, y antes de que sea nuevamente rechazado tendrán que haber batallas internacionales de terrible magnitud. En casa toda crítica a la política exterior de nuestros dirigentes es denunciada como antipatriótica. No debe haber ningún cambio, la política nacional debe continuar. En el extranjero, los dirigentes de cada país deben apresurarse a ejercer el saqueo internacional, de manera que puedan asegurarse su porción. Para tener éxito en estas expediciones predatorias las restricciones del parlamento… sobre el gobierno deben dejarse a un lado». («The Eclipse of Liberalism.»)
En resumen, los liberales decimonónicos observaron la emergencia de varias tendencias que al unirse se convertirían en fascismo —militarismo, corporativismo, reglamentación, chauvinismo nacional, plutocracia y lenguaje populista, las llamadas a «líderes fuertes» y la «grandeza nacional», la glorificación del conflicto por encima del comercio, y de la fuerza bruta por encima del intelecto— y se opusieron con dureza a todo el paquete. Y aunque en última instancia perdieron la batalla, su bandera caída la hacemos nuestra al recogerla.
Dejemos que Sumner diga las últimas palabras; una vez más escribiendo en contra de la guerra hispano-americana:
[L]a razón por la que la libertad, de la que nosotros los americanos tanto hablamos, es una buena cosa se debe a que significa permitir a la gente vivir sus propias vidas a su manera, así como podemos hacerlo nosotros. Si creemos en la libertad, como un principio americano, ¿por qué no la apoyamos? ¿Por qué vamos a lanzarla por la ventana para entrar en una política típicamente española de dominación y regulación?… [E]ste esquema de una república que conformaron nuestro padres fue un sueño glorioso que reclama más de una palabra de respeto y afecto antes de que se desvanezca… Su idea era que nunca permitirían que ninguna de las forma de abuso social y político del viejo mundo volviera a aparecer aquí… No debía haber ningún ejército salvo la milicia, que no tendría otras funciones que las de policía. No se les otorgaría ningún cortejo ni ninguna pompa; ninguna orden, jirones, condecoraciones o títulos. No habría deuda pública… No habría ninguna diplomacia majestuosa, porque pretendían ocuparse de sus asuntos y no dedicarse a las intrigas a las que estaban acostumbrados los políticos europeos. No debía haber ningún reequilibrio de poderes y ninguna «razón de Estado» que pudiera ejercerse a costa de la vida y la felicidad de los ciudadanos… Nuestros padres iban a tener un gobierno económico, incluso si la gente distinguida lo calificara de parsimonioso, y los impuestos no debían ser más altos que lo absolutamente necesario para financiar un gobierno así. El ciudadano debía retener el resto de sus ingresos y usarlos tal y como mejor creyera convenientes para la felicidad de él mismo y de su familia; su obligación era, sobre todo, asegurar la paz y la tranquilidad mientras seguía trabajando honestamente y obedecía las leyes. Ninguna política aventurera de conquista o ambiciones personales… debían ser emprendidas por una república libre y democrática. Por lo tanto los ciudadanos en ese país nunca serían forzados por ninguna razón a abandonar a su familia o a entregar, a sus hijos a que derramaran su sangre por la gloria, y a dejar viudas y huérfanos… Por virtud de estos ideales hemos estado «aislados», aislados en una posición que el resto de las naciones de la tierra observan con envidia silenciosa; y todavía hay gente que dice ser patriota porque nos han otorgado un lugar entre las naciones de la tierra por merced de la guerra.» («Conquest of the United States by Spain.»).